La portavoz del Grupo Socialista en el Congreso, Margarita Robles
EFE
El miércoles asistimos a otra inútil sesión
parlamentaria sobre la corrupción; de tanta valía como esas comisiones
de investigación dedicadas, sin rubor, pero con mucho engolamiento, al
arte y ensayo. La única incógnita era el nombre del portavoz socialista.
Esta vez le tocó a una triste Margarita Robles, que pronto quedó en evidencia ante el fácil recurso a la hemeroteca. Podemos, con estudiada coreografía norcoreana, recibió donde más duele: el ninguneo de Pablo Iglesias.
Un partido que ha hecho de su constante presencia mediática la gran
baza para convertirse en la alternativa populista al PP tuvo que sufrir
cuando dejó de ser el centro de atención.
No hubo más, salvo la gran pregunta: ¿A dónde
va esta izquierda? Es cierto que el PP ha ganado las tres últimas
elecciones, pero con una enorme sangría de votos. También es verdad que
su imagen desde 2011 ha ido cayendo por la traición al programa
electoral con el que entonces se presentó y el apocalipsis de corrupción
con el que ha envuelto al país. Los de Rajoy no han sabido remontar la desilusión, ni dar confianza, esperanza o fuerza a sus votantes. La circulación de élites, que diría Pareto,
no existe en el partido a pesar de su urgencia. Es más; entre sus filas
hay la conciencia de que los millones de votos que se han ido no
volverán a corto plazo, que es el único lapso de tiempo que preocupa al
político.
El apoyo hoy al PP es quizá la forma más clara de conservadurismo: mantener el orden constitucional, social y económico, darle a la máquina socialdemócrata,
y sostener la débil muralla que creemos contiene a los independentistas
y a los populistas. Es el mal menor que permite sobrevivir, pero poco
más. “Gobernar es resistir”, que escribió Donoso Cortés, y parece ahora que resistir es apoyar al Gobierno.
Los llamamientos a la regeneración,
en buena medida inspirados por Ciudadanos, desaparecieron. No queda de
aquello ni la intención. Todo se echó a la hoguera de las televisiones y
las elecciones, y no dejaron nada para la realpolitik.
La debilidad del PP y de su apoyo parlamentario es tal, y los peligros
son tantos, que el sistema debería crear una solución democrática para
la continuidad. Así ha ocurrido en Francia: EmmanuelMacron, un bluf salido de la tradicional gauche divine. Aquí, no.
En
España, con un partido de gobierno agotado, la izquierda debería
pergeñar una alternativa poderosa, ilusionante y aglutinante, capaz de
rentabilizar el voto en una sociedad infantilizada y sentimental. Pero
no ocurre por varios motivos. Veamos.
Los
dos partidos de la izquierda han iniciado un giro organizativo acorde
con los tiempos de inestabilidad y alianzas variables. La dirección debe
controlar cada discurso y pacto local, tanto como la composición de las
agrupaciones y los círculos. El motivo es que para que el líder
conserve el poder debe seguir siendo el único proveedor de cargos y
presupuestos, esas “zonas de incertidumbre” que dice Panebianco, que
generan lealtades.
Esto obliga a que Podemos, primero, y luego el PSOE, hayan adoptado un modelo caudillista,
en el que el partido es la realización del proyecto del líder,
presentado como la encarnación de “la gente”, quien asume, por acción,
omisión y devoción, todos los poderes. Es una versión del Führerprinzip del nacionalsocialismo, que fue una copia del liderazgo de Lenin en el bolchevismo.
Podemos, primero, y luego el PSOE, han adoptado un modelo caudillista, en el que el partido es la realización del proyecto del líder
Sánchez e Iglesias se encuentran en un proceso de dominio de sus respectivas estructuras, centrados en no dejar más cadáveres de los necesarios, y en ahormar a los díscolos o a los que se opusieron a su caudillaje. Los ejemplos claros son Page en Castilla-La Mancha –otro que tiene una hemeroteca suculenta-, y la depuración de la dirección errejonista en el País Vasco –una más-, al tiempo que Iglesias asume las funciones del Tribunal de Garantías de Podemos.
Una vez que dejen al PSOE y a Podemos como dos desfiles en el cumpleaños de Kim Jong-un,
pasarán a la guerra entre ambos. Se podrá decir que tienen mucho en
común, como el estilo populista, la definición clara del enemigo a
exterminar de la vida pública, o la sovietización de la Constitución con el concepto amplio de “derechos sociales”.
También comparten la defensa de la plurinacionalidad líquida, en la que no se sabe, a esta hora exacta, cuántas naciones dicen que hay en España. Incluso un socialista habló de Madrid como nación.
Hay quien alega que unos son devotos del multiculturalismo, y otros del
interculturalismo, pero a la postre es lo mismo: la rebaja de la
identidad propia para integrar al otro, eso sí, bien regada de
subvenciones. Comparten el anticapitalismo, la ideología de género, el
ecologismo integrista, el tercermundismo y el antiamericanismo.
Bien.
Es cierto. Pero que nadie se equivoque: lo que más les une es el ansia
de poder, que requiere la hegemonía política dentro de ese mismo
espectro de izquierdas que acabo de describir. Lo lógico, si las
circunstancias fueran normales, es que, tras laminar el propio partido,
se iniciará el enfrentamiento entre ambos, donde los medios de
comunicación afines auparían o derribarían a uno u otro.
Sin embargo, no pasamos por tiempos corrientes, sino de amenazas de golpe de Estado y de terrorismo yihadista. Y es ahí donde el PSOE debe sacar aquello de lo que presume y que le distingue de Podemos: el sentido de Estado, la responsabilidad histórica que asumió en la Transición. Sobre esta característica debería el socialismo español construir esa alternativa democrática, aunque sea a corto plazo.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
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