"Si los padres piensan que tener fe es algo bueno, es indudable que tienen el deber de transmitírsela a sus hijos, quienes en el bautismo reciben la fe en conexión con sus mayores, incorporándose así a la Iglesia de Cristo."
Pedro Trevijano
El bautismo es uno de los siete
sacramentos de la Iglesia, que lo practica desde sus orígenes. El mismo
día de Pentecostés, Pedro insiste en la necesidad de bautizarse “en el
nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38).
Como es lógico, en la primitiva Iglesia eran los adultos los destinatarios de la predicación de los apóstoles y predicadores cristianos, y eran ellos los que recibían el bautismo. Al bautismo debía preceder la fe, siendo para creer necesaria la conversión, es decir el cambio de mentalidad que lleva consigo un cambio de conducta, tal como ya exigía San Juan Bautista: “El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15).
Esta conversión significa un dejarse llenar de Cristo, es decir, un dejarse iluminar por la fe en la manera de pensar, querer y reaccionar, con un proceso que normalmente requiere tiempo. Así lo comprendió la Iglesia primitiva, que estableció el catecumenado, período de instrucción y sobre todo espacio de tiempo que permitía la maduración en la fe.
Pero se sabe que ya en la Iglesia del Nuevo Testamento y en la del siglo II se practicó en algunos casos el bautismo de los niños. Pero fue en los siglos IV y V cuando empezó a decaer la institución del catecumenado, porque el bautizar a los niños empezó a ser lo normal. Lo que había sido una Iglesia en la que se entraba libre y conscientemente, se había convertido en la Iglesia en la que uno venía al mundo.
Hoy lo más corriente es que el bautismo sea administrado a niños que todavía no han alcanzado el uso de la razón. Pero muchos se preguntan si hay que bautizar a los niños o conviene que ellos tengan edad para decidir.
La responsabilidad moral de bautizar o no a los niños corresponde a los padres. En efecto, a ellos pertenece “el derecho a determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, de acuerdo con su propia convicción religiosa” (Concilio Vaticano II, declaración Dignitatis Humanae, nº 5). Si los padres piensan que tener fe es algo bueno, es indudable que tienen el deber de transmitírsela a sus hijos, quienes en el bautismo reciben la fe en conexión con sus mayores, incorporándose así a la Iglesia de Cristo, del mismo modo que reciben una serie de bienes y son colocados en unas circunstancias que los niños no han elegido. En cambio si los padres no tienen fe, si piensan que la fe es algo inútil o perjudicial, está claro que no tienen por qué transmitir la fe a sus hijos, o proceder a su bautizo, e incluso casarse por la Iglesia, y por ello la Iglesia considera nulo el matrimonio realizado sin intención de bautizar a los hijos.
Como es lógico, en la primitiva Iglesia eran los adultos los destinatarios de la predicación de los apóstoles y predicadores cristianos, y eran ellos los que recibían el bautismo. Al bautismo debía preceder la fe, siendo para creer necesaria la conversión, es decir el cambio de mentalidad que lleva consigo un cambio de conducta, tal como ya exigía San Juan Bautista: “El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15).
Esta conversión significa un dejarse llenar de Cristo, es decir, un dejarse iluminar por la fe en la manera de pensar, querer y reaccionar, con un proceso que normalmente requiere tiempo. Así lo comprendió la Iglesia primitiva, que estableció el catecumenado, período de instrucción y sobre todo espacio de tiempo que permitía la maduración en la fe.
Pero se sabe que ya en la Iglesia del Nuevo Testamento y en la del siglo II se practicó en algunos casos el bautismo de los niños. Pero fue en los siglos IV y V cuando empezó a decaer la institución del catecumenado, porque el bautizar a los niños empezó a ser lo normal. Lo que había sido una Iglesia en la que se entraba libre y conscientemente, se había convertido en la Iglesia en la que uno venía al mundo.
Hoy lo más corriente es que el bautismo sea administrado a niños que todavía no han alcanzado el uso de la razón. Pero muchos se preguntan si hay que bautizar a los niños o conviene que ellos tengan edad para decidir.
La responsabilidad moral de bautizar o no a los niños corresponde a los padres. En efecto, a ellos pertenece “el derecho a determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, de acuerdo con su propia convicción religiosa” (Concilio Vaticano II, declaración Dignitatis Humanae, nº 5). Si los padres piensan que tener fe es algo bueno, es indudable que tienen el deber de transmitírsela a sus hijos, quienes en el bautismo reciben la fe en conexión con sus mayores, incorporándose así a la Iglesia de Cristo, del mismo modo que reciben una serie de bienes y son colocados en unas circunstancias que los niños no han elegido. En cambio si los padres no tienen fe, si piensan que la fe es algo inútil o perjudicial, está claro que no tienen por qué transmitir la fe a sus hijos, o proceder a su bautizo, e incluso casarse por la Iglesia, y por ello la Iglesia considera nulo el matrimonio realizado sin intención de bautizar a los hijos.
Los padres creyentes contraen el compromiso y tienen por tanto la obligación de bautizar y educar en la fe a sus hijos porque tienen la doble responsabilidad de: a) colocar a sus hijos en las condiciones que mejor posibiliten su desarrollo personal; b) ir iniciándoles progresivamente en el uso de la libertad para que puedan ir decidiendo por sí mismos sobre su propio destino en la vida. Para actuar así tienen dos motivos: 1) porque piensan que tener fe es bueno y no deben por tanto privar de ella a sus hijos; 2) por respeto a la libertad religiosa de sus hijos.
Con respecto a los niños que mueren sin bautizar el Catecismo de la Iglesia nos dice: “1261. En cuanto a los niños muertos sin bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cf 1 Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: "Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis" (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo bautismo”.
“1283. En cuanto a los niños muertos sin
bautismo, la liturgia de la Iglesia nos invita a tener confianza en la
misericordia divina y a orar por su salvación”.
PEDRO TREVIJANO RELIGIÓN en LIBERTAD
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