SEAN MACKAOUI
Por dispensaciones en las religiones cristianas se entiende cada uno de los periodos de la historia en los que concurren características diferentes en el acercamiento a la divinidad. Utilizando el término en un sentido laico y político podríamos decir que la dispensación que iniciamos los españoles con la aprobación de la Constitución del 78 concluyó cuando las autoridades catalanas, saltándose todas las leyes y los compromisos adquiridos al prometer sus respectivos cargos, convocaron un referéndum ilegal, apoyados por unas turbas que condicionaron el normal desenvolvimiento de la democracia en Cataluña. No lograron la independencia, fracasaron, pero en aquel momento algo cambió irreversiblemente en la política española.
Cierto es que la revuelta sediciosa de los independentistas catalanes forma parte de la expresión nacional, propia, que sufren hoy y universalmente las democracias social-liberales. Compartimos con ellas la polarización de la política, la pugna cruenta entre los defensores del pasado, bálsamo para las almas perplejas ante un mundo que no comprenden, y los impulsores de nuevos saltos en la historia que, lamentablemente, nos hacen recordar terribles experiencias vividas en la primera mitad del siglo XX. En España este conflicto irracional lo podemos ver entre los que se sentarían a comer diariamente en el sepulcro del Cid y los que, aburridos por la rutina que impuso la consolidación de nuestra democracia, sueñan con revivir la catarsis que les ofrece una idealizada II República o la fantasiosa y anhelada independencia catalana.
En nuestro país la política extremista, polarizada, se ha adueñado del espacio político y la primera víctima es la verdad, compromiso siempre en conflicto entre los imperativos morales y la condición humana. No es que los políticos no hayan mentido en el pasado, pero sus engaños, su desdén por la verdad, eran castigados por las sociedades democráticas, que en el espacio público estaban más dispuestas a comprobar que a creer. Es un hecho que los políticos no siempre han dicho la verdad -ya decía François Revel que en la historia de la humanidad la ignorancia permitió oprimir a los pueblos, y ahora es la mentira el instrumento de dominación social-, pero ese vacío moral que supone la mentira nunca había sido un arma para hacer política tan desvergonzada y tan eficaz. Con la polarización política, la verdad pierde su universalidad y se convierte en simple propaganda; tiene el valor absoluto que le corresponde exclusivamente en el bando en el que se produce. La crítica a esas verdades de parroquia también deja de existir convirtiéndose en difamación, insulto y hasta agresión para los que la reciben. El resultado de esta política de trincheras es que las palabras adquieren significados insospechados para un espíritu mínimamente honesto.
En la política polarizada se invoca el diálogo continuamente, pero en realidad no deja de ser un trampantojo para ocultar otras intenciones, como la voluntad de convertir en enemigo a todo aquel que se niega a confundir el intercambio de puntos de vista diferentes con la claudicación. Por desgracia, no todas las cuestiones que se plantean en una sociedad democrática se pueden resolver a través del diálogo pacífico, por lo menos desde que "el ser humano fue expulsado del paraíso". El diálogo puede ser considerado como una práctica virtuosa en determinadas ocasiones, pero su confortable sombra también puede cobijar la cobardía, el miedo, el entreguismo y hasta las más oscuras razones para legitimar a sátrapas y dictadores, como sucede con los defensores de Nicolás Maduro.
Por ejemplo, la mesa de diálogo catalana oculta el blanqueamiento de los delitos de los cargos públicos independentistas que no respetaron las leyes y fueron desleales con sus juramentos y compromisos públicos. La mesa de diálogo entre gobiernos devalúa la legitimad del Ejecutivo de España y exagera la de la comunidad autónoma catalana. Invocando un diálogo fantástico -parece que nunca lo hubo y que en esta ocasión solucionará todos los problemas que la decantación de la historia nos ha dejado pendientes- ocultan la Constitución del 78, hablando etéreamente de legalidad y olvidando que hubo otros momentos en los que ya fuimos maestros y espectadores de un tortuoso y oscuro procedimiento político resumido en la repetida frase "de la ley a la ley a través de la ley". Hace más de 40 años, en estado de máxima necesidad, sin la posibilidad de que la sociedad española se pudiera expresar, era necesario, por medio de este subterfugio, anestesiar a los últimos zelotes del franquismo; hoy los patrocinadores de la mesa catalana tal vez piensen que es la forma de contentar a los independentistas sin soliviantar al resto de los españoles. En una democracia consolidada cualquier proceso de diálogo que afecte a toda la sociedad debe nacer, desarrollarse y legitimarse en la asamblea legislativa. Lo contrario supone una impugnación a la soberanía nacional, un hurto a nuestra condición plena de ciudadanos.
En este ambiente político no existen barbaridades suficientemente llamativas para los adeptos. Hemos contemplado cómo portavoces significados del bloque gubernamental han anunciado sin ningún disimulo, sin esa vergüenza que ayuda a la contención y al equilibrio en el espacio público, la modificación del Código Penal, con el objetivo de beneficiar a determinadas personas con nombre y apellido. ¡Bueno!, esta posibilidad que nos acerca irremediablemente a los Estados iliberales debería ser rechazada contundentemente por la sociedad española, y en primerísimo lugar por los propios socialistas. Sin embargo, salvando las dignas declaraciones de Page o Lamban, no hemos oído a nadie alzar la voz contra este atropello a la razón y a la mínima seguridad que requieren las leyes para ser justas. Dije hace tiempo que los presos catalanes, juzgados con los requisitos necesarios para garantizar la tranquilidad del espíritu más escrupuloso con el respeto a las leyes, terminarían siendo un problema psicológico, moral y político para una parte de la sociedad española. Pero el camino propuesto por algunos voceros oficiales es el más lamentable, resquebrajarán los principios más elementales del derecho, entronizarían la arbitrariedad en el espacio público español. Y saben que podrían hacerlo porque la política de bloques les inmuniza ante los recelos de los más prudentes y la indignación de los más honestos.
Una consecuencia más del bloquismo es la legitimación de los aliados políticos, por muy terribles y peligrosos que fueran sus credenciales. Empezaron por pactar la investidura y los presupuestos en Navarra y han terminado considerando a los herederos de ETA socios más aseados que cualquier partido de la oposición. Nadie me oirá decir que Bildu no es legal, al fin y al cabo considero que su participación en las instituciones supone el reconocimiento imperecedero de la derrota de ETA; pero veo una distancia insalvable entre su legalidad y su normalidad. Para que adquieran ese rango tendrían que reconocer todo el daño causado a la sociedad española, deberían admitir su derrota... Sin esas premisas políticas su adecentamiento no deja de ser una ignominia para las víctimas; pero, sobre todo, una agresión a la democracia española.
Otra expresión de la crisis política es que determinados partidos, y no exclusivamente del bloque gubernamental, han terminado siendo propiedad de sus dirigentes supremos. Han llegado al caso extremo de legitimar con los votos de las bases cuestiones personales de los líderes, como la compra de una vivienda particular. El partido es el líder y el líder es el partido. En ese ambiente político la crítica se solventa con la marginación, la discrepancia con el ostracismo y terminan apareciendo morbosas autoinculpaciones públicas para mantenerse en el poder, perdiendo el respeto de los adversarios internos, el de los que compartieron las decisiones impugnadas y, lo que es peor, el de los ciudadanos que contemplan el triste espectáculo.
La receta para solucionar estas lamentables situaciones es difícil. Déjenme terminar apuntando brevemente unas bases imprescindibles para recuperar la confianza en el sistema democrático y la esperanza de poder seguir siendo parte activa del presente y el futuro de nuestra sociedad. La solución saldrá de la sociedad civil, entendida como la parte no colonizada por los partidos; y ésta, que da y quita victorias, tendrá que fortalecer su tensión ética ante las mentiras y el sectarismo que campea en la política protagonizada por bloques político-ideológicos. Esa sociedad civil, desoyendo los cantos de sirena de los extremos políticos, se verá obligada a defender la democracia española que, con todas sus imperfecciones que queramos ver y criticar, nos ha permitido vivir el periodo de tiempo más extenso de paz entre nosotros, de libertad y de un bienestar que nadie soñaba hace sólo 40 años. Defendamos frente a las mesas de diálogo el Congreso de los Diputados; frente a las pretensiones independentistas o redentoras, la Constitución; frente a los bloques políticos, su superación; frente a la arbitrariedad, las leyes...; frente a las mentiras, el compromiso con la verdad.
NICOLÁS REDONDO TERREROS* Vía EL MUNDO
*Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
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