Fue real y no ficción, aunque no llegase a las grandes audiencias. Pasó hace semanas
No puede contarse como el comienzo de una novela distópica, tampoco
como el primer capítulo de una serie sobre espejos negros. Fue real y no
ficción, aunque no llegase a las grandes audiencias. Pasó hace semanas. Un grupo de seres humanos tuvo que tomar una decisión que afecta a la naturaleza misma de nuestra propia civilización.
El programa de inteligencia artificial de Facebook acababa de dar, por sí mismo, un salto evolutivo: dejaba de funcionar en inglés y creaba su propio lenguaje. Desarrollaba palabras nuevas, más eficientes para comunicarse con otras máquinas. Palabras desconocidas para nuestra especie, para nosotros que tuvimos que atravesar muchos siglos antes de empezar a compartir un código común.
En Facebook decidieron apagar el programa. Desconectarlo. Seguramente, fueron conscientes del volumen de implicaciones que conllevaba el accidente. Peligro. Probablemente, tuvieron en cuenta la velocidad de procesado y aprendizaje que ya tiene el sistema. La rapidez.
Mientras esto ocurría, millones de personas en los cinco continentes publicaban mensajes, compartían información y subían imágenes a la primera red social global. Un día más. Otra fecha para el narcisismo, el cotilleo y la mentira de la gratuidad. Otra oportunidad para que cada uno regale los datos de su vida a cambio de ver la vida virtual de los demás. El sistema aprende con lo que hacemos todos.
Aprende porque nos ve mejor que nuestra propia sombra. Sabe donde estamos y donde vamos, conoce las citas de nuestro calendario, lo que decimos y en lo que trabajamos. Puede vernos y escucharnos porque cada noche alimentamos al lado de la cama sus ojos y sus oídos. Porque cada mañana salimos de casa cargados con ese dispositivo inteligente al que recurrimos más de 200 veces por jornada.
Vivimos monitorizados y nos gusta. Nos gusta la satisfacción inmediata que nos reporta. Nos gusta el soma digitalizado. Orwell y Huxley quedaron superados.
El sistema aprende porque nos recuerda mejor que la memoria cerebral. Aquella promesa de amor ilícito fue formulada por un regalo privado. Era un secreto que quizá hayas olvidado. Pero tu palabra permanece almacenada en algún servidor. Nada tuyo ha sido borrado. La intimidad personal, todas las conversaciones y todas elecciones tomadas, caben en unos cuantos gigas de información que gestionados convierten la conducta individual en un trazo comprensible y previsible.
Vivimos con el pasado hipotecado y no nos preocupa. Nos despreocupa que Borges quede rebasado, que Funes el memorioso sea global sin ser humano. Nos despreocupa la terrible posibilidad de que alguien o algo pueda conocer nuestro recorrido mejor que nosotros mismos. Y manipularlo.
Pero tu palabra permanece almacenada en algún servidor. Nada tuyo ha sido borrado
El sistema aprende porque nos monitoriza y nos recuerda, pero… ¿Cuánto falta para que pueda enseñarnos? Enseñarnos no lo que buscamos sino lo que tenemos que encontrar. No el cine donde podemos ver la película que nos interesa, sino la historia que debemos digerir. No la información que importa, sino el voto necesario.
¿En qué punto estamos? Hoy la publicidad digital se segmenta, se dirige a los grupos sociales en función de cruces de datos. El historial ya determina los anuncios que vemos mientras navegamos. No creo que falten muchos años para que el marketing pueda estar completamente individualizado, diseñado específicamente para cada uno de nosotros. Cabe preguntarse si para entonces estaremos ya desarmados ante la tentación de lo irresistible, si nuestra libertad de elección al consumir tiene ya marcada una fecha de caducidad.
Puede que el comercio no sea lo más inquietante. Algunas de las actividades que más definen a la humanidad no parecen estar a salvo. La música, sin ir más lejos, que nos acompaña desde nuestros albores, está dejando de ser una actividad exclusiva de nuestra especie. Hoy ya puede predecirse si una canción tendrá éxito a través de logaritmos. Estamos muy cerca de que el placer que nos causa una melodía –o cualquier otra expresión cultural- pueda tener un origen sin vida. Da miedo plantearse qué puede ocurrir si el objetivo deseado fuese distinto. El sonido de un dolor inolvidable. Las notas de un sufrimiento irreparable.
Lo mismo puede decirse respecto a la democracia que es el método político con el que hemos decidido habitar la sociedad que compartimos. Ya debe ser ridículamente breve el tiempo necesario para elaborar el perfil político de cualquiera a partir de su información disponible en la red. Basta con aislar los medios de comunicación y los líderes seguidos, los asuntos compartidos, las cuestiones que más nos preocupan. Delimitar la ubicación de cada burbuja y enviar la dosis precisa a cada punto.
¿Seguirá habiendo campañas electorales? ¿Quién tendrá más poder sobre la decisión de voto?
Estamos monitorizados, somos cada vez más previsibles y podemos ser condicionados a través de la información que recibimos. Ese triángulo da el esquema del control social en alta definición.
¿Cuánto puede quedar de libertad política? ¿Seguirá habiendo campañas electorales? ¿Quién tendrá más poder sobre la decisión de voto? ¿El ciudadano, quien se presente a unas elecciones, quien pueda comprar los datos, el CEO de la compañía capaz de venderlos, o la inteligencia artificial que procese toda la información y llegue a sus propias conclusiones utilizando un lenguaje distinto al nuestro?
Durante toda la historia, los seres humanos hemos ido legislando a posteriori. Los cambios económicos y sociales han ido modificando nuestras normas, el derecho. La revolución industrial comenzó a acelerar la velocidad de los acontecimientos. La política actual ya tiene graves dificultades para digerir el ritmo y la envergadura de las transformaciones de esta época. La inteligencia artificial nos sitúa ante un escenario bastante más complejo que el abierto por la máquina de vapor. Quizá un cambio de era para el que podríamos no estar preparados..
Creo que Elon Musk tiene razón, parece haber llegado el tiempo de legislar a priori. Estamos entrando en un terreno de juego que no tiene los límites ni las reglas marcadas. La oportunidad de progreso es grande, también el riesgo. Y para ninguna de las dos cosas conviene llegar tarde. Kubrick.
PABLO POMBO Vía EL CONFIDENCIAL
El programa de inteligencia artificial de Facebook acababa de dar, por sí mismo, un salto evolutivo: dejaba de funcionar en inglés y creaba su propio lenguaje. Desarrollaba palabras nuevas, más eficientes para comunicarse con otras máquinas. Palabras desconocidas para nuestra especie, para nosotros que tuvimos que atravesar muchos siglos antes de empezar a compartir un código común.
En Facebook decidieron apagar el programa. Desconectarlo. Seguramente, fueron conscientes del volumen de implicaciones que conllevaba el accidente. Peligro. Probablemente, tuvieron en cuenta la velocidad de procesado y aprendizaje que ya tiene el sistema. La rapidez.
WhatsApp deja de compartir datos con Facebook tras la avalancha de quejas
Mientras esto ocurría, millones de personas en los cinco continentes publicaban mensajes, compartían información y subían imágenes a la primera red social global. Un día más. Otra fecha para el narcisismo, el cotilleo y la mentira de la gratuidad. Otra oportunidad para que cada uno regale los datos de su vida a cambio de ver la vida virtual de los demás. El sistema aprende con lo que hacemos todos.
Aprende porque nos ve mejor que nuestra propia sombra. Sabe donde estamos y donde vamos, conoce las citas de nuestro calendario, lo que decimos y en lo que trabajamos. Puede vernos y escucharnos porque cada noche alimentamos al lado de la cama sus ojos y sus oídos. Porque cada mañana salimos de casa cargados con ese dispositivo inteligente al que recurrimos más de 200 veces por jornada.
Vivimos monitorizados y nos gusta. Nos gusta la satisfacción inmediata que nos reporta. Nos gusta el soma digitalizado. Orwell y Huxley quedaron superados.
El sistema aprende porque nos recuerda mejor que la memoria cerebral. Aquella promesa de amor ilícito fue formulada por un regalo privado. Era un secreto que quizá hayas olvidado. Pero tu palabra permanece almacenada en algún servidor. Nada tuyo ha sido borrado. La intimidad personal, todas las conversaciones y todas elecciones tomadas, caben en unos cuantos gigas de información que gestionados convierten la conducta individual en un trazo comprensible y previsible.
Vivimos con el pasado hipotecado y no nos preocupa. Nos despreocupa que Borges quede rebasado, que Funes el memorioso sea global sin ser humano. Nos despreocupa la terrible posibilidad de que alguien o algo pueda conocer nuestro recorrido mejor que nosotros mismos. Y manipularlo.
Pero tu palabra permanece almacenada en algún servidor. Nada tuyo ha sido borrado
El sistema aprende porque nos monitoriza y nos recuerda, pero… ¿Cuánto falta para que pueda enseñarnos? Enseñarnos no lo que buscamos sino lo que tenemos que encontrar. No el cine donde podemos ver la película que nos interesa, sino la historia que debemos digerir. No la información que importa, sino el voto necesario.
¿En qué punto estamos? Hoy la publicidad digital se segmenta, se dirige a los grupos sociales en función de cruces de datos. El historial ya determina los anuncios que vemos mientras navegamos. No creo que falten muchos años para que el marketing pueda estar completamente individualizado, diseñado específicamente para cada uno de nosotros. Cabe preguntarse si para entonces estaremos ya desarmados ante la tentación de lo irresistible, si nuestra libertad de elección al consumir tiene ya marcada una fecha de caducidad.
Puede que el comercio no sea lo más inquietante. Algunas de las actividades que más definen a la humanidad no parecen estar a salvo. La música, sin ir más lejos, que nos acompaña desde nuestros albores, está dejando de ser una actividad exclusiva de nuestra especie. Hoy ya puede predecirse si una canción tendrá éxito a través de logaritmos. Estamos muy cerca de que el placer que nos causa una melodía –o cualquier otra expresión cultural- pueda tener un origen sin vida. Da miedo plantearse qué puede ocurrir si el objetivo deseado fuese distinto. El sonido de un dolor inolvidable. Las notas de un sufrimiento irreparable.
Lo mismo puede decirse respecto a la democracia que es el método político con el que hemos decidido habitar la sociedad que compartimos. Ya debe ser ridículamente breve el tiempo necesario para elaborar el perfil político de cualquiera a partir de su información disponible en la red. Basta con aislar los medios de comunicación y los líderes seguidos, los asuntos compartidos, las cuestiones que más nos preocupan. Delimitar la ubicación de cada burbuja y enviar la dosis precisa a cada punto.
¿Seguirá habiendo campañas electorales? ¿Quién tendrá más poder sobre la decisión de voto?
Estamos monitorizados, somos cada vez más previsibles y podemos ser condicionados a través de la información que recibimos. Ese triángulo da el esquema del control social en alta definición.
¿Cuánto puede quedar de libertad política? ¿Seguirá habiendo campañas electorales? ¿Quién tendrá más poder sobre la decisión de voto? ¿El ciudadano, quien se presente a unas elecciones, quien pueda comprar los datos, el CEO de la compañía capaz de venderlos, o la inteligencia artificial que procese toda la información y llegue a sus propias conclusiones utilizando un lenguaje distinto al nuestro?
Durante toda la historia, los seres humanos hemos ido legislando a posteriori. Los cambios económicos y sociales han ido modificando nuestras normas, el derecho. La revolución industrial comenzó a acelerar la velocidad de los acontecimientos. La política actual ya tiene graves dificultades para digerir el ritmo y la envergadura de las transformaciones de esta época. La inteligencia artificial nos sitúa ante un escenario bastante más complejo que el abierto por la máquina de vapor. Quizá un cambio de era para el que podríamos no estar preparados..
Creo que Elon Musk tiene razón, parece haber llegado el tiempo de legislar a priori. Estamos entrando en un terreno de juego que no tiene los límites ni las reglas marcadas. La oportunidad de progreso es grande, también el riesgo. Y para ninguna de las dos cosas conviene llegar tarde. Kubrick.
PABLO POMBO Vía EL CONFIDENCIAL
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