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jueves, 25 de junio de 2020

LA POLÍTICA COMO CAMINO

El autor subraya que el populismo ha arraigado por una crisis de credibilidad derivada de un largo lapso de parálisis reformista y de ausencia de discurso nacional, combinadas con la inteligencia práctica del liderazgo populista.

  

Antonio Heredia

El populismo es una carencia afectiva, la voluntad de excluir a una parte de la comunidad de los afectos que el populista dispensa, instrumental a una estrategia de poder y destrucción del sistema de libertades y derechos. Puesto que esto es una elección y no una necesidad, el populismo y su pueblo parcial y excluyente es a priori moralmente inferior al pueblo completo de la nación de ciudadanos abierta a la integración europea y a la cooperación con todos los pueblos de la Tierra y a la promoción de los derechos humanos de alcance universal.
El proceso populista español, a izquierda y a derecha, se atiene a una interpretación falsificada de la Historia, para que en ella puedan encontrarse razones e intenciones de los males que se padecen y para que ese hallazgo provoque un deseo de destrucción. Así ha avanzado la posibilidad de una mayoría social que disputa la hegemonía al discurso que hace de nuestra Transición y de la Constitución el momento fundacional de una auténtica democracia española.
Contra la teoría populista, las identidades no tienen por qué formarse mediante procesos de antagonismo o de oposición. Esto, si acaso, se puede elegir, pero no forma parte de ninguna mecánica psicológica inevitable. Convertir la diferencia en conflicto es algo que se elige, como bien sabe un populismo que a la vez que antagoniza a una parte, reclama el respeto a la diferencia como actitud y valor dentro de la otra. En la experiencia democrática española de los años 70 que culminó en la aprobación de la Constitución de 1978, ser español no es una experiencia construida por oposición ni por conflicto, sino al revés. De hecho, su valor moral es plasmar en una norma jurídica fruto de años de reflexión pública y de décadas de experiencias biográficas, ese hecho fundamental: que ser español no exige enemigos.
La identidad política española que devuelve al país a la modernidad, a la libertad y a la democracia es fruto de un proceso de integración y de concordia. Esa identidad, en pura coherencia con su base moral, establece sus propios cauces de evolución y sus propios mandatos jurídicos para seguir el mismo camino asimilativo y no excluyente: grandes mayorías legislativas y reformistas, apertura al exterior, adhesión a los tratados internacionales que preservan la dignidad y los derechos, europeísmo que en sí mismo constituye también un camino de identificación no dicotomizadora sino asimilativa.
El problema del populismo, pues, no es no poder creerse que realmente la Transición se hiciera mediante ese procedimiento libremente aceptado por todas las partes, ni la sospecha de que en realidad todo fuera una farsa desvelada por la crisis y sus efectos. Su problema es no querer creerse que haya sido así, es desear fijar su afecto en la discordia, la radicalidad y la construcción de discursos antagónicos y atribuirles presunción de "autenticidad", de "valentía" y de "inteligencia fina", que se supone inexistentes en quienes se esforzaron y se esfuerzan por la asimilación, la concordia y, cuando es necesaria, la reconciliación. Aquí, se dice, no hay épica.
El populismo, por definición teórica, impulsa un Gobierno de parte. Pero aprovecha circunstancias objetivas que deben ser abordadas con decisión y con justicia, que no pueden ser oscurecidas o minusvaloradas con la excusa de no dar aire al populismo. El populismo no vive del aire sino de la oscuridad. Se escandaliza del abyecto, repulsivo, execrable pasatiempo de disparar a los retratos, pero comprende, empatiza, contextualiza y ampara el incomparablemente más abyecto, repulsivo y execrable hecho físico de la mano, la pistola y la nuca de verdad. Esto se oscurece, aquello se ilumina.
En España ha aumentado la desigualdad y se ha dañado muy gravemente el compromiso de generar oportunidades y movilidad social. Ha existido una corrupción indigerible incluso por quien menos disposición pueda tener a dar pábulo a lo que se cuenta. Y, sobre todo, se persiste en eludir la tarea de generar un debate público solvente sobre la realidad de lo que tenemos y de lo que debemos, sobre lo que hay y sobre lo que debería haber para que las demandas vivas que lo merecen puedan ser atendidas. Es decir, sobre cómo aumentar nuestro potencial de crecimiento.
Ante estos problemas no se pueden cerrar los ojos, ni buscar en la amenaza populista la coartada para el repliegue falsamente patriótico y unitario. Si la confrontación entre la democracia y el populismo se convierte finalmente en una confrontación basada en el disimulo, el oportunismo y la ignorancia de los muchos problemas auténticos que padece el país, por una parte, y el hablar claro, llamar a las cosas por su nombre y decir las verdades, por otra, esto no irá bien.
El populismo arraiga por una crisis de credibilidad derivada de un largo lapso de parálisis reformista y de ausencia de discurso nacional, combinadas con la inteligencia práctica del liderazgo populista.
La hipótesis populista es que nadie defenderá activa e inteligentemente el sistema, que nadie abordará las reformas culturales y de políticas que urgentemente se precisan, que la corrupción y los intereses de grupo prevalecerán por blindaje ante todo y ante todos, hasta hacerse razonable para una mayoría su sustitución, un cambio de régimen. Debemos comenzar a afirmar un camino que selle que eso no ocurrirá, que habrá una movilización intensa y profunda de un país que desmentirá con sus actos el falso retrato de sombras y miedos que el populismo pretende hacer de él. Que volverá a elegir concordia, no poner sobre la mesa lo inaceptable para el otro; que volverá a elegir reforma.
Pero nada de esto será posible por la mera petición de que los políticos olviden sus diferencias y se pongan de acuerdo. La economía nunca se va a levantar a pesar de la política sino gracias a ella. En España, los políticos deben respetar más a los empresarios, y los empresarios, a los políticos. La convivencia tiene un precio, literalmente. No hay que pedir el eclipse impostado de las diferencias sino su inmersión en la fragua del Parlamento, donde se forja eso que se llama interés general de España y que no existe si no se define ahí.
Las variables políticas no van a desaparecer, al contrario. Si ese es el plan, hay que cambiarlo.

                                                     MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA*  Vía EL MUNDO
*Miguel Ángel Quintanilla es politólogo.

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