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martes, 2 de junio de 2020

Por qué estamos tan polarizados

La participación en el Gobierno de un partido a la izquierda del PSOE ha contribuido a la polarización, como lo ha hecho la aparición de un partido relevante a la derecha del PP

Foto: Imagen de John Hain en Pixabay. 

Imagen de John Hain en Pixabay.

En una viñeta publicada hace unos años en la revista 'The New Yorker', una pareja ve cómo en la televisión el presentador de las noticias agradece al hombre del tiempo que haya dado la información meteorológica para los demócratas y da paso a la mujer del tiempo, que procede a dar la versión republicana de la previsión. El grado de polarización de la sociedad estadounidense era tal, transmitía el chiste, que ya no era capaz de aceptar una única versión de nada. ¡Hasta el tiempo se había vuelto una cuestión política!
Con el paso del tiempo, la viñeta parece cada vez más realista. No hay que ir muy lejos para verlo: en España, la polarización está alcanzando unas cotas que quizá tengan precedentes en algunos periodos de la última legislatura de Felipe González, la segunda de José María Aznar o durante la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, pero cuyas ramificaciones, ahora, van incluso más allá de la política de partidos, las divisiones entre la izquierda y la derecha o las tensiones territoriales, del 'procés' a la España rural. Parece que en la actualidad, en esa hostilidad de bloques, hay nuevos elementos culturales e identitarios que superan el hecho nada novedoso de que leamos periódicos distintos, pertenezcamos a diferentes grupos sociales o tengamos distintas creencias religiosas.
En buena medida, la percepción de la pandemia y de las medidas que debían tomarse ante ella ha estado dictaminada por la ideología previa (también, al parecer, el virus es política). Si la respuesta tradicional frente a los nacionalismos vasco y catalán había sido apelar a la Constitución y al Estado de derecho, tras el 'procés', se ha producido un auge apreciable del nacionalismo español. La participación en el Gobierno, por primera vez en esta democracia, de un partido a la izquierda del PSOE ha contribuido a la polarización, como lo ha hecho la aparición de un partido relevante a la derecha del PP, también por primera vez en este periodo democrático. Sin duda, la personalidad del presidente Pedro Sánchez, que mezcla una gestualidad presidencial con una acusada utilización partidista de las instituciones, también ha contribuido.
Además, cabe la posibilidad de que el nuevo entorno mediático —dominado por las redes y WhatsApp, por donde circula información de origen desconocido, y los comentarios en los periódicos digitales— haya contribuido al mayor enfrentamiento de estos bloques. Pero esta última hipótesis podría ser en parte incompatible con otra: también es posible —así ocurre en Estados Unidos, pero no sabemos si es el caso en España— que sean los mayores, es decir, quienes menos utilizan las redes sociales, quienes están más polarizados, mucho más que los jóvenes.
Esta polarización, pues, no es solo política. Sus orígenes son culturales, y las élites políticas pueden explotarlos fácilmente con fines electorales
Sean cuales sean las circunstancias específicas de la polarización en España, lo cierto es que esta se está produciendo en casi todo Occidente. Donald Trump está atizándola hasta extremos con pocos precedentes para cohesionar a sus votantes frente a los demócratas, los manifestantes negros que protestan por la violencia policial, las élites universitarias y los cosmopolitas urbanos; mientras que una parte relevante de la izquierda estadounidense asume con convencimiento la estrategia y le ayuda a cavar una zanja si cabe más profunda. En Alemania, en la oposición a la Gran Coalición, pequeña pero cada vez más activa, se combinan la extrema derecha con la extrema izquierda y varios grupúsculos cuyos mensajes conspiranoicos se van abriendo paso lentamente en el 'mainstream'.
En Reino Unido, Boris Johnson pretende que, tras las divisiones producidas por el Brexit, la sociedad británica se recomponga, pero sigue explotando esa polarización al mantener como asesor principal a Dominic Cummings, líder intelectual de la campaña a favor del Brexit y azote de las élites tradicionales del Gobierno y la prensa, después de que se saltara las normas de confinamiento que su propio Gobierno había impuesto. En Italia, la polarización es tal que, de acuerdo con las encuestas, muchos partidarios de la Liga de Matteo Salvini están empezando a abandonarle por blando y a pasarse a un partido aún más escorado a la derecha, los Fratelli d’Italia, con los que hoy se manifiesta en Roma contra el Gobierno un Berlusconi que intenta seguir siendo relevante en una derecha confusa e indignada.
Esta polarización, pues, no es solo política. Sus orígenes son culturales, y las élites políticas pueden explotarlos fácilmente con fines electorales porque son reales y profundos. El periodista estadounidense Ezra Klein lo explica sintéticamente en su reciente libro 'Why We Are Polarized': "La clase de persona que se siente más atraída por el progresismo es la que muestra entusiasmo por el cambio, la diferencia, la diversidad. Sus ideas políticas son solo una expresión de este temperamento básico (…). Por el contrario, el trabajo del conservador, escribió William F. Buckley, fundador de la [revista] 'National Review', es ‘plantarse ante la historia y gritar que pare’. Es evidente que eso puede resultar atractivo para una persona que desconfía del cambio, aprecia la tradición y busca el orden". Ese conflicto, por supuesto, no es nuevo, pero ahora vertebra de manera vertiginosa nuestra vida política y convierte en un fetiche acusar al rival —algo que en España utilizan reiteradamente Vox y Podemos— de pretender imponer su modelo por medios ilegales e, incluso, a través de la violencia. Vivimos en mundos paralelos que solo se tocan para insultarse.
La peor consecuencia de la polarización es que, cuando se convierte en el elemento dominante de la política, los gobiernos pueden permitirse no ser eficientes y los partidos ven recompensado su desinterés por la gestión de los problemas reales: si lo que une a tu bloque es su odio al contrario, no hay ningún riesgo, por mal que gobiernes o por vacuo que sea tu programa, de que tus votantes cambien de voto. Los partidos políticos lo saben. Y los más radicales de ambos bandos saben explotarlo mejor que nadie. Por eso siguen esta estrategia que, al parecer, a los ciudadanos tanto les gusta seguir obedientemente. Al menos a los más ruidosos.

                               RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ   Vía EL CONFIDENCIAL

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