«La guerra está aquí. Y va a quedarse. Es una guerra de la
cual Europa puede salir destruida, si no se dota de un ejército y una
inteligencia eficaces. Es lo que toca ahora. Planificarla en serio. O
aceptar la derrota. Y no llorarla. Un hombre llora a puerta cerrada y
con el cerrojo puesto. Luego decide: lucha o muere."
Un hombre llora a puerta cerrada y con el cerrojo puesto. Y habla,
ante los demás, tan sólo de lo grave, de aquello en lo cual la muerte
–que es lo único grave– se dirime. Y lo hace con contención medida. Ante
el absoluto al cual llamamos muerte, no es digna la retórica. De ningún
tipo. Y el grito reviste siempre una autocomplacencia obscena.
Un hombre busca entender: conocer por qué tortuosos caminos llegó
hasta él lo más terrible. Y toda su apuesta de hombre libre cabe en eso:
no lamentarse. Por más que duela. Ni maldecir. Ni detestar siquiera. Un
hombre cabe en la apuesta de dar fría batalla a las fuerzas más
sombrías, sin perder un átomo de su luz racional. Porque sólo esa luz va
a permitirle no ser derrotado.
Un hombre traza, en el tenebroso laberinto de las huellas, los
vectores que forman el teorema asesino que hizo trizas su vida, sus
sueños, las vidas y los sueños de los suyos. Y da cuenta glacial de esa
lógica. Porque hay en el horror una lógica tan blindada como en la
inteligencia o la alegría. Y casi nunca el malvado es tan sólo un
perfecto imbécil. Las lógicas del mal son implacables y deben ser
expuestas con el mismo primor con que un oncólogo dibuja el cuadro
genético de un cáncer.
En frío, pues. Conviene hablar en frío y comedidamente del golpe que
recibió España en Barcelona y Cambrils, la semana pasada. Tomar en serio
la reivindicación de Daesh. Entender a qué enemigo nos enfrentamos. Y
con qué medios. Y saber bajo qué condiciones ganaremos y bajo cuáles
estaremos condenados a una derrota similar a la de aquel 11 de marzo que
hundió el proyecto de modernidad española.
En frío, conviene hablar en frío, porque también de lo trágico común
se debe escribir con el mayor sosiego. Y con el mayor rigor. Sobre todo,
de lo trágico común. El sosiego riguroso es el lenguaje trágico. Paul
Valéry lo fija en un axioma acerado acerca de las tragedias de Jean
Racine: «en las más altas conmociones, respetar los subjuntivos». La
emoción no exime de la lógica; la exige.
Respetemos los «subjuntivos»
racinianos. Los cual, en el lenguaje del analista político, significa
respetar la exposición clara de las determinaciones que confluyen en ese día de agosto en el cual un puñado de soldados
de Alá –no un puñado de locos, ni siquiera de canallas, un puñado de
soldados de Alá– consuma el mandato, que sus miembros han leído en el
Corán, de matar a todo aquel que se empecine en negar la verdad única
del Libro dictado al profeta por Alá. Ese libro de páginas de oro que,
desde toda la eternidad, existe a la vera del Grande y Magnánimo, como
atributo suyo.
La sentimentalización nos envilece. Siempre. Da igual que el grito
sentimental sea buenista y positivo (el refugees welcome de esa inepta
Carmena que llamaba a «empatizar» con Daesh tras los asesinatos de
París, ¿llamará ahora a lo mismo?) o de bárbara exclusión fóbica (las
voces irracionales que claman por hacer tabla rasa de los musulmanes).
De nada sirven, en política, ni angelismos ni demonizaciones. A no ser
de acicate para empujarnos al abismo. En esa medida exacta, todo
sentimentalismo nos envilece, nos hace irracionales, estúpidos. Y
vulnerables, por tanto. Envilece la verdad primordial de ese dolor sin
palabras de lo trágico. Escribía el gran Luis Cernuda que, al igual que
el amor, «debe el dolor ser mudo».
La retórica afectiva envilece, sobre todo, la más alta virtud de un
hombre: la de entender lo que le ha sucedido. Y afrontarlo y combatirlo.
Sin miedo. Y sin esperanza. Con lógica sólo. Ante lo trágico, no hay
otra dignidad que no sea el cruel abrir los ojos a una búsqueda de la
verdad que sólo nace del rigor. Sin una concesión. Sin una complacencia.
Estamos en guerra. Hablemos de esa guerra. Planifiquemos ganarla. O
aceptemos ser destruidos.
En enero de 2009 George Bush cerraba su mandato. La presencia militar
americana garantizaba la pacificación del territorio iraquí. No eran
necesarias virtudes proféticas para saber lo que sucedería si esas
tropas eran retiradas. Estallaría una guerra que se extendería a todos
los territorios colindantes. Fue lo que hizo Barak Obama, responsable
último de lo que vino luego. Daesh se instaló en la zona abandonada por
los americanos. Había aprendido de la derrota de Bin Laden. No basta una
estructura de terror difusa. Para que ésta funcione, se requiere el
soporte logístico de un Estado clásico, o de algo que germinalmente lo sea.
Fue lo que Al-Bagdadi proclamó desde Mosul. Dando origen a la guerra
de exterminio más salvaje del siglo XXI. Hoy, Al-Bagdadi parece haber
muerto, Mosul cayó, Raqqa está en trance de caer. El suelo del Estado
Islámico se volatiliza. Y no queda más territorio sobre el que continuar
la lucha que el de una Europa a la cual han afluido parte de los
yihadistas que salvaron la vida. Empieza la segunda fase de la guerra.
El territorio de Yihad no está ya al otro lado del estrecho. Está en un
continente europeo que carece de un ejército común que merezca tal
nombre.
Los yihadistas asientan su legitimidad simbólica en dos pilares. El
primero, la numerosa población musulmana en Europa. El segundo, el
carácter intemporalmente musulmán de ciertos territorios. España, sobre
todo. Porque, conforme a la doctrina del Waqf, aquello que Alá entregó
al islam una vez, lo entregó para la eternidad toda. Los yihadistas
buscan apoderarse de Europa y recuperar su legítima propiedad en España.
Es una diferencia relevante.
La guerra está aquí. Y va a quedarse. Es una guerra de la cual Europa
puede salir destruida, si no se dota de un ejército y una inteligencia
eficaces. Es lo que toca ahora. Planificarla en serio. O aceptar la
derrota. Y no llorarla. Un hombre llora a puerta cerrada y con el
cerrojo puesto. Luego decide: lucha o muere.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC 28/8/2017
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