La mayoría de los males que afectan a las democracias contemporáneas tienen una causa relativamente fácil de identificar, a saber, que los Gobiernos no vacilan a la hora de engañar a los ciudadanos. Por eso los Estados necesitan un aparato de información (de propaganda) gigantesco, se niegan a soltar el control de las televisiones, o se proveen de agencias, más o menos opacas, capaces de suministrar información comprometida sobre la más cumplidora y decente persona que quepa imaginar. Es explicable que eso ocurra así por la dinámica de crecimiento de las administraciones públicas, una curva exponencial desde mediados del siglo pasado, tras una lenta, pero continua línea de crecimiento desde los orígenes mismos del Estado moderno, y es indiferente a estos efectos, en qué lugar del mundo nos fijemos, aunque persista una diferencia relativamente favorable en el caso de las democracias anglosajonas.
La democracia del 78 representa un caso extremo de inflación administrativa galopante
España, un caso extremo
La democracia del 78 representa un caso extremo de inflación administrativa galopante, como cabía esperar dada la decisión de ampliar las instancias de poder político mediante la creación de diecisiete mini-estados, con sus parlamentos, sus leyes, sus Gobiernos y sus policías, unos estadillos que no pararán hasta poder disponer de sus jueces, para que nadie pueda interferir en sus designios soberanos. Ahora, siempre un poco tarde, Montoro ha descubierto que el sistema autonómico ha sido un fracaso, son palabras de alguien que se sabe fuera de cuadro, pero no nos invita a pensar en cuál es la razón de ese fiasco, más allá de la mera constatación. En nuestro caso, los llamados partidos nacionales, debieran haber sabido parar los pies a los nuevos líderes territoriales, pero una manera mafiosa de entender el poder político ha impedido que ese fuera el camino para lograr una cierta racionalidad y, como es lógico, el disparate ha alcanzado su grado máximo: cada vez más gobernantes, cada vez más momios a disposición de los suyos, y cada vez más déficit y más deuda, sin que nadie advierta de que tal vez, además de que no será justo, llegue un momento en que resulte absolutamente imposible asumir los costes de una deuda tan brutal como insolidaria y nos veamos envueltos en un proceso de quiebra de consecuencias incontrolables.
La causa de la causa
La raíz del engaño es muy simple, el uso y el abuso de los buenos sentimientos de la mayoría. Si se habla de poner coto al gasto público enseguida aparecen los que nos dicen, en el PSOE y en el PP, no digamos en las nuevas izquierdas, que no se puede recortar ni la educación ni la sanidad, y el mismo argumentos se emplea cuando cualquiera insinúe, simplemente, que convendría discutir la manera en la que se gasta el dinero de todos en negocios de los que no costa fehacientemente ni la eficacia ni la eficiencia. Me parece que el hecho de que los españoles desconozcan, en general, el destino de los dineros que se gastan nuestros políticos no ayuda nada a mejorar su rentabilidad, ni sirve para evitar que se destinen cantidades gigantescas de fondos públicos a beneficios perfectamente privados, a algo que está en la base de cualquier corrupción, la deslealtad de los que mandan con los que pagamos religiosamente, y no sin dolores, nuestros impuestos.
Un periodismo perfectamente mimetizado con este ambiente moral no fija su atención en esta clase de cosas y, al final, la ignorancia promueve abusos mayores, y la demagogia condena a cualquiera que pretenda mayor claridad en esta clase de asuntos. Por eso el Gobierno ha podido ocultar el tamaño del déficit corriente sin mayores dificultades, y se ha permitido el lujo de seguir hablando de una política económica responsable y eficaz.
Los Gobiernos se las arreglan para mantener el mito de que los muy ricos deben de pagar lo mucho que se gastan en los más pobres, cuando la realidad es más bien la contraria
Organismos que crecen sin que nadie se entere
Entre 2011 y 2013 el conjunto de las universidades públicas españolas pasaron de tener unos 100.000 empleados de todo tipo, con predominio de los burócratas sobre los profesores y los investigadores, que se han visto convertidos en empleados de gerentes y gestores, a tener casi un cincuenta por ciento más, unos 148.000. Cualquiera pensaría que ese incremento brutal del personal universitario se habría de traducir en una mejora nada menor del nivel de calidad de las universidades, pero ningún dato acredita esa clase de cambios. Es verdad que, según informa el Ministerio de Hacienda, esos 50.000 nuevos empleos universitarios, no se produjeron en ese año, sino que afloraron en tal fecha, porque Hacienda decidió poner un poco de orden en la selva de empleos académicos y para-académicos, pero eso sirve para probar que Hacienda desconoce en qué se emplea el dinero que suministra a las universidades, y que estas hacen con su dinero cosas que no quieren que conozca Hacienda. Pues bien, en este clima de ignorancia, y es sólo un ejemplo, hemos llegado muchas universidades que no son necesarias, que en muchos casos no aportan casi nada ni al conocimiento ni a la formación de sus alumnos, que se gastan nuestro dinero con muy escasos controles, sería útil conocer, por ejemplo, cuál es la cifra exacta que dedican aatenciones sociales algunos rectores y gerentes, y que ocupan un lugar deplorable en cuanto a la calidad en el marco mundial. ¿En qué hay unanimidad?, en que las universidades, como cualquiera, pidan más dinero, nunca en explicar para qué y de qué manera vamos a poder decidir si es dinero bien invertido o dinero dilapidado.
La responsabilidad ciudadana
Todo esto sucede porque, con escasísimas excepciones, los ciudadanos no saben ver en la administración un instrumento de resolución eficaz de problemas comunes, sino una fuente de maná inagotable en forma de ayudas, subvenciones, obras sociales y mil zarandajas de todo tipo, sin darse cuenta de que ni un solo céntimo de los que se gastan de forma tan notablemente opaca los poderes públicos sale, y habrá de salir sin excepción alguna, de otra parte que de nuestros esquilmados bolsillos, de impuestos, multas y contribuciones, pero los Gobiernos se las arreglan para mantener el mito de que los muy ricos deben de pagar lo mucho que se gastan en los más pobres, cuando la realidad es más bien la contraria, que lo que se saca de manera disimulada a la gran masa de ciudadanos medios, acaba yendo a parar por canales nada misteriosos a manos de los ricos que saben llevarse bien con los poderosos, es su oficio y lo hacen bien.
Cuando aprendamos a pedir cuentas en lugar de pedir favores, estaremos en condiciones de poner fin al proceso de envilecimiento fiscal y a la política que se hace no ya a espaldas de los ciudadanos sino directamente en contra de sus derechos e intereses.
Cualquier cambio real en la política española tendría que venir de que aumentase el número de ciudadanos que se resiste a creer el cuento de la buena pipa
A poco de la Epifanía
Falta poco, a la hora de escribir estas líneas, para que sepamos si hemos de ir a nuevas elecciones o nos hemos de alegrar de que los políticos hayan encontrado una fórmula, que, naturalmente, será llamada de cambio, de progreso, social, faltaría más. Ahora, o en unos meses, tendremos un nuevo gobierno, y será en tecnicolor, porque se encargará de gastar nuestro dinero en cantar interminablemente las loas a sus intenciones, prometerá cada vez más milagros y obras de piedad pública, pero seguirá, mientras no reaccionemos, metiéndonos la mano en el bolsillo, profundizando en el saqueo y jurando que lo hace por nuestro bien, tratando de conseguir que no decrezca nunca el número de los que piensan que todo gobierno es una bendición que nos ayuda a salir de la pobreza y el bochorno. Cualquier cambio real en la política española tendría que venir de que aumentase el número de ciudadanos que se resiste a creer el cuento de la buena pipa que cuentan al alimón la derecha social y la izquierda progresista, pero, de momento, no está pasando, aunque no haya que perder la esperanza de que los españoles acaben por caer en la cuenta de que no necesitamos tantos políticos ni tantos secuaces y beneficiados como los que padecemos.
J. L. GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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