“Lo que es exagerado es insignificante”, dijo
Talleyrand. Pero este político que lo fue todo, este diplomático que lo
vio todo, pertenece a una época en que la pasión revolucionaria o la
contrarrevolucionaria fueron emociones manifestadas con un claro
sentido de la historia.
La moderación en el
gesto y el control de las formas podían reclamarse a quienes tenían un
gran proyecto de nación y también una idea precisa de los nutrientes
ideológicos de su civilización. Con sus errores y aciertos, sabían que
alzar un mundo nuevo sin estos recursos era edificarlo con material
inservible y sobre tierra inútil. Para ellos, el exceso del lenguaje o
la inflamación de los modales enmascaraban la flaqueza de argumentos, a
la que se pretendía esconder con el aspaviento.
Eran individuos tocados por la grandeza, que trajeron los beneficios del liberalismo y el progreso de la modernidad, sin dejar
nunca de verlos como resultado del único espacio cultural, de la única
tradición de valores humanistas en los que la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano pudo haberse redactado.
Talleyrand, protagonista de un tiempo de líderes, solo aceptados cuando
certificaron años de estudio y altas cotas de ciudadanía, no conoció Podemos, ni
el grupo que se ha hecho con el gobierno de Madrid, ni a quienes llegan en marea
o acuden en tropel a ocupar sus escaños en los órganos de la soberanía nacional.
Talleyrand nunca habría dicho que, en este caso, lo exagerado es insignificante.
Porque el estilo se ha hecho carne electa y habita entre nosotros. Porque la
estética se afirma como el contenido de su moral. Porque la provocación les
parece más importante que el argumento. Y porque, sobre todo, cancelar la
historia les parece mucho más interesante que mantenerla en
marcha.
En estos días, se ha dictado sentencia contra una líder
de las llamadas fuerzas emergentes. Los actos por los que fue acusada, más allá
de su arrepentimiento y sus intenciones declaradas, más allá de los atenuantes
esgrimidos, tienen la envergadura de un síntoma de nuestro tiempo. Solo la
casualidad ha hecho que la sentencia haya llegado cuando los cristianos
conmemoramos unos hechos cruciales para nuestra fe e imprescindibles en
nuestro acervo cultural. Pero que sea casual no me impide enlazar ambas
cuestiones en lo que deseo argumentar como un acto de legítima defensa.
Demasiado silencio ha habido ya, entre intelectuales que se llaman defensores de
la libertad y políticos que se consideran inspirados en los valores del
humanismo cristiano. La pasividad ante los atropellos acabará confundiéndose con
la delgadez de convicciones más que con el rigor pacífico y la voluntad de
concordia que alienta esta callada resignación.
Seamos
pacíficos y seamos prudentes. Pero seamos defensores de algo que parece haber
caído en estado de orfandad. Es hora de poner la voz al servicio de algunas
cosas esenciales. Entre ellas se encuentra el escándalo ante la blasfemia, que
nada tiene de gracioso ni de gratuito, sino que procede de la voluntad de lanzar
un mensaje explícito sobre la ruptura con referentes culturales, propuestos
como desahuciados.
Entre ellas se encuentra, desde luego, la necesaria
reivindicación de Jesús, tal y como fue su fecunda existencia en la Tierra y su
eterna vigencia en nuestra vida. Un Jesús suficiente en su ánimo liberador, un
Jesús perfecto en su demanda de igualdad de los seres humanos, un Jesús completo
en su definición del hombre universal.
Salgamos los cristianos
al paso de esta inquietante situación, en la que ningún otro lugar de culto es
asaltado, ni ninguna otra confesión cuestionada, en que no hay burla ni
agresión contra ningún otro símbolo religioso de los muchos que se enarbolan en
nuestra España cosmopolita. ¿Será porque quienes pasean su anacrónico
anticlericalismo frente al catolicismo estiman que esas otras creencias tienen
costumbres y leyes que se ajustan mejor a la libertad y dignidad de los hombres
y mujeres de España?
Fruto de una curiosa evaluación religiosa, los católicos,
merecedores de escarnio, aparecemos como los únicos en no superar las pruebas
de tolerancia, respeto a la laicidad y adecuación de los propios valores a las
exigencias de una sociedad democrática. El asunto va algo más lejos. Quienes,
apoyando a la concejala sometida a juicio, afirman que aquí nadie quiere ofender
los sentimientos religiosos, dicen la verdad. Claro que no desean impugnar el
hecho religioso.
El delirio del relativismo, disfrazado de cordial mestizaje e
ingenua multiculturalidad, no desea enfrentarse a las creencias religiosas en sí
mismas. Lo que quiere es hacer polvo la identidad cristiana de nuestros valores,
la fibra católica de nuestra moral, la huella indeleble que la herencia de Jesús
ha ido anotando en el extraordinario libro de Occidente.
El
testimonio de nuestra fe no es defensa de privilegios ni debate institucional.
Es custodia de un mensaje de liberación que nació con la llegada de Jesús, esa
fractura decisiva en la historia del mundo y arranque de nuestra era. Desde
entonces, cada hombre se afirmó como criatura libre, igual a sus hermanos,
universal en su proyección, sujeto de trascendencia y plenamente responsable de
su existencia.
Durante siglos, esta fe ha contenido un tesoro inigualable de
integridad, soberanía, de libertad esencial: la condición humana refundada por
Cristo. Esto es lo que ha proporcionado a Occidente su universalidad. Eso es lo
que le ha dado continuidad histórica y coherencia moral. Porque permitió
integrar lo mejor de la cultura clásica en tiempos medievales, eliminando la
esclavitud. Protegió la centralidad del hombre, custodiada en siglos de
inseguridad y exhibida como triunfo de la tradición en los años del Renacimiento
y la Ilustración.
El cristianismo ha hecho del creyente un ser
fiel a su razón, alejado de la servidumbre de un alma inerte o de la resignación
de un hombre aterrado por la divinidad. No hubo obra artística, fantasía de la
imaginación o festín de la belleza que no se inspirara en los valores de nuestra
religión. No hubo tampoco - y en ello habrá que poner especial énfasis -
declaración de derechos, exigencia de respeto a la dignidad humana o apelación
a la fraternidad, que no tuvieran su origen en la tradición cristiana.
A
quienes levantaron banderas de emancipación solo se les ocurrió hacerlo porque
su vida había estado impregnada de una atmósfera de valores superiores y de
crítica a la injusticia. En cada reivindicación se manifestó siempre la
adaptación de los principios cristianos a la realidad del mundo. En cada gesto
para liberar al hombre de los tiranos, en cada voz de escándalo y grito de
protesta por el sufrimiento de nuestros hermanos, escucharemos siempre el nombre
de Jesús.
Esto no es un ataque al cristianismo solamente. Es
una causa general contra una herencia de cultura y moralidad. Tiene la
envergadura de un auto de fe, de un siniestro proceso carente de garantías para
el acusado. Lo que podríamos tomar como exageración o desliz es, en realidad, el
fondo del asunto. La exageración tiene significado: la quiebra de un humanismo
que dota de sentido a una larga estela ética de civilización. A la sustancia de
lo que hemos sido durante dos mil años. A todo lo que hemos conseguido aprender,
a todo lo que hemos llegado a enseñar, en un viaje cultural de veinte siglos.
FERNANDO Gª DE CORTÁZAR Vía ABC
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