Se prohibió la representación de todas las comedias y entremeses (...). Se cerraron y suprimieron las mesas de juego, salas de baile y salones de música, que eran cada vez más numerosos, y que comenzaban a corromper las costumbres del pueblo. Y los bufones, payasos, funciones de títeres, volatineros y atracciones similares que embrujaban a la pobre gente común, hubieron de cerrar sus ferias al no prosperar sus negocios».
Este es un fragmento de Diario del año de la peste (Impedimenta), de Daniel Defoe, que recoge el pánico que asoló Londres en 1664 y 1665. Entonces, el escritor apenas tenía cinco años pero el libro, publicado en 1722, muestra con crudeza y espanto cómo los estragos y el miedo al contagio de la enfermedad hicieron mella en la población y provocaron suicidios, asesinatos, huidas y robos.
Con la llegada del verano «el contagio se diseminó de forma terrorífica y las listas se elevaron (...) No se veía otra cosa que carros y carretas con enseres, mujeres, niños, criados, etcétera; carruajes llenos de gente de la mejor clase, y jinetes que los acompañaban; y todos ellos huyendo».
El libro de Daniel Defoe (1660-1731) detalla cómo los londinenses se arremolinaban ante las puertas del corregidor para obtener pases y certificados de salud que les permitiera poder viajar al extranjero y cómo algunos previendo que pudieran ser rechazados en albergues o posadas llevaban tiendas de campaña. Muchos otros se agolpaban ante las iglesias y abrazaban con ímpetu y fervor desconocidos las plegarias matutinas y vespertinas que se convocaban, aunque «tampoco puedo exculpar a los clérigos que en sus sermones más bien hundían que levantaban corazones de quienes les escuchaban». Y recoge la reconciliación ante la calamidad de distintas sectas religiosas, pero «cuando la enfermedad hubo pasado, desapareció ese espíritu de caridad».
También había quienes acudían a hechiceros, brujos y curanderos en busca de medicinas, pócimas u otros remedios que los embaucadores les ofrecían: 'Infalibles píldoras preventivas contra la plaga', 'Eficacísimos cordiales contra la corrupción del aire', 'El antídoto regio contra todo tipo de contagio'...». Hubo quien fijó carteles con consejos y orientaciones o quizá como negocio: «Una anciana dama que ha profesado con gran éxito durante la última plaga de esta ciudad, año 1636, da sus consejos únicamente al sexo femenino. Hablar con...».
Otros vagaban por el medio de la calle implorando a Dios clemencia: «He sido un ladrón, he sido un adúltero, he sido un asesino», pero nadie se paraba ante esas confesiones en voz alta. Y Defoe escribe que al principio los sacerdotes acudían a las viviendas de los enfermos, pero sólo en la primera ola de la enfermedad pues «entrar en ciertas casas hubiera equivalido a la muerte». Hubo médicos y experimentados cirujanos que también fueron contaminados. «Indudablemente los médicos contribuyeron con su experiencia, su prudencia y sus recetas a que muchos salvaran sus vidas y recuperasen la salud. Pero no merma su reputación o su capacidad el decir que no pudieron curar a aquellos que presentaban sobre sus cuerpos las señales de la enfermedad».
Las autoridades de entonces, el corregidor y los regidores de Londres, publicaron unas disposiciones para evitar que se propagara la peste: en cada parroquia tenía que haber uno o dos examinadores «de buena clase o reputación» para que averiguasen qué casas estaban infectadas y en este caso deberían ser observadas por vigilantes, día y noche, para que nadie entrara o saliera (hubo sobornos). Además se ordenaba que la persona enferma fuera secuestrada en su casa y la vivienda cerrada durante un mes. Durante ese secuestro, colchones, ropa de cama y cortinajes de las habitaciones tenían que ser bien oreados con lumbre y perfumes, todo ello en presencia de un examinador. «La casa en la que se ha enfermado deberá permanecer encerrada durante un mes».
Diario del año de la peste está escrito como crónica, una vez que Defoe ya contaba 62 años de los de aquella época y cuando había logrado reconocimiento gracias a la publicación de Robinson Crusoe (1719); el éxito fue tal que hubo de escribir una segunda parte, Últimas aventuras de Robinson Crusoe. Considerado uno de los padres del periodismo moderno, Defoe describe con minucia cómo las casas contaminadas eran señaladas con una cruz roja «que medirá un pie de largo» trazada en el centro de la puerta y con esta leyenda: «Señor, ten piedad de nosotros». Y detalla los carros de los muertos que llevaban los cadáveres a fosos. El de la parroquia de Aldgate tenía 40 pies de largo y unos 15 de ancho por nueve de profundidad, aunque más tarde excavarían hasta llegar a los 20. Esos carros transportaban 16 o 17 cuerpos, algunos envueltos en sábanas de lino, en harapos otros y algunos casi desnudos. Defoe comenta que a algunos cadáveres envueltos en buena tela ciertos enterradores eran tan impíos los desnudaban en el carro y los llevaban desnudos a la tumba». Eran carros con antorchas y un campanillero y las inhumaciones se realizaban antes de la salida del sol y después de su ocaso.
«La mañana del 16 de abril el doctor Bernard Rieux, al salir de su despacho, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera». Es una de las primeras frases de La peste (1947), de Albert Camus, uno de los libros más logrados del premio Nobel francés, novela que tiene en su umbral esta frase de Daniel Defoe: «Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe».
Y reflexiona Camus (o su personaje): «Las pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas (...) La plaga no está hecha a la medida del hombre, por tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones».
Camus tenía 32 o 33 años cuando escribió La peste, muy poco después de que acabara la Segunda Guerra Mundial y mientras se celebraba el juicio de Nuremberg. «Describe la propagación terrorífica de la epidemia valiéndose de un realismo implacable, situando a los habitantes de Orán frente a la crueldad de un destino que afecta sin distinción a culpables e inocentes», dice José Manuel Caballero Bonald en el prólogo que escribió para este libro en la colección Las 100 joyas del Milenio que publicó EL MUNDO hacia 1999.
Albert Camus describe cómo el hombre actúa ante un caso extremo: muchos lo hacían «como si no tuvieran sentimientos individuales», cuando palabras como transigir, favor o excepción no tienen sentido, cuando maridos y amantes recelan de sus relaciones. La población enclaustrada en la ciudad está angustiada por el presente, carece de futuro y se desdibuja el recuerdo y los rasgos de los ya fallecidos. Muelles deshabitados, embarcaciones varadas cerca de la costa por la cuarentena, restricciones de electricidad, cines proyectando las mismas películas ante la imposibilidad de que llegaran bobinas con títulos nuevos, tiendas cerradas, estraperlo, acopio de alimentos que se escondían bajo las camas, el padre Paneloux desde el púlpito clamando: «Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido» o citando textos del Éxodo sobre la peste de Egipto.
Y llega el primer muerto. «Un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres sembrados a través de la historia no son más que humo en la imaginación» (Camus). El libro contiene reflexiones que desarman: los prisioneros de la peste imaginaban que aún podían elegir, que eran libres.
Cuerpos llevados al crematorio, cadáveres arrojados al mar. «Sacó de un esterilizador dos máscaras de gasa y dio una a Rambert para que se tapara con ella. Rambert le preguntó si aquello servía para algo y Tarrou le respondió que no, pero que inspiraba confianza en los demás».
La estupefacción invade a los más incrédulos: cómo podría la peste adueñarse de una ciudad «donde podía haber funcionarios modestos que cultivaban manías honorables». Y ante todo ello, la abnegación del doctor Bernard Rieux, ejemplo de compromiso, de ética. «Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio». Pero el mismo doctor sabe que «el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás».
«No hay motivo para alarmarse, sir. Una medida sin importancia. Tales precauciones suelen tomarse con alguna frecuencia, para prevenir los efectos nocivos del calor y del siroco...». Es lo que oficialmente debe saberse en Venecia. Lo que el escritor Gustav Aschenbach escucha de boca en una agencia de viajes de la plaza de San Marcos. Pero a continuación conocerá que la peste llegada de los pantanos del delta del Ganges ha llegado hasta la ciudad donde ha ido, ya maduro, buscando inspiración. Ahora se habla de Muerte en Venecia (1912), novela corta e intensa de Thomas Mann, símbolo de la decadencia. Venecia fagocitará el deseo de Aschenbach encarnado en el muchacho e inalcanzable Tadzio. La doble sombra de Gustav Mahler sobre Dick Bogarde en la versión cinematográfica de Visconti forma parte de la historia.
«Los tiempos del cólera no habían terminado», se lee en El amor en los tiempos del cólera (1985), el novelón de Gabriel García Márquez que reconstruyó los amores de sus padres. La apasionada historia de Florentino Ariza por Fermina Daza no se apagó durante décadas, las mismas que ella estuvo entregada en matrimonio al médico Juvenal Urbino. El padre de éste, Marco Aurelio Urbino, había estudiado Medicina en París y escuchado con atención las lecciones de Adrien Proust, padre de Marcel Proust, y uno de los mayores expertos franceses en la lucha contra la peste y el cólera (esto en la vida real). Marco Aurelio Urbino morirá mientras hacía frente a una epidemia. El hijo sabrá de su muerte en Francia. «De modo que cuando volvió a su tierra y sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas en los albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles, no sólo comprendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino que tuvo la certeza de que iba a repetirse en cualquier momento».
MANUEL LLORENTE Vía EL MUNDO
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