La patrimonialización de los cargos.
Hugo Alfredo Aguilar Jr
Hay un accidente doméstico bastante frecuente que se produce cuando en
casa quieres alcanzar algún objeto subiéndote en una silla y te caes de
ella. Pero este accidente doméstico, caerse de la silla, me ha
recordado, con una mezcla de nostalgia, media sonrisa y mala conciencia,
las bromas pesadas de mi infancia. Porque creo que, si no todos, casi
todos los niños hemos reído, y sufrido, alguna vez, con la pesada broma
de quitarle a alguien la silla en el momento en el que se va a sentar.
Cuando le apartas la silla a alguien, siempre con la complicidad de
algún compañero, que es quien incita a la víctima a sentarse, y ves como
cae y queda tendido en el suelo, todo lo largo que es, y con lo que
llevaba encima esparcido por el suelo, la diversión para los que la
provocan está garantizada. No hay nada más divertido, para quien lo ve,
que una caída imprevista de otro. Lo llamamos, sin dramatizar, reírse
del mal ajeno. Las risas y carcajadas, ante el ridículo del caído, con
su expresión de sorpresa, de no entender nada, duran varios minutos,
mientras el impávido protagonista se levanta lentamente, recompone su
ropa y recoge sus cosas. Pero cuando la víctima eres tú, cuando la
broma, por llamarla de algún modo, la sufres tú, te das cuenta de la
poca gracia que tiene. Caerte de una silla es algo tan extraño que nunca
piensas que te puede ocurrir, y por eso mismo, si llega a suceder,
cuando alguien te quita la silla y te caes, sientes un cierto odio hacia
quien ha provocado dicha situación.
La expresión “quitar la silla”, o “el sillón”, sigue muy vigente en nuestro vocabulario porque, en nuestra sociedad
Afortunadamente, tales bromas, los adultos las
abandonamos en nuestra adolescencia. Sin embargo, si seguimos utilizando
el símil para analizar determinadas situaciones de nuestro quehacer
diario. La expresión “quitar la silla”, o “el sillón”, sigue muy vigente
en nuestro vocabulario porque, en nuestra sociedad, se ha convertido en
una metáfora que indica que alguien te desplaza del puesto que hasta
ese momento ocupabas. En cualquier orden de tu vida. Ya sea social,
profesional, laboral, etc. Y esa posibilidad, la de que te quiten el
puesto, o la de que tú se lo puedas quitar a alguien, es algo tan real
que nos provoca las mismas sensaciones que, cuando éramos niños nos
causaba el que nos quitaran la silla: inseguridad, angustia,
perplejidad, no entender lo que pasa, etc. Vivimos en una sociedad que
está estructurada de tal modo que, por un lado, todos dependemos de
alguien. Todos, por muy bien situados que podamos encontrarnos en la
estructura social en la que participamos, nos guste, o no nos guste, tenemos a alguien que manda más que nosotros y del que
dependemos, y que nos puede “quitar la silla”. Y, por otro lado, todos
notamos que hay gente detrás que nos empuja, sea cual sea el escalafón
que ocupamos. Nos siguen otros con las mismas, y no negativas,
ambiciones de querer prosperar en su propio proyecto de vida personal,
como hemos podido crecer nosotros. Aspiran, legítimamente, a “quitarnos
la silla”, sin que ello deba ser entendido como una agresión personal
injustificable.
Todos deberíamos saber cuándo es el momento adecuado para “dejar la silla”, y nadie debería pretender ocupar el lugar que aún no le corresponde
Pero, como diría mi sabia abuela, es “ley de
vida”. Por eso vivimos en un grado de tensión y desconfianza que no
tiene que ser, necesariamente, malo. Pero lo qué si es negativo, y
mucho, es que la natural renovación que el transcurso de la vida impone,
se haga utilizando determinadas presiones, malas artes, ocultaciones,
falta de lealtad, difamando o generando artificiales, e injustificadas,
por no ciertas, descalificaciones de otros. Es decir, que te “quiten la
silla” de mala manera, de improviso, y sin entender porqué. Todos
deberíamos saber cuándo es el momento adecuado para “dejar la silla”, y
nadie debería pretender ocupar el lugar que aún no le corresponde. Sería
el único modo de que, todos, estuviéramos tranquilos.
Además
hay que tener también en cuenta lo que yo llamo la asunción de la
interinidad. Aceptar que no podemos patrimonializar la silla. Durante
nuestro “disfrute” de ella, nuestra ocupación de la misma nos confiere
un cierto estatus que favorece tener amigos de coyuntura. Aprovechados
que conscientes de tu posición, y de su propio interés, nos adulan para
tratar de obtener algo de nosotros y de la posición que podamos ocupar.
Esas adulaciones pueden terminar haciéndonos pensar
que la silla es nuestra, que siempre la vamos a tener, olvidándonos que
la mayor parte de las veces somos lo que somos por la silla que
ocupamos. Esos aduladores interesados desaparecen de nuestras vidas en
el mismo momento en el que nos bajamos, voluntariamente, o no, de la
silla. Sea porque hemos decidido cambiar o porque alguien nos la ha
retirado un día, que como los anteriores, pretendíamos sentarnos en
ella. Necio aquél que no sea consciente de ello. Es cuando descubrimos
la diferencia entre los amigos de verdad y los de “conveniencia”, la
suya. Y es entonces cuando se es consciente de la calidad de los amigos.
De los que puedes acudir a ellos por cualquier circunstancia. Porque
les, o, te necesiten. Estarán y estarás. Ya nos son tantos cómo creías
tener sentado en lo alto y poderoso de la silla. Lo decía, con la ironía
y gracia de buen gallego que era, el ex ministro Pío Cabanillas
Gallas: "Lo primero que pasa cuando te cesan es que ya no suena tu teléfono".
En definitiva cuidemos la silla pero no la patrimonialicemos. No es nuestra y otros querrán heredarla. No nos apeguemos a ella.
VICENTE BENEDITO FRANCÉS Vía VOZ PÓPULI
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