Vivió interrogándose sobre para qué sirvió la cultura en Auschwitz
Luis Ventoso
George Steiner, memoria de la gran cultura europea, se ha muerto en su casa de Cambridge con 90 años. La familia del ensayista se largó de París rumbo a Nueva York solo un mes antes de que las tropas de Hitler hollasen los Campos Elíseos. El padre de Steiner, judío vienés, fue dos veces profeta. Gozando de un puesto de postín en el banco nacional austríaco, olisqueó la crecida parda y contra el criterio familiar ordenó levantar campamento y trasladarse a París, donde cinco años después nacería el sabio. El siguiente salto fue a EE.UU., escapando esta vez por los pelos de los nazis. En América, el despejado George estudió un poco de todo -Literatura, Matemáticas, Física- y pasó por
Harvard. Pero prefirió retornar a Europa, movido por el ánimo simbólico de desmentir la promesa de Hitler de que no quedaría un judío en ella. Se instaló en Inglaterra, donde el mundo académico nunca lo aceptó del todo. Era un pensador en los márgenes y polifacético: críticas literarias, ensayos sobre el lenguaje y la música, coqueteos con el periodismo y la politología... Vivió cincuenta años en Cambridge. Sus clases como profesor invitado se abarrotaban de alumnos, hechizados por su despliegue erudito y sus zarpazos de coña marinera. Pero los ingleses, pueblo práctico, lo consideraban difuso, demasiado generalista y chapucero en el detalle. Nunca le otorgaron una plaza fija y el propio Steiner lo asumía con irónica deportividad: «En Francia, donde les apasiona el pensamiento abstracto, si le pegas un tiro a otro en una discusión sobre Hegel lo verán como un enorme cumplido a la cultura. Los ingleses te dirán que es una total estupidez».
Steiner vivió marcado por la consciencia de que su familia se había salvado de Auschwitz de chiripa. Políglota en tres idiomas desde cuna, creció leyendo a los clásicos y su padre lo orientó al mundo de las ideas, tan valorado en los hogares judíos (de ahí su cosecha de genios). Vivió en tres países, pero su patria real era la alta cultura europea, lo que explica la pregunta que lo angustió: ¿Qué valor tiene la cultura en el siglo de las dos atrocidades supremas, nazismo y estalinismo? Su conclusión fue que tras Auschwitz el arte y el pensamiento europeos habían dejado de ser custodios de los valores humanos. «Ahora ya sabemos que un hombre puede leer a Goethe o Rilke, escuchar a la tarde a Bach y Schubert e ir a trabajar a Auschwitz por la mañana».
La paradoja de Steiner consiste en que consagró su vida a divulgar y ensalzar un tesoro cultural que proclamaba ya fútil, carente de influencia moral. Y aunque tendía a divagar, acertó al señalar las averías de la conciencia europea. Me acuerdo de él, bajito y de mirada pilla, cuando leo que la muy próspera Holanda prepara una ley para repartir pastillas gratuitas del Estado para todo mayor de 70 años que ya no tenga apetencia de vivir. Utilitarismo extremo y ominoso silencio de «la cultura». Digámoslo claro: la Iglesia católica se ha quedado como la única institución que todavía lucha en serio contra la implacable deshumanización de lo que llama, con razón, «la subcultura del descarte».
LUIS VENTOSO Vía ABC
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