El campo arde. Pero detrás del incendio está la incuria de todos los gobiernos, que han despreciado el valor de la cohesión territorial. Ha nacido un nuevo sujeto político
Agricultores y ganaderos participan en una concentración bajo el lema "En defensa de su futuro", este jueves, en Salamanca. (EFE)
A la mayoría de la población no le dirá nada, pero se cumple ahora medio siglo de Reforma Agraria y Revolución Campesina en España, un libro seminal que aún hoy ilumina a muchos investigadores. Lo escribió Edward Malefakis, un historiador norteamericano de origen griego, que situó la cuestión agraria —como también fue la cuestión religiosa o la cuestión militar— en el origen de la guerra civil.
Malefakis, como ha recordado el historiador Ricardo Robledo, achacó el fracaso de la reforma agraria "a la incoherencia y a la incompatibilidad última de las dos grandes fuerzas que habían compuesto la coalición de Azaña". Y, en concreto, al hecho de que no se tuvieron en cuenta los cambios que se habían producido durante la república "en las estructuras rurales de salarios y de crédito", y que suponían "una amenaza a la capacidad de la economía española".
En definitiva, sostenía Malefakis, la cuestión agraria —casi la mitad de la población activa durante la segunda república— estuvo en el centro de la polarización política, y aunque los historiadores todavía hoy discuten sobre el papel de los latifundistas o si, en realidad, era la burguesía la que se aferraba a la propiedad privada de la tierra, lo cierto es que no se entiende la historia de España sin la dimensión agrarista.
Incluso en la Transición se popularizó la expresión "fincas manifiestamente mejorables" para determinar si una propiedad podría ser sometida a expropiación forzosa por parte de los poderes públicos por incumplir su "función social", como recogía la ley 34/1979. Un texto aprobado, hay que recordarlo en estos tiempos, no por un Gobierno socialcomunista, como se dice ahora de forma peyorativa, sino por Adolfo Suárez.
Cohesión territorial
Las profundas transformaciones que ha vivido el país en las últimas décadas —el empleo agrario apenas supone hoy el 4% de la ocupación y la PAC ha hecho el resto para mantener la paz social en el campo— explican el arrinconamiento de la cuestión agraria como uno de los asuntos centrales del debate político. Y aunque es verdad que emerge a la opinión pública de forma intermitente, su influencia tiende a ser residual. Otra cosa son sus consecuencias: despoblación, envejecimiento, incendios… Probablemente, por un déficit que golpea cada vez con mayor intensidad, y que tiene que ver con la ausencia de políticas de cohesión territorial. Solo cuando los tractores ocupan la calle, el campo es noticia.
Todos los gobiernos de la democracia han ninguneado los efectos que tiene la concentración de la riqueza en torno a las grandes ciudades, lo que explica, sin duda, el despoblamiento y, lo que no es menos relevante, los aumentos de la desigualdad territorial, que, en contra de lo que suele creerse, tiende a ensancharse.
Es obvio que no se trata de un fenómeno genuinamente español. Ni nuevo. La región más próspera de la UE (Londres) multiplica por casi seis veces la media del PIB por habitante de la Unión Europea, mientras que las regiones más pobres registran unos niveles que se sitúan por debajo del 50% de la media, pero sí es una patología propia el hecho de que ante esa realidad irrefutable los poderes públicos hayan mirado para otro lado. Como si la cohesión social fuera un asunto menor que no condiciona la realidad política.
Islas de prosperidad
Como han puesto de relieve multitud de estudios, la convergencia regional se ha frenado desde los años 80, aunque creciera en las dos décadas anteriores por la extensión de la educación y de la sanidad, mientras que, al mismo tiempo, cada vez son más evidentes 'islas de prosperidad'. En este caso, vinculadas tanto al llamado 'efecto capitalidad' como al proceso de tercerización de la economía al calor del progreso tecnológico. El centro del área metropolitana de Londres, París, epicentro de Île de France, o Madrid, que son las tres grandes ciudades europeas, ganan en posición relativa y tienden a alejarse del resto.
Es decir, existe una divergencia cada vez más airada entre el campo, en el sentido más amplio del término, y la ciudad, y que políticamente se ha manifestado en las victorias de Trump o Johnson. O, incluso, en el auge de la extrema derecha y del populismo en regiones de Alemania, donde el envejecimiento y la despoblación caminan unidos. También en Francia o Austria a polarización del voto es cada vez más evidente.
La convergencia regional se ha frenado desde los años 80, aunque creciera en las décadas anteriores por la extensión de la educación y de la sanidad
En el caso español, como han puesto de manifiesto diversos trabajos académicos, hay, al menos, tres evidencias: la desigualdad regional está creciendo; aumenta la polarización de rentas entre territorios relativamente ricos y los pobres y se está conformando un marcado y persistente patrón geográfico norte-sur en un entorno brutalmente competitivo (en el caso español, en torno a tres regiones: Madrid, País-Vasco-Navarra y el mediterráneo norte).
Esto se demuestra en el hecho de que en 2018, por ejemplo, Madrid acaparó el 85,3% de la inversión extranjera en España (Cataluña el 6,4%), lo que difícilmente puede achacarse a la astucia del gobierno regional para atraer inversiones. Por el contrario, en 15 regiones (incluidas las que han seguido la misma estrategia fiscal que Madrid bajando impuestos y poniendo todo tipo de facilidades) no se llegó al 1%, y en cinco de ellas (Galicia, Castilla y León, Asturias, Murcia y Extremadura) no se llegó si siquiera a los 100 millones de euros.
Desgaste electoral
No es de extrañar, por lo tanto, que, comience a ser frecuente, como han alertado algunos especialistas, que algunos de los lugares que "no importan", la metáfora que oculta el abandono de determinados territorios, hayan descubierto que el mejor instrumento para rebelarse es acudir a las urnas aprovechando el desgaste electoral de aquellos partidos tradicionales que históricamente han articulado el conflicto social.
Esto pone de manifiesto el fracaso de determinadas políticas basadas en las transferencias de rentas (monetarias o a través de servicios públicos) o ruinosas inversiones en infraestructuras (AVE, aeropuertos…) que, sin embargo, no atacan los problemas de fondo. Y que en muchos casos tienen que ver con las externalidades negativas que ofrece una globalización altamente desequilibrada, que coincide en el tiempo, además, con un proceso descentralizador en la mayoría de las economías, lo que en muchas ocasiones deja inermes a los territorios. El problema, de hecho, no es el SMI, sino la ausencia de mecanismos de defensa de la agricultura y de otros sectores para competir en un mundo globalizado, lo que exige políticas públicas eficientes y capaces de ser evaluadas antes de su implementación, no después.
Como ha señalado el profesor Rodríguez-Pose, en los últimos años, y por razones que saltan a la vista, se ha dedicado mucho tiempo a analizar las desigualdades individuales en términos de renta, pero poco a la desigualdad territorial, que hunde sus raíces en la nueva división internacional del trabajo y en la ausencia de incentivos locales.
Palabrerías
La consecuencia es evidente: ha nacido un nuevo sujeto político —este, desde luego, más consistente que el que reivindican los independentistas catalanes— que no tiene nada que ver con las categorías tradicionales (izquierda-derecha, ricos o pobres), sino con un componente local que hoy se les escapa a los grandes partidos. También a los más pequeños, cuya agenda, más allá de palabrerías, está hoy alejada de problemas que han venido para quedarse.
No en vano, las diferencias comienzan a ser insalvables. Con la misma legislación, laboral, seis regiones (País Vasco, Navarra, La Rioja, Madrid, Baleares y Aragón), tienen una tasa de paro inferior al 10%, mientras que Extremadura y Andalucía están por encima del 20%, lo que da idea de que se trata de un problema complejo que, desde luego, no se resolverá troceándolo, como ha hecho este gobierno. Ni manteniendo vigente un Fondo de Compensación Interterritorial (que es el que diseña la Constitución) completamente obsoleto, como vienen denunciando desde hace años muchos especialistas.
Entre los despropósitos de la configuración del Ejecutivo está la parcelación de la política de cohesión territorial en, al menos, cinco ministerios
Entre los muchos despropósitos de la configuración del consejo de ministros está la parcelación de la política de cohesión territorial, que descansa ahora en, al menos, cinco ministerios: el de Transición Ecológica y el Reto Demográfico (Ribera), el de Política Territorial y Función Pública (Darias) el de Inclusión Seguridad Social e Migraciones (Escrivá), el de Agricultura (Planas) y, por supuesto el flamante vicepresidente segundo y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030 (Iglesias), que ha creado una insólita dirección general denominada de Políticas Palanca (sic) para el cumplimiento de la Agenda 2030, como si la demografía, el envejecimiento o el futuro de la agricultura no fueran el núcleo de las políticas de Estado en las próximas décadas. Sin contar esa fantasmagórica Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia de País creada al abrigo del jefe de gabinete de presidente (Redondo), cuyo campo de juego es una entelequia. No parece que el diseño vaya a ser muy eficaz. La tractorada está más cerca.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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