«Para consolidar la UE y el crecimiento económico, la política monetaria necesita de otras agendas públicas. Necesariamente deberán involucrarse otras instituciones en Europa, demostrando un mayor dinamismo y menor apego a los intereses nacionales»
Estoy disfrutando de la obra de José Luis Corral «El dueño del mundo». Una novela histórica que recrea la vida de Carlos I de España y V de Alemania. El libro describe cómo el emperador Carlos fue comprobando en las sucesivas sesiones de la Dieta de Espira (1526) el calado de las disputas entre los partidarios del Papa y los seguidores de Martín Lutero. Para los nobles del sur del Imperio romano-germánico, de Castilla, de Aragón y de Nápoles la ruptura de la Iglesia, que promovían los que desde entonces se llamarían protestantes, solo beneficiaba a los herejes del imperio otomano: «Roma es el centro de la cristiandad y el Papa, el vicario de Cristo en la tierra», proclamaban los
católicos. Los reformistas luteranos, sin embargo, no querían admitir que sus ciudades y Estados quedaran bajo la común autoridad de Roma. Por cierto, uno de los primeros en insubordinarse fue Turingia (¿casualidad?) bajo la común acusación a las altas dignidades de la curia, de haber expoliado las riquezas de Alemania, vivir en el derroche y practicar la doble moral.
Más de quinientos años después asistimos a un debate parecido -ilustración mediante- cuyo trasunto técnico se ventila en el seno de las instituciones europeas y singularmente del Banco Central Europeo (BCE). Los partidarios de una política monetaria expansiva defienden que la unidad en torno al euro solo puede garantizarse con las medidas no convencionales desarrolladas hasta ahora: compras masivas de deuda pública y tipos de interés negativos. Para los banqueros centrales del norte de Europa esas drásticas caídas en la tasa de la facilidad de depósito y los programas extraordinarios de liquidez, pudieron tener sentido en la «crisis del euro». Sin embargo, hoy están prolongando el endeudamiento público y privado y no sirven ya al propósito del BCE de situar la inflación por debajo, pero cercana al 2%.
Entonces, como ahora, el debate se ha llevado al terreno moral. Viajo con frecuencia a Alemania y en las reuniones con nuestros colegas de las sparkassen (cajas de ahorros alemanas) oigo cómo la política liderada hasta ahora por Mario Draghi (paradójicamente, nacido en Roma) contradice las virtudes morales del ahorro y del espíritu luterano que se enseña en la escuela germánica, tan alejado del consumo indiscriminado.
Por supuesto soy consciente de que se trata de un debate muy técnico, pero admitamos que también tiene un sustrato cultural. Una controversia que, como la del periodo imperial, a mi juicio se está prolongando en exceso. En su primera rueda de prensa como presidenta del BCE Christine Lagarde ha dejado intactas las decisiones de su antecesor que han favorecido la estabilidad de precios y la calificación crediticia de la deuda pública. Pero también ha anunciado que vigila los efectos secundarios que está provocando la persistencia de los tipos de interés negativos. Muchas de estas externalidades están compendiadas en el informe de Funcas: «Intermediación bajo cero: Efectos de los tipos de interés negativos en la rentabilidad y el crédito de las entidades bancarias» (www.funcas.es/docsInst.) En este documento se analiza cómo se están deteriorando los márgenes y el desempeño de las entidades de crédito. Esos potenciales impactos en la estabilidad del sistema financiero, se extienden por la proliferación de proveedores no bancarios «en la sombra». A esto hay que añadir distorsiones en los mercados de liquidez, en los precios de los valores cotizados o burbujas en los mercados inmobiliarios. En suma, empresas que deberían haber abandonado el mercado o reestructurarse por la dinámica competitiva, sobreviven aprovechando la abundante liquidez y los tipos reducidos. Su capacidad de resistencia reduce la productividad agregada y la oportunidad de prosperar de otros proyectos más eficientes.
Tras la última reunión del Comité Ejecutivo, la presidenta parece más consciente de que estamos en un territorio ignoto en política monetaria. Se mostró abierta a modificar la estrategia del BCE, que se mantiene invariable ya desde hace 16 años. Es más, parece dispuesta a afrontar este debate en profundidad, revisando los instrumentos de la política y sus objetivos: variar el 2%, fijar una banda o incluso cuestionarse la forma de calcular la inflación.
Afrontando este debate, el BCE prueba una vez más su madurez como organismo defensor de la moneda única. Hasta ahora lo ha logrado porque se ha comportado como la única institución verdaderamente paneuropea, pero ya no puede hacer mucho más en solitario. A estas alturas ya nadie duda que para consolidar la UE y el crecimiento económico, la política monetaria necesita de otras agendas públicas. Necesariamente deberán involucrarse otras instituciones en Europa, demostrando un mayor dinamismo y menor apego a los intereses nacionales. Es necesario un presupuesto europeo (probablemente vinculado a la lucha contra el cambio climático), una armonización fiscal y una mayor promoción de la investigación, el desarrollo y la innovación, para estrechar nuestra brecha de productividad frente a otras áreas económicas. En resumen, reforzar el mercado interior, incluyendo una auténtica Unión Bancaria. Para ello necesitamos acuerdo e impulso político. Tristemente, no nos acompañará en este empeño Gran Bretaña. Como ya hizo el Rey de Inglaterra en 1534, proclamándose «cabeza suprema de la iglesia», ahora también su premier se aleja de Europa. A pesar de ser la región económica con quien sus conciudadanos conservan los mayores lazos comerciales y culturales.
El debate entre el Sacro Imperio Romano Germánico y los seguidores de Lutero se reiteró en el Concilio de Trento (1545), pero ya con pocos representantes ingleses y alemanes. Para entonces, la postura oficial de Roma se había endurecido haciendo inalcanzable el acuerdo. Convencido el emperador de que no había manera de que los reformistas regresaran al seno de la Iglesia Católica por las buenas, utilizó su ejército para derrotarlos. Ya era tarde. La confrontación bélica no fue solución, ni en 1547 en Mühlberg (aun cuando vencieron las tropas imperiales), ni en 1552 en el asedio de Innsbruk (donde triunfaron los nobles alemanes apoyados por Francia e indirectamente por alianzas con los turcos). Ni siquiera sirvió convertir a su hijo Felipe II en Rey de Inglaterra, tras su matrimonio con María Tudor en 1554.
El ingente esfuerzo del César Carlos por conseguir una Europa unida, no volvió a retomarse seriamente hasta después de la Segunda Guerra Mundial. El proceso de integración se fraguó entonces sobre unos valores culturales diferentes. Tamizados ya por las «luces del conocimiento y la razón», pero muy enraizados en el viejo anhelo de unidad del sacro imperio romano germánico. La historia parece aconsejar que los debates técnicos, con un fuerte sustrato cultural, deben abordarse y resolverse sin demora y la recientemente inaugurada legislatura comunitaria ofrece probablemente la última oportunidad de hacerlo en Europa.
Si quieren saber más de política monetaria y comprender mejor el momento que vive el proceso de integración europea... sumérjanse en los debates del siglo XVI que, con sugerente nostalgia, relata Corral en su novela.
JOSÉ MARÍA MÉNDEZ ÁLVAREZ-CEDRÓN* Vía ABC
*José María Méndez Álvarez-Cedrón es director general de ceca y cecabank
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