Millones de personas, incluidos políticos y autoridades, se postran sin saberlo ante este nuevo ídolo pagano del siglo XXI que es la identidad
La dictadura de la identidad EP
La lucha contra el racismo en EEUU, desencadenada tras la muerte de un hombre negro a manos de la policía de Minneapolis, se ha saldado con una petición de pena para el presunto homicida de cuarenta años de prisión y una condena unánime a nivel mundial. Los disturbios generados por los autoproclamados antifascistas han causado al menos doce muertos, algunos de raza negra, miles de lesionados e incuantificables daños materiales. Pues no se lo van a creer, pero para millones de personas, entre los que se encuentran varios líderes mundiales, sólo es condenable el primero de los delitos. En cuanto al resto, mejor hacer como que no han existido.
Y es que hay muertos y muertos, dependiendo de cómo se les pueda exprimir políticamente. Es duro decirlo, pero la verdad no desaparece porque nos neguemos a mirarla a la cara. En España, el Gobierno y sus medios afines consiguieron sustraer de la realidad del confinamiento las muertes por coronavirus de casi 50.000 compatriotas. Nos sumergieron en una distopía en la que la rutina diaria consistía en un bombardeo mediático constante sobre las ventajas de permanecer encerrados entre cuatro paredes, sazonada con mítines del presidente y sus ministros. Muchos reaccionaron con un enorme grado de ofensa e indignación cuando un periódico mostró imágenes del interior de una morgue. La realidad crispaba y era generadora de odio y de desafección al Gobierno. Vamos ya para tres meses de pandemia declarada y se podría decir que las únicas imágenes que hemos visto de lo acontecido en los hospitales y en los cementerios provienen del extranjero.
Dar visibilidad a la muerte
Y es que el virus mata sin entender de identidades ni de grados de opresión. No hay manera de vender que el virus es un constructo social, al contrario de lo que sucede con el género o la raza, así que sus muertos no interesan. Por eso no han tenido reparo en seguir durante la pandemia con esa infame costumbre gubernamental de confirmar “presuntamente” asesinatos por violencia de género, aunque horas después se descartarse la autoría del hombre acusado. Tampoco en reproducir hasta la saciedad las imágenes de la muerte de George Floyd a manos de un policía al otro lado del océano. Y lo de nuestros 50.000 muertos es como si nunca hubiese sucedido. Dar visibilidad a la muerte, como parte de la estrategia de politización del dolor, va por barrios. Y lo mismo que un día algo ofende profundamente la sensibilidad de algunos, al día siguiente se convierte para los mismos en una necesaria herramienta de concienciación social.
Vamos dando pasos agigantados hacia una sociedad en la que la clave no es el qué, sino en nombre de qué. Hay causas e ideologías a cuyos actos se les atribuye un plus de bondad intrínseca que los justifica, por muy abominables y repugnantes que éstos sean. Otros, sin embargo, son execrables sin más. No es lo mismo que un policía cause la muerte por asfixia a un hombre negro, que el que una turba asesine de un disparo a un policía negro en respuesta a este suceso. No es lo mismo que un varón golpee a su pareja que el que su pareja lo golpee a él. No son lo mismo los escraches a un político de derechas que los escraches a políticos de izquierdas. No son lo mismo los ejecutados por el terrorismo etarra que los chavales de Alsasua. Tampoco son lo mismo las muertas por contagiarse en uno de los tantos eventos que no se prohibieron para que se celebrasen las manifestaciones del 8-M, que las fallecidas por violencia de género. Finalmente, no es lo mismo el fascismo que el comunismo, porque los millones de muertos que causó el segundo no son achacables a la ideología, sino a su defectuosa forma de ejecución. Y así podríamos pasarnos horas y horas.
Lo cierto es que Occidente ha encontrado un nuevo tótem en torno al que volver a inmolarse: las identidades colectivas oprimidas. En el periodo de paz más largo de la de nuestra historia reciente, cualquier hecho social en el que aparezca involucrado un sujeto digno de ser englobado en la categoría de víctima oprimida o victimario opresor se convierte en un catalizador. En torno a él se crea una emergencia social a la que se confieren unas dimensiones que distan mucho de las del problema real, que ignoran su complejidad y cuya instrumentalización política apenas aporta nada a su solución. Llámese Black Lives Matter, llámase Me too o como se quiera: el caso es que el racista eres tú, el asesino eres tú y el violador eres tú y no el señor o señora que cometió el acto o hecho concreto.
Millones de personas, incluidos políticos y autoridades se postran, sin saberlo, ante este nuevo ídolo pagano del siglo XXI que es la identidad. Asumen como señal de respeto lo que no es más que un símbolo de humillación, que es el paso previo a la sumisión.
GUADALUPE SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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