De la crisis sanitaria no salimos más fuertes: la democracia y la economía son ahora más débiles, si bien los ciudadanos han dado muestras de construir una sociedad civil madura y responsable
Una pérdida incalculable. Así calificaba The New York Times del domingo 24 de mayo la masacre de vidas humanas provocada por la actual pandemia, que ya sobrepasa los cien mil muertos en Estados Unidos. Esa primera página, con los nombres de mil de los fallecidos, ha pasado ya a la gran historia del periodismo, junto al titular y el breve comentario que introducía la información: “No eran solo nombres en una lista. Eran nosotros”. Un día después, todos los diarios de España publicaron otra portada que igualmente pasará a la historia, en este caso la de la vergüenza. No la de nuestra ya zarandeada profesión ni la de las empresas de medios, acorraladas ahora más que nunca por las dificultades económicas, aunque reconozco mi amargura cuando llegaron a mi mano los diarios de esa fecha. Hablo de la historia de la infamia de unos gobernantes que bajo el pretexto de infundir ánimo a los ciudadanos parecen más preocupados por defender su gestión que por honrar a las víctimas. “Salimos más fuertes”, decía en grandes titulares el anuncio del Ministerio de Sanidad. No se pueden pronunciar más mentiras en menos palabras. Ni salimos todavía, ni somos más fuertes, ni lo seremos en mucho tiempo. Treinta mil o cuarenta mil muertos españoles, en una población seis veces más pequeña que la de Estados Unidos, tampoco son una estadística: somos nosotros, que, en efecto, padecemos una pérdida incalculable, irreparable también en muchos aspectos.
Hoy somos más débiles, todos lo somos no solo por culpa del coronavirus, aunque este haya sido la coyuntura propicia para desnudar nuestras flaquezas. Solo la aceptación de esta realidad podrá empujarnos hacia la resistencia. Es más débil el Estado, que ya venía padeciendo tensiones de gran calado por la ofensiva independentista. Son más débiles las instituciones, ninguna de las cuales ha funcionado con normalidad durante el confinamiento: el Tribunal Constitucional ausente, el Poder Judicial de vacaciones, el Legislativo convertido en escenario de trifulcas cainitas cuando no en altavoz de estupideces pronunciadas sin vergüenza por ministros, ministras, o quienes aspiran a serlo. En la antigua Roma el minister, por contraposición al magister, era el más ignorante de los criados. Escuchando algunos debates podría pensarse que no hemos evolucionado mucho en esto.
Es más débil el Gobierno, dividido y desbordado, sin liderazgo alguno pese a la pleitesía reiterada con que mencionan sus miembros al presidente. O quizá con demasiados liderazgos en su seno. Dado que es tan numeroso y se ha vuelto tan loca su aguja de marear, alberga muchas facciones, no solo ni principalmente ideológicas. Algunos las clasifican entre listos y tontos, buenos y malos, o cosas así. Hay en su seno quienes confunden el poder político con la actividad de una oenegé, y quienes pretenden comportarse como el juez de la horca. Unos ejercen el cargo como si jugaran al ajedrez, en procura del jaque al rey, otros van de farol como en el póker. Quienes participen en la timba deben asumir que por el momento gana un trío de damas: la vicepresidenta Económica, la ministra de Defensa y la de Trabajo. A ellas se debe lo mejor de las decisiones tomadas y es de agradecer su dedicación y acierto, algo de lo que nunca han presumido.
Es más débil la oposición, con un centroderecha descabezado y una derecha echada al monte, sometida a la influencia de fanáticos y salvapatrias. Era previsible el despertar del nacionalismo radical español, aunque por lo menos hay figuras como el alcalde de Madrid, el portavoz de Ciudadanos o la líder de Coalición Canaria que nos ayudan a recuperar la confianza en la democracia liberal en el mejor de los sentidos. Desgraciadamente, al igual que en el caso de la alianza gubernamental, son los menos. La de las cacerolas no es la España pija, sino la profunda, azuzada por el populismo de los nuevos progres que por más que ensalcen la memoria histórica parecen haberla perdido por completo. Hacen gala de una ignorancia absoluta sobre el pasado reciente de nuestro país, el significado de la reconciliación nacional después de la dictadura, consecuencia de una espantosa guerra civil. Parecen enfermos contagiados por todas las enfermedades infantiles de la izquierda que Lenin denunciara. Para nuestra desgracia, facciosos de ambos lados, a derecha e izquierda, del centro y la periferia, son hoy de nuevo protagonistas de la España que Machado denunciara: la que embiste cuando decide utilizar la cabeza.
Es más débil nuestra economía, arruinadas las cuentas públicas, disparada la deuda, lo mismo que el desempleo y el déficit, con millones de españoles viviendo de los subsidios. Ni la renta pública universal, una de las decisiones valiosas del Gobierno cuya iniciativa se han dejado arrebatar incomprensiblemente los partidos conservadores; ni la ayuda europea, que ojalá se confirme sin incorporar condiciones leoninas, bastarán para aliviar en el corto plazo los sufrimientos padecidos. Mucho menos para repararlos. Y son más débiles nuestras empresas, con sectores como el del automóvil o el turismo (más del 20% de la economía nacional) abandonados por las autoridades hasta el último minuto, cuando no directamente combatidos o denigrados por algunos petimetres.
La crispación y vulgaridad de los debates en Cortes, solo comparable a la vulgaridad y crispación con que nos castigan los tertulianos televisivos, ponen de relieve otras debilidades que afectan a la integridad moral y la calidad intelectual de las élites dirigentes. Los partidos políticos son esenciales para la construcción y continuidad de la democracia. El deterioro profundo al que se han visto sometidos, víctimas de la corrupción y el clientelismo, no es casual. Está motivado por un empacho ideológico con el que se pretende inútilmente ocultar la incompetencia de la gestión y la ausencia de un proyecto para el común de los ciudadanos. Hay modos de corregir tanta intemperancia, pero no hay voluntad de aplicarlos. Muchos analistas, politólogos o simplemente gentes con sentido común llevan reclamando desde hace décadas la desaparición de las listas electorales cerradas y bloqueadas, cuyo mantenimiento refuerza abusivamente el poder de las cúpulas de los partidos, impide y ensucia el debate interno, condiciona la decisión de los votantes y corrompe el carácter democrático de las elecciones. La fragmentación de la representación parlamentaria es potenciada por la avaricia de poder de esos nuevos reyezuelos de taifas, dueños y señores de la elaboración de las listas electorales. Mientras la renovación de la clase política no dependa tanto del sufragio de los ciudadanos como de las conspiraciones palaciegas de la nueva casta la inestabilidad política estará garantizada.
En definitiva, salimos, o vamos a salir, cuando es más débil nuestra democracia y más endebles los mimbres que la componen. Y de ninguna manera lo hacemos todos juntos. La ciudadanía tal vez sí, aunque veremos por cuánto tiempo si sus representantes se empeñan en seguir dividiendo y enfrentando a los españoles. Los políticos vienen resaltando enfáticamente la solidaridad y civismo de nuestro pueblo, que ha dado muestras de haber construido una sociedad civil madura y responsable. Se lo debemos en gran medida al esfuerzo de generaciones anteriores que trabajaron al unísono para levantar instituciones hoy vulneradas sistemáticamente por la audacia de los gobernantes. El que sea un mal casi universal no justifica, ni sirve de consuelo al respecto, que también a nosotros acaben gobernándonos los últimos de la clase.
Escribo estas líneas abochornado por el espectáculo deleznable que Gobierno y oposición, oposiciones y Gobiernos, nos regalan casi a diario, en desprecio a la incalculable pérdida en vidas humanas y al sufrimiento de una sociedad perpleja y aturdida tras meses de encierro involuntario. Una sociedad que lucha por su sentir comunitario desde su soledad interior, ya casi cósmica, “como si el mundo —en palabras de Cioran— hubiera perdido súbitamente el resplandor”. Frente a este sentimiento desolado no se puede luchar con la mentira, ni de nada sirve el marketing político. Si pese al esfuerzo de las gentes no hay rectificación de nuestros gobernantes, que al menos el último apague la luz.
JUAN LUÍS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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