Sostenía el gran humanista que el texto es una de las formas de Eros. Y por tanto la relación entre maestro y discípulo es una relación amorosa
El filósofo y crítico literario George Steiner, fotografiado en su domicilio con uno de sus libros.
He bajado a escribir esta necrológica a la terraza del Petit Café, en la Plaza de Ocata. Al fondo de la calle Pintor Miquel Villá está el Mediterráneo. A esta hora la luz del mediodía le arranca chispeantes reflejos asalmonados a su superficie.
La cultura es esto: el intento de combatir con palabras el silencio del ser. Es importante recordarlo en la muerte de Steiner, humanista rezagado, porque hoy, a las puertas del poshumanismo, nos sentimos más necesitados que nunca de palabras.
Son frecuente los lamentos por la crisis del humanismo. Pero no está nada claro que lo que nos mueva sea el amor a las humanidades. Pudiera ser que detrás de nuestras quejas sólo haya miedo al creciente antihumanismo, de forma que sólo seamos anti-antihumanistas.
El humanismo era el acicate que nos animaba a combatir la vulgaridad que llevamos adherida al alma y que no se conformaba con entender la democracia como una universal aspiración a la igualdad. Propugnaba una igual aspiración a la excelencia. El humanista sabía que la respuesta a lo que es el hombre no se encuentra en los huesos de Atapuerca, sino en su aspiración a alcanzar la mejor versión de sí mismo. Por eso es esencial ofrecer a los jóvenes motivos de estudio que trasciendan los huesos de Atapuerca.
Steiner quería ser visto como un cartero que lleva a su destinatario estos motivos, o sea, las cartas que dirigieron los grandes autores a las nuevas generaciones. Los jóvenes necesitan un cartero que los ponga en contacto con los grandes. Si los clásicos se han vuelto difíciles no ha sido por su culpa. Leer es situar un texto en un contexto. Por eso, para entender a Góngora hay que situarse en su contexto preciso, lo cual requiere tener bien nutrida la biblioteca ambulante que es nuestra memoria. El texto no es un pretexto, sino una de las formas de Eros, aquel dios que los antiguos llamaban simiente de la unión. Nos permite profundizar en nuestra alma, nos enseña a pensar con matices (el matiz es la honestidad de la inteligencia), nos mantiene en relación con lo grande. La relación entre maestro y discípulo, nos dice en Lecciones de los maestros, es una relación erótica.
El profundo rechazo de Steiner a los métodos pedagógicos suaves tan en boga se explica por su abandono de la memoria ("el poema que vive en nosotros vive con nosotros, cambia como nosotros") y del silencio ("el miedo de los niños al silencio me da miedo").
Una de sus películas preferidas era Il postino, de Michael Radford, basada en la Ardiente paciencia de Antonio Skármeta.
"Un maestro -dice Steiner- es el celoso amante de lo que podríamos ser".
Para poder amar lo mejor que podemos llegar a ser, alguien nos lo ha de hacer visible y deseable. Cuando tal cosa sucede, hemos conquistado el derecho a tener un alma, porque, ¿qué es el alma sino la palabra que lo mejor que podemos llegar a ser dirige a lo que somos?
Rememorando sus años de estudiante en la Universidad de Chicago, cuenta en Errata que Leo Strauss comenzaba sus cursos con estas palabras: "Damas y caballeros, buenos días. En esta clase no se mencionará el nombre de..., que por supuesto es estrictamente incomparable". Evidentemente, él tampoco lo nombraba. Repite la anécdota en Celan y Heidegger: diálogo en el silencio, pero añadiendo que Strauss insistía en que estaba prohibido mencionar el nombre de Heidegger en su seminario.
Inevitablemente, los alumnos de Strauss se susurraban el nombre del innombrable y al salir de clase corrían a la biblioteca: "Esa noche intenté hincarle el diente al primer párrafo de Ser y tiempo. Era incapaz de entender incluso la frase más breve y aparentemente directa. Pero el torbellino ya había comenzado a girar y tuve el presentimiento radical de un mundo absolutamente nuevo para mí".
"Esta es la cuestión -concluye Steiner-. Llamar la atención de un estudiante hacia aquello que, en un principio, sobrepasa su entendimiento, pero cuya estatura y fascinación le obligan a persistir en el intento". Esta es la cuestión, podríamos decir también: despertar en el alumno el deseo de elitismo intelectual.
Strauss puso a Steiner en contacto con el legado que Rosenzweig desarrolló en la Freies Jüdischen Lehrhaus de Frankfurt. Rosenzweig, más interesado por el heroísmo intelectual de los judíos que por el sionismo, creía que la manera genuinamente judía de enseñar es la traducción. En una carta a su primo Hans Ehrenberg, convertido en 1911, le dice: "El aprendizaje judío se corresponde, poco más o menos, con lo que para vosotros es un sacramento". Es una ética del enseñar aprendiendo, cuya transmisión era el mayor servicio que podía brindarse a la propia cultura. Basándose en Rosenzweig, Leo Strauss desarrollará su propio proyecto de "aprender leyendo" (lesendes Lernen) para ayudar a sus alumnos a relacionarse con los grandes problemas recogidos en la literatura clásica.
Steiner (como Rorty o Sontag) bebe directamente de esta fuente. Por eso afirma constantemente el poder moral de la literatura y, por lo tanto, lo que podemos llamar "el deber moral de ser inteligentes". En una ocasión dijo que «un judío es un hombre que, cuando lee un libro, lo hace con un lápiz en la mano porque está seguro de que puede escribir otro mejor».
Y sin embargo...
¿Es el humanismo suficiente?
Esta es la pregunta que queda como incómoda sospecha en el fondo de nuestras apasionadas lecturas de Steiner. Está formulada explícitamente en el prefacio de Lenguaje y silencio, donde quiere ofrecernos una respuesta humanista aparentemente consoladora: "La pérdida de valor de la palabra es un fenómeno inseparable del triunfo de la barbarie". Podríamos suponer, entonces, que el mantenimiento del valor de la palabra nos protege de la barbarie. Pero no parece ser esta una verdad autoevidente, ya que la misma lengua que sirve para amar también sirve para insultar, herir, despreciar, anonadar, aniquilar... Este es el legado trágico que el siglo XX europeo le ha dejado al humanismo.
Heidegger dejó dicho que "la palabra posee al hombre". Pero entre nazis y estalinistas había no pocos letraheridos. Los libros no les impidieron ejercer de verdugos. Hoy sabemos que es perfectamente factible leer a Goethe por la mañana, escuchar a Bach a medio día y ser guardián de Auschwitz por la noche.
Y sin embargo...
Es imposible no hallar en Steiner la terca voluntad de encontrar en el legado de los grandes textos aquellas palabras que podamos transmitir a los jóvenes para impedir la invasión vertical de la barbarie.
Se ha ido dejando la tarea inacabada. Pero en la continuación de su esfuerzo se juega el humanismo, hoy, su razón de ser.
GREGORIO LURI* Vía EL MUNDO
*Gregorio Luri es profesor de Filosofía.
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