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lunes, 3 de febrero de 2020

EL FIN DEL PROGRESO

La relación con la naturaleza y la revolución en comunicaciones y datos son el punto de partida de un nuevo tiempo donde han cambiado las bases sobre las que se construyó la modernidad

 

El fin del progreso 

/Enrique Flores

 

El progreso es un concepto y una realidad relativamente recientes, muy ligados a la Ilustración, y sobre todo a las revoluciones industriales. Ha tocado a su fin. Qué lo remplazará no está claro, pero lo que sí lo está es que las economías y sociedades desarrolladas, y las que están en vías de desarrollo, tienen que pensar en otra cosa, pues van a tener que vivir de otra manera. Estamos ante una crisis de civilización, desde luego, si bien no únicamente, occidental.
Naturalmente que muchas cosas avanzan, como muy bien ha recogido Hans Rosling (Factfulness).La esperanza de vida ha aumentado en casi todo el mundo (aunque con grandes diferencias, incluso por barrios en las grandes urbes desarrolladas). Miles de millones han salido de la pobreza —y la absoluta se ha reducido— en el mundo, especialmente por China. Se ha generado una clase media global, que en parte está ahora en crisis ante la disociación entre el crecimiento económico y el del bienestar de las sociedades, con una crisis de las expectativas que lleva a conflictos generacionales. El analfabetismo está a la baja. La mujer se está emancipando, a distintas velocidades, en casi todas las sociedades. La medicina avanza. Hay menos guerras y violencia (Steven Pinker). Tenemos unas capacidades de comunicación entre seres humanos con las que nunca habíamos soñado antes (aunque fomente también altos grados de control —por Gobiernos y empresas—, de incomunicación, de soledad, y de vivir en burbujas ideológicas). Y la revolución tecnológica, tanto la digital como la robótica y la biotecnología, están permitiendo no ya hacer cosas que antes se hacían con esfuerzo humano, sino otras que nunca se habían podido lograr, incluso llegar a cambiar la raza humana. Homo Deus, lo llama Yuval Noah Harari, aunque quizás acabemos no deviniendo sino creando nuevos tipos de dioses.
Está penetrado con rapidez la idea de que la distinción entre humanos, naturaleza y máquinas se ha difuminado
Pero no hablamos de ese tipo de progreso. Sino de que las bases de lo que habíamos llamado “el progreso”, sobre las que se construyó la modernidad, se están rompiendo. ¿Cuáles eran? Nos limitaremos a dos. La primera era que creíamos que la naturaleza era inagotable y que podíamos transformarla, trastocarla y exprimirla sin límites. Pues el progreso lo era en cuanto a dominio sobre la naturaleza. Pero la hemos agotado con un modelo de crecimiento que ahora tiene que tocar a su fin porque tiene efectos nocivos de muy diversa índole. Uno, quizás el principal, es el calentamiento global y el cambio climático que está provocando con consecuencias desastrosas. Es el primer riesgo global, según el análisis de este año del Foro Económico Mundial (WEF). Responde también al anterior paradigma de separación entre humano, máquina y naturaleza en el que se había basado la idea de progreso y de modernidad, en la que los lugares centrales eran la fábrica (centro de encuentro del humano y la máquina, con impacto en la naturaleza) y la oficina, pero se están vaciando, como ahora se están vaciando de sentido esos no lugares que son los centros comerciales.
Salvo en algunos sectores, está penetrando con rapidez y efectividad la idea de que esta distinción entre humanos, naturaleza y máquinas se ha difuminado. Esta última edición del Foro Económico de Davos, salvo por Donald Trump con el mensaje contrario, ha sido un ejemplo de un cambio de perspectiva y de mentalidad al respecto, aunque está por ver cómo realmente se traducirá en la práctica. No solo hay que reconocer que ser humano, naturaleza y máquinas ya no están separados, sino que para volver a ligar nuestros destinos tenemos que cambiar nuestra forma de vivir, y no solo en el mundo desarrollado. Este cambio conlleva costes personales y sociales, algunos de los cuales, por ejemplo, se han reflejado en las protestas de los chalecos amarillos en Francia, quizás las primeras contra una transición ecológica que llevaba a elevar el precio del diésel con efectos costosos en entornos rurales en los que el automóvil parece indispensable.
Va a suponer un cambio de modelo, de crecimiento sin consideración por la naturaleza en el que se basaba el concepto de progreso, y de forma de vida, incluso de alimentación, que hemos vivido. Con dos añadiduras. La primera, sin llegar a la cuestionada singularidad, es que las máquinas nos van a superar en algunos aspectos importantes, de nuevo trastocando la idea de progreso que se centraba en lo humano, aunque también estemos ya yendo a seres aumentados y a transhumanos. Eso ya poco tiene que ver con la idea de progreso en la que hemos vivido. Además, los avances en biotecnología nos van a permitir manipular directamente las cargas genéticas, lo que nos puede llevar (a nosotros y a las máquinas) a cambiar la naturaleza, general y humana, desde su interior más básico, algo para lo que no estamos preparados ética, social ni políticamente. La ciencia avanza, sin duda, también la tecnología, y quizás nos sirva para corregir ese destrozo de la naturaleza —¿se puede seguir hablando de Ciencias Naturales?— al que nos ha llevado la antigua idea de progreso.
Puede que la globalización haya tocado techo, para dejar paso a lo planetario
La segunda ruptura de la idea tradicional del progreso responde a la revolución en comunicaciones y datos, y en general a la digitalización. El progreso estuvo muy ligado a la explosión de los medios (prensa, primero, radio y televisión). Ahora estamos en una situación de fin de la separación no ya entre la información y la desinformación (tema viejo, aunque ahora exacerbado por la hipercomunicación), sino entre lo real y lo virtual, cuestión que recoge el Onlife Manifesto de Luciano Floridi y otros (2015). Esta línea de separación, que en parte Platón ya planteó con el mito de la caverna, ya con la llegada de Internet antes que de las redes sociales, se está borrando rápidamente, con consecuencias para nuestra vida social, personal, intelectual y política. Desde luego, para el funcionamiento de las democracias y de las no democracias al cambiar, al desaparecer, esta diferencia entre lo real y lo virtual, y entre la verdad —o la búsqueda de la verdad— y la no verdad, en una situación de superabundancia de información que, sin embargo, no nos hace saber más, y nos lleva a unas sociedades pobladas de solitarios, pese a la hipercomunicación. Las cuestiones morales que se plantean no están separadas y saltan de la esfera de lo real a la virtual, y viceversa, generando confusión.
No es que el fin del progreso lleve a un nuevo conservadurismo, pues no se trata de conservar, de preservar, de volver atrás incluso en términos de la naturaleza, sino de crear un nuevo futuro para el que aún no tenemos realmente conceptos y palabras para pensarlo. Para este cambio necesitamos lo que H. G. Wells, siempre anticipándose, llamó “educación universal”, en el doble sentido de para todos y para todo, es decir, centrada en los “hechos unificadores del mundo”. Pues puede que la globalización haya tocado techo para dejar paso a lo planetario.

                                                                    ANDRÉS ORTEGA*   Vía EL PAÍS  
*Andrés Ortega es investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano y director del Observatorio de las Ideas.

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