Enrique García-Máiquez
Hace unos días dediqué un artículo a la píldora holandesa de la eutanasia, con el rabillo del ojo puesto en lo que se nos venía encima en España, y ya está aquí. Hablaba del vacío al que nos aboca que el Estado anime (toda despenalización tiene un obvio efecto estimulante) a los ancianos a quitarse de en medio. Varios lectores me dijeron que el artículo les gustó, pero que ellos, no siendo católicos, preferían tener la pastilla a mano.
Me expliqué mal, porque yo no pretendía hacer un artículo religioso. Como Gómez Dávila, soy un pagano que cree en Cristo, y entiendo mucho mejor el suicidio, al modo Séneca, que el aborto. En el primer caso, uno dispone de su vida, mientras que en el otro desecha una vida ajena sin darle oportunidad.
Comparto con esos lectores que una vida sin dignidad no compensa ser vivida. Lo que nos exige preguntarnos seriamente qué es la dignidad. Ahí la respuesta del cristiano, por mucho paganismo que le pida el cuerpo, sí es religiosa. Su dignidad estriba en que Dios sostenga su vida, mientras Él quiera, con su amor. Pero quien no es cristiano también necesita una dignidad que le sostenga.
Nos damos así de bruces con la paradoja de que la legalización de la eutanasia afecta muchísimo más a los menos religiosos. Un Estado que estaba dispuesto a poner su ordenamiento jurídico al servicio de tu vida y a gastar todo lo necesario en pensiones y en sanidad, sin echar cuentas, transmitía a sus ciudadanos, por muy desanimados o enfermos que algunos estuviesen, una idea muy alta y noble de la dignidad humana, no religiosa, pero
sacra. Era un Estado del Bienestar y del Bienser. En cambio, si se desentiende y dispensa la muerte a demanda, aunque presuma de progresista y social, privatiza la dignidad, que pasa a depender exclusivamente de cada voluntad particular. El Estado se lava las manos. Y se deja a mucha gente dependiente de sus propios recursos psíquicos y morales, en un neoliberalismo salvaje del espíritu.
Este cariz neoliberal podrá, además, comprobarse prácticamente en la discriminación socioeconómica a la que nos abocará esta ley. Las personas más vulnerables a una situación de desamparo serán, en su mayoría, las más pobres. Quienes dispongan de más recursos gozarán de mejores condiciones para afrontar la etapa final de su vida, recursos para evitar el dolor, minimizar la soledad o paliar el desánimo. Al neoliberal Sánchez le da lo mismo.
ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ
Publicado en Diario de Cádiz.
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