"Beato Bernard Tolomei intercediendo por el cese de la peste en Siena" (1735), por Giuseppe Maria Crespi
“…la peste es un mal superior porque es una crisis total,
que sólo termina con la muerte o una purificación extrema…”.
Antonin Artaud
La peste está a nuestro lado. Respira el mismo aire que nosotros. Con frecuencia nos quita el aliento. No la vemos, la intuimos y puede suceder que una opresión en el pecho nos haga temer lo peor. Su invisibilidad no la niega, al contrario, hace que su amenaza sea aún más poderosa. A nuestro alrededor crecen la desconfianza y el terror a ser contagiados por una enfermedad cuya esencia es la destrucción. El miedo a la peste es el pavor al Mal: ambos se expanden con aterradora facilidad. Sentir temor y reconocerlo es quizá una manera de poner distancia de una posible contaminación.
El miedo es ambiguo e inherente a nuestra naturaleza. Es un instinto que puede protegernos de lo que percibimos como amenaza o peligro, sin embargo, también puede paralizarnos ante ellos. Inmóviles y expuestos, así quedamos ante el pánico. ¿Qué seguridad podemos enarbolar ante lo imprevisible o impredecible? El miedo nos humaniza; nuestra fragilidad, que también es posible llamar impotencia y desamparo, queda en evidencia. El miedo, dice Aristóteles, tiene la fuerza de hacer desaparecer la piedad que nos permite ver en los ojos el sufrimiento del otro.
En su Retórica, el filósofo griego lo define como un sentimiento doloroso, una perturbación ocasionada por la fantasía de un evento destructivo en un futuro cercano. No tememos lo lejano, es la inminencia de la amenaza lo que amedrenta; ese riesgo ciñe y aprieta con la ansiedad que le es hermana. Leí, no recuerdo dónde, que quienes poseen memoria, miedo y libertad interior podrán encontrar los modos de sobrevivir en medio del dolor, el terror y la barbarie.
La pregunta por la peste, así como la literatura y las imágenes relacionadas con ella, expresan la civilización que somos desde una realidad que inquieta. Sabemos que en 1894 Alexandre Yersin descubrió la bacteria que ocasionó la mortandad de las distintas pestilencias a lo largo de la historia. La enfermedad procede de la rata, uno de los animales más repulsivos, y aunque el contagio y la afección pudieron ser científicamente vencidos, no han desaparecido las representaciones ni los padecimientos con los cuales se asocia la epidemia. El mal ha tomado formas y cualidades humanas, de allí la efectiva rapidez de su propagación y la muerte. En la modernidad la peste ha sobrevivido como metáfora que obliga a detenernos en los síntomas que expresan y propician la infección. Cuando se vuelve metáfora, la pestilencia es entonces enfermedad del alma y no del cuerpo. Ya no se ven llagas purulentas ni cadáveres amontonados sobre carretas en camino a las hogueras. En el siglo XX y lo que va del XXI, esta plaga alude con frecuencia a una contaminación colectiva causada por la desconfianza, la injusticia, la corrupción.
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Nuestra literatura occidental comienza con la ira de un dios y la peste que en venganza disemina esta divinidad. Canta, Oh Musa, la cólera del Pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males… En los primeros versos de la Ilíada, nos enteramos de que Crises, el sacerdote de Apolo, fue ultrajado por Agamenón. De esta manera, el dios mismo fue ofendido en la persona de su viejo sacerdote. El rey de los aqueos tomó a Criseida como botín de guerra. Sin orgullo que pese sobre sus espaldas, el padre se inclina ante el raptor de su hija y ruega por ella. “Devuélvemela”, implora, pero Agamenón responde con agresiones. Crises entonces es obligado a abandonar inmediatamente la nave si no quiere perder la vida. Debía desembarcar sin ver de frente; su amada hija permanecería a bordo.
La injusticia es una herida en el tejido que entrelaza a los hombres con los dioses, y el anciano, humillado y vencido, se aleja acompañando su vejez con un silencio tan doloroso que lograba hacer audible a Apolo el ruego que le dirigía. El viejo, derrotado y ultrajado, rogaba al dios que sus dardos fueran castigo y lágrimas para quienes no supieron mitigar el dolor que sufría en su avanzada edad. La divinidad lo escuchó y bajó armado de las cumbres olímpicas con el arco de plata y la aljaba colgada del hombro. Mientras caminaba, un sonido metálico acompañaba sus pasos: eran sus flechas chocando entre sí. La persistencia de ese ruido causaba temor sin que aún tuviera lugar acontecimiento distinto a la aparición misma de Apolo. El andar del dios cubrió el cielo de una oscuridad tenebrosa; el miedo se hizo presente en esa negrura.
Durante nueve días llovieron flechas sobre los aqueos. Durante nueve días el arco de la deidad emitió un espantoso chasquido. Las saetas volaron trazando líneas en el aire. Algunas eran rectas, otras curvas, la peste era el castigo divino que viajaba en todas ellas. Nueve días estuvo el cielo cubierto de dardos que lo asfixiaban. El décimo día, Aquiles sugirió a los hombres dar un paso atrás y alejarse de la muerte. Algunos lo aprobaron, otros pidieron explicaciones: hablaban y decían una cosa y otra mientras las naves abandonaban las orillas de los comienzos de la Ilíada. Agamenón decidió entonces devolverle su hija al sacerdote, pero le quitó a Aquiles su trofeo: Briseida. El aire quedó cargado con el peso de las flechas que lo atravesaron. Allí se esparció la peste que doblega como presencia invisible, intangible, imprevisible. Para algunos, esa calamidad fue una amenaza de muerte equiparable a la guerra. De los dardos podemos intentar protegernos, pero, ¿cómo hacerlo de la contaminación que llega sin rostro y con la velocidad de un parpadeo? El enemigo no es identificable; cuando lo reconocemos, puede ser ya demasiado tarde.
En la Ilíada, es Apolo, el Certero, quien tiene como atributos el arco y también la lira, es el dios lúcido, el puro, la divinidad del espíritu y la armonía, es él quien envía la pestilencia. El lado oscuro de Apolo es una destrucción mortífera, pagan unos, pagan todos, no hay distinción entre culpables e inocentes. Cuando una deidad muestra su oscuridad, el hombre está sujeto al miedo y a la muerte que se imponen como venganza y arbitrariedad. Entonces, el pavor doblega y roba el aliento. Asfixia. La peste viaja en las flechas que cruzan el aire para entrar en el cuerpo ocasionando heridas por donde la vida se escapa. La maldición del dios deja la tierra cubierta de cadáveres y hedor. El aire contaminado penetra la vida creando un cerco que ahoga.
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La flecha fue el primer símbolo que los artistas le dieron a la peste. Las saetas de Apolo portaron el Mal. En el santoral cristiano y en el arte, fue el mártir lanceado, san Sebastián, quien gracias al sincretismo recibió los ruegos que muchos dirigieron clamando sanación. El cuerpo desnudo y atado del santo tuvo inspiración en las estatuas griegas y romanas del dios homérico.
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Repetidas veces he subido los escalones de la Ca d’Oro, palacio y museo veneciano que sobre las aguas es joya de mármoles de colores y transparencias de encaje, para permanecer de pie ante el último de los tres óleos que pintó Andrea Mantegna sobre San Sebastián. Los otros dos están en Viena y París. El de Venezia, que es de 1506, año de la muerte del pintor, dicen que fue la última obra que realizó el cuñado de Gentile y Giovanni Bellini y artista de los frescos de la Camera degli Sposi en el Palazzo Ducale de Mantua.
Un ligero paño en el bajo vientre cubre el cuerpo del santo, el resto es su desnudez atravesada por múltiples flechas, dardos que le lanzaron al mártir desde la derecha, desde la izquierda, saetas largas de las que no siempre logramos ver su punta de salida. Las heridas en su pecho y sus piernas hablan de un sufrimiento que san Sebastián exhala por la boca entreabierta mientras entorna uno de sus ojos, todavía dentro de la penumbra que proviene del fondo oscuro que tiene a sus espaldas. Unas cuerdas atadas a sus brazos lo inmovilizan en ese santuario del dolor. En esta imagen de Mantegna ya no sentimos el cansancio de nuestro cuerpo sobre los pies, sólo hay espacio para el viento que sopla por encima del santo sin lograr aminorar la oscuridad ni la pena de su cuerpo perforado.
San Sebastián da un paso adelante, con su gesto franquea los límites del marco pintado para acercarse a nosotros como el individuo vivo que deja huella de sí al traspasar el umbral del cuadro. Mantegna no nos ofrece una imagen idealizada del hombre tocado por lo divino, al contrario, nos estremecemos ante el sacrificio y el padecimiento al que es sometido el mártir por abrazar la fe cristiana. Al exterior del recuadro de mármol, el pintor colocó dos hilos de perlas venecianas de vidrio rojo: vislumbro en ellas las gotas de sangre del santo transformadas en cuentas del rosario para la oración. Fuera del umbral del marco, el artista también pintó un pequeño papel con una inscripción: Nihil nisi divinum stabile est. Caetera fumus (“Nada es estable salvo lo divino. El resto es humo”).
Recuerdo La vieja (1508) de Giorgione. Muchas veces me paré ante su retrato en la Galería de la Academia de Venezia. Viniendo también de lo oscuro, detenida por un parapeto, con la mano dirigida hacia su pecho y la boca entreabierta, la anciana del pintor de Castelfranco dice algo, durante mucho tiempo intenté recuperar las palabras perdidas. Ella, con su paño blanco al hombro, evoca a las nodrizas, aquellas presencias silenciosas en casas distantes en el tiempo, mujeres que asistieron y que por haber sabido cuidar, conocen las heridas que con frecuencia se resguardan en secreto. Fue Euriclea, la niñera de Odiseo, quien lavando los pies del marido de Penélope reconoció su regreso a casa gracias a la cicatriz que el héroe tenía en el pie. En la vieja nodriza podemos retener los lugares de pertenencia; donde está ella comienza nuestra historia y el ahondarse de la memoria que se hace presente en una anciana y la tela que lleva en su hombro.
De nuevo veo en La vieja que, como en la obra de Mantegna, tiene un pliego en su mano en el que se lee: Col Tempo. Con el tiempo algunos vivirán la vejez que Giorgione no conoció. Tenía poco más de 30 años cuando en 1510 murió en Venezia, en una de las muchas pestes que han azotado la ciudad. La anciana seguramente no asistió al pintor en su lecho de muerte; la epidemia aísla, separa los afectos, establece distancia de los apestados.
Los dos cuadros poseen una perturbadora cercanía temporal que me habla en la humanidad de una boca entreabierta, de una oscuridad a las espaldas, de un marco dentro del marco que los separa de nosotros. Ambos nos dicen palabras que leemos por haber sido pintadas, porque las otras, las que salieron de sus labios, las perdimos, quizá las estamos buscando todavía.
Mantegna. «San Sebastián», 1506.- Giorgione. «La vieja», 1508
La enfermedad es un silencio que entra en el cuerpo sin voz que la anuncie. Zeus, nos lo dice Hesíodo, le quitó la voz a la enfermedad [1]. Con esa mudez llegó la peste a la Atenas de Edipo. Los sabios sentados en los escalones de la ciudad están desesperados por la mortandad que se ha instalado entre ellos. La infección está diezmando la población. Hace calor. El sol parece estar sostenidamente en el cénit. La ciudad está sofocada. Sólo la contaminación y la muerte parecen moverse con rapidez. Los enfermos se abrasan en la llama de la calamidad febril que los consume. Edipo, rey de su pueblo, solicita a los sacerdotes la respuesta a las causas de la pestilencia.
En Edipo rey hay una culpa que expiar; conocemos la historia del personaje. Sabemos que el anciano viajero que él mató en una polvorienta carretera era su propio padre que lo había abandonado para evitar el parricidio; posteriormente, al haber dado Edipo respuesta a la pregunta de la monstruosa Esfinge que subyugaba a Atenas se convirtió en marido de su madre y en padre y hermano de sus hijos. Si él hubiera temido al monstruo, habría evitado el incesto; pero en su tragedia estaba poner en evidencia la soberbia del hombre que después de ser celebrado por su saber, demostró ser el más ignorante de todos los habitantes del lugar que lo acogió como rey.
El matrimonio de Yocasta con el joven que resolvió el enigma de la Esfinge es el foco de la contaminación por una transgresión sin igual. Atenas se amuralla en el miasma. Los cadáveres se suman por miles mientras las piras funerarias impregnan de muerte el aire. Fue Tiresias quien le transmitió a Edipo el motivo de la pestilencia que los azotaba. El asesinato del rey Layo, muerto años atrás en un cruce de caminos, exigía ser resuelto. A partir de las palabras del sacerdote todo sucede con rapidez; las incógnitas se van despejando al tiempo que el implacable destino deja caer su red. Yocasta, madre y esposa del asesino de Layo, apuñala su propia vida y Edipo, antes de cegarse, dice las palabras ante las que no podemos quedar indiferentes: La peste soy yo. La peste es el hombre. No son las ratas o la ira divina la causa del contagio, de la mortandad. Es el hombre, somos nosotros el motivo de la contaminación.
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La peste es puro comienzo. Aparece de la nada. Ataca los pulmones y el cerebro que son los órganos del miedo y la angustia, del pensamiento y la conciencia. La peste pulmonar es la más destructiva; el habla es uno de los medios de trasmisión. La palabra es peligrosa, en la palabra va el contagio.
La peste conoce un único tiempo: el presente. La angustia disminuye el aire y los pulmones parecieran inmovilizarse de miedo; la infección roba contenidos al pasado y al futuro que una vez se configuró y que va quedando sin proyección. Lo vivido no asiste y lo por venir es una incertidumbre que doblega las fuerzas. La peste olvida conjugar el porvenir. El mal se padece como un presente sostenido donde el mañana es una pregunta sin respuesta. “La metáfora de la peste era común en los años treinta como sinónimo de catástrofe social y psíquica”[2], escribió Susan Sontag. Y tal vez reaparece en los tiempos que corren por idéntica razón.
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Un anciano y un niño caminan por un sendero boscoso. Junto a ellos están las líneas paralelas de las que fueron vías de tren. Ese trazado oxidado y cubierto de hierbas actualmente no conduce a ninguna parte. Delante de ellos sólo quedan rastros de la destrucción ocasionada por la peste escarlata que en 2013 liquidó la civilización. Muy pocos hombres lograron sobrevivir a la hecatombe. Uno de ellos fue James Howard Smith, antiguo profesor de Literatura Inglesa de la Universidad de California. Tenía 27 años cuando la peste en pocos días acabó con la humanidad. Desde entonces han pasado 60 años y camina con dificultad junto a su nieto por tierras que le recuerdan lo que fue la ciudad de San Francisco antes de que llegaran el contagio, los incendios y el fin.
Jack London escribe La peste escarlata en 1912, aparece en revista en 1913 y su publicación en libro es de 1915. Es el abuelo, el antiguo profesor de Literatura, quien narra la historia de lo sucedido. El rojo era uno de los signos ineludibles de la contaminación. El fuego interno estaba en el escarlata que quemaba a los infectados, a quienes, poco después, los pies les pesaban tanto que no podían moverlos. La huida estaba negada; las piernas eran piedras por donde ascendía la enfermedad que paralizaba el corazón. Murieron tantos a una velocidad tan desconcertante que los cadáveres se abandonaban sin rezos ni ritos funerarios. El humo de las piras de incineración y los incendios de los lugares contaminados borran la ciudad bajo la humareda y la pestilencia. Se abandonan las viviendas renunciando a atender a quienes padecen la breve agonía con que se anuncia la muerte. Años después de que la civilización se extinguiera, el abuelo se topará con otro sobreviviente en las montañas donde una vez ardió la peste; se trata de Chófer, de quien luego sabremos que es el otro abuelo del niño que caminaba junto al anciano por las ruinas de las vías del tren.
Chófer es un bárbaro desde los lejanos días en que la civilización no había reparado en el rojo como signo de aflicción y muerte. La mujer de ese bárbaro fue la exesposa del hombre más rico de los Estados Unidos de América; desde que la peste la dejó con vida, sólo ha conocido golpes, abusos y maltratos. Han pasado 60 años y sólo el abuelo conoce la historia que los nietos no entienden y están cansados de escuchar. La visión de la Peste escarlata es la de un fin ya acontecido, queda un hombre con la memoria y la inteligencia que desaparecerán con su muerte; de los otros dos sobrevivientes, uno era ya entonces un salvaje y la otra está tan humillada en su condición de vivir, que ninguna voz tiene en el presente.
El anciano trata de mantener viva la memoria de lo que fue, pero ese pasado carece de imagen posible en el presente. La historia del viejo es la de un mundo inexistente que los nietos no saben cómo nombrar e imaginar. Recuerdo a Simónides diciendo quiénes estaban y el lugar que ocupaban en la mesa cuando el techo se desplomó sobre ellos. Así comienza el arte de la memoria: fijando una imagen a un recuerdo, acompañándolo luego de las palabras que lo expresan. Pero cuando la realidad y el lenguaje son pobres, la memoria también lo es.
En la tierra que se precipitó hacia una desolación primordial hay todavía una voz que conoce las palabras y sabe contar de dónde viene, lo que vivió, lo que vio, pero en el mundo del presente no hay personas que puedan entenderlo. Las palabras que él conoce son sonidos vacíos, sin significación alguna para los jóvenes que las escuchan. ¿Cómo describir la civilización que fue a quienes no tienen capacidad para imaginar y ver más allá de lo visible?
El lenguaje que utiliza el abuelo en su narración describe una realidad que se ha hecho fantasmagórica, incluso para él mismo. El viejo habla de lo que fue, mientras que los muchachos hablan de lo que es, para ellos no existe conciencia del pasado. Tampoco del futuro.
“Abuelo, ¿por qué dices siempre cosas que nadie sabe? Rojo es rojo, pero escarlata no es nada. Entonces, ¿por qué no dices rojo?”[3]. Igual sucede cuando menciona la palabra germen y la define como algo que es microscópico. ¿Y qué es microscópico? Es una cosa tan pequeña que no la vemos, dice el abuelo. La respuesta de los nietos fue una gran risotada. El lenguaje de los jóvenes en la novela de Jack London alude a lo que se nombra y es visible; su pobreza se circunscribe a una realidad tangible y limitada. ¿Y qué es la imaginación? ¿Y las metáforas? Me parece escuchar las carcajadas que ocasionaría dar respuesta a esas preguntas. Se impone el silencio ante los sonidos del infortunio.
Y cuando el tema es la pobreza de la lengua es obligado recordar a Rafael Cadenas:
“…un descenso del lenguaje debilita y hasta puede cortar nuestros vínculos con el pasado, quitarnos el suelo histórico al que pertenecemos, pues hablar una lengua es una filiación a un territorio cultural específico. La desmemoria que se observa en el mundo moderno quizá tenga que ver con ese descenso, ya que el lenguaje es vía cardinal de comunicación no sólo en el presente, sino también en el pasado”[4].
Un lenguaje tocado por la peste habla con muletillas, deja percibir la inercia en el decir mientras engalana la imitación que todo lo homogeneiza. La individualidad puede entonces ceder ante el colectivo que incuba en sí el germen de la enfermedad.
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El aire se oscurece. La amenaza y el confinamiento son muros que delimitan el encierro. La peste es el contagio para el que no encontramos respuesta si sólo la buscamos en la naturaleza y la ciencia. Desde Edipo es también una moral, o su ausencia. La contaminación encuentra en lo humano uno de sus focos de propagación. Cuándo la peste soy yo, ¿cuál es la enfermedad que no nombramos o no sabemos nombrar?
Las flechas surcan el cielo nocturno. Muchas de ellas son imperceptibles.
Madrid, febrero 2020.
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[1] Hesíodo. Trabajo y días, Alianza editorial, Madrid, 2013, p. 88.
[2] Susan Sontag. La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Taurus, Buenos Aires, 2003, p. 68.
[3] Jack London. Peste escarlata, Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2017, p. 17.
[4] Rafael Cadenas. “En torno al lenguaje”. En Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), Editorial Pre-Textos, Valencia, 2007, p. 629.
MARINA GASPARINI LAGRANGE
Publicado en su blog PRODAVINCI
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