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jueves, 16 de junio de 2016

¡MADRE, PRÉSTAME TUS OJOS!




Fue un domingo del tiempo de Navidad en el que un sacerdote, proveniente de una de las parroquias de la sierra del Perú ubicada a 3.830 m.s.n.m., presidía la celebración eucarística parroquial. Había llegado a Lima acompañado de un conjunto de acólitos a fin de tomar un breve descanso de su compleja y ardua labor pastoral y para que dichos jóvenes compartieran sus vivencias con sus coetáneos de nuestra parroquia.

Durante la homilía nos explicó con meridiana sencillez las lecturas bíblicas y al concluir dirigió una mirada al grupo de niños y niñas asistentes y con singular picardía les preguntó: “Niños y niñas ¿saben ustedes de qué color fueron los ojos de la Virgen María?”. Las desordenadas respuestas infantiles no se hicieron esperar: “Azules”, “verdes”, “castaños”... A cada respuesta, el sacerdote movía su cabeza indicando que no era la respuesta adecuada. Como ninguna le satisfacía, el sacerdote se dirigió a los adultos y dijo: “Dado que los jóvenes no han dado en el blanco, pido a los adultos que les ayuden a brindar la respuesta acertada a esta pregunta: ¿de qué color eran los ojos de la Virgen María?" Un silencio sepulcral invadió la pequeña iglesia. Nadie se atrevía a dar una respuesta. El mundo adulto es mucho más complejo que el infantil.

“Para ayudarles les voy a dar una pista: al concluir el rezo del santo Rosario ¿qué oración recitan a la Virgen?” –preguntó el sacerdote. Una anciana mujer levantó tímidamente su mano derecha y dijo: “La Salve, padre”. “Muy bien, ¿podría usted acercarse?” –expresó el sacerdote. La anciana, ayudada por una niña, se acercó al sacerdote con un lento caminar. “¿Podría usted recitar en voz alta la oración de la Salve?” –le preguntó el sacerdote. Y la anciana comenzó a decir dicha oración: “Dios te salve, reina... vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y”... El sacerdote, muy amablemente, la interrumpió y le pidió que volviera a recitar el último párrafo que ella había recitado. “Esos tus ojos misericordiosos”... “¡Ahí está la respuesta!, estimadas hermanas y estimados hermanos en Cristo Jesús” –expresó el sacerdote con singular alegría.

“Es cierto, el arte universal nos ha mostrado los ojos de la Virgen con distintos colores y tonalidades y eso está muy bien; pero los ojos de María son de un color especial. No existe en la gama de los colores terrenales y, por ello, ningún artista lo ha podido expresar; son de una belleza incomparable. Sus ojos son color misericordia; misericordia que está al servicio del otro, del prójimo”.


Todos los fieles escuchábamos atentamente, tratábamos de no perdernos ninguna parte del mensaje. Prosiguió el sacerdote elevando un poco el tono de su voz: “¿Cómo no han de ser ojos de misericordia si fue la que ‘partió sin demora’ (Lc 1,39) a visitar a su parienta Isabel para ayudarla en el proceso de gestación que se desarrollaba en la vejez (Lc 1, 36)? ¿Cómo no han de serlo, si al recibir el saludo de la parienta cantó la grandeza del Señor expresando que su misericordia se extiende de generación en generación (Lc 1, 50)? ¿Cómo no han de serlo, si le expresó a su Hijo que los esposos que los habían invitado a la boda no tenían vino (Jn 2,3)? ¿Cómo no han de serlo, si escuchó, tal vez de primera mano, aquel mandato de: “Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 36)? ¿Cómo no han de serlo, si a través del discípulo amado nos recibió como hijos (Jn 19, 26-27)? ¿Cómo no han de serlo, si fueron testigos de la expresión de las más sublimes palabras de misericordia pronunciadas hasta ese entonces: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc. 23, 34)? Finalmente, ¿cómo no han de serlo, si fue la mujer que nucleó a los miembros de la primitiva iglesia para recibir en oración el Espíritu Santo (Hch. 1, 14) que ya en la Anunciación la había cubierto con su sombra (Lc. 1,35)?"

El sacerdote hizo un alto en su reflexión a fin que los feligreses, al igual que María, guardáramos estas palabras en nuestro corazón. Un silencio profundo y reverente invadió la iglesia. Cambiando el tono de su voz, asemejándolo al del padre bueno que quiere que el hijo le escuche, prosiguió diciendo: “Por todas estas razones, la Virgen María, la mujer excelsa entre todas las mujeres, tiene ojos misericordiosos y ejerce misericordia con nosotros, los hijos de Eva. Y de esa misericordia maternal debemos valernos para llegar a ocupar la celestial morada que Jesús, el Rey de reyes, ha preparado para nosotros (Jn. 14,2)".

Continuó la celebración en un ambiente de recogimiento mariano. Se percibía que María estaba ahí, participando entre nosotros y con nosotros del sacrificio eucarístico de Jesús. Todos los fieles estábamos extraordinariamente sobrecogidos por un intenso fervor mariano. Habíamos comprendido que los ojos de María, además de ser de madre bondadosa, eran ojos de misericordia dispuestos a defendernos a ultranza ante el Hijo.

Antes de invitarnos al saludo de paz, el sacerdote se dirigió a toda la asamblea y nos dijo: “Hermanas, hermanos en Cristo Jesús, les pido que el saludo de paz que vamos a expresarnos tenga el día de hoy una tonalidad diferente. Todos y cada uno de nosotros contemplemos mentalmente los ojos de María, pidámosle que su mirada misericordiosa sea nuestra mirada a fin que estemos atentos a las necesidades corporales y, sobre todo, espirituales de nuestro prójimo”. Con esta monición nos expresamos, de un modo especial, el saludo de paz; tan especial, que a algunos asistentes arrancó algunas lágrimas de profunda emoción. Concluyó la celebración eucarística y muchos de los asistentes permanecieron un momento en el templo en actitud de recogimiento y oración.

Transcurrían los días, la vorágine de las responsabilidades familiares, laborales, académicas y sociales absorbía toda mi atención; pero las reflexiones compartidas por el sacerdote en la celebración eucarística dominical venían una y otra vez a mi mente. Hacia la mitad de la semana tuve que visitar a unos clientes para interesarlos en la compra de un producto nuevo que la empresa estaba preparando su lanzamiento al mercado. Al repasar el itinerario pude constatar que estaría muy cerca de una iglesia en la que mi madre, siendo muy pequeño, me presentó a la patrona de nuestra ciudad.

Desarrollé con especial diligencia el encargo laboral y luego me dirigí al tempo, al que, dicho sea de paso, hacía mucho tiempo no había regresado. Entré semiavergonzado y con la actitud del hijo que hace mucho tiempo no visita a su madre. Saludé al Dueño de casa con las mejores palabras y sentimientos que en ese momento brotaron desde lo más profundo de mi corazón y luego dirigí mi mirada a la Virgen del Carmen, aquella Virgen a la que mi madre me había confiado. Fijé mis ojos en sus ojos y realmente allí pude comprender todo el tremendo significado de lo que el sencillo sacerdote nos había querido transmitir. Realmente percibí que sus ojos eran color misericordia, que me acogían a mí y, sin duda alguna, a tantos hijos que como yo luchaban, principalmente, por el prestigio, el estatus... y nuestra vida espiritual había pasado a un segundo plano o simplemente no existía en nuestra escala de valores. Me sentí acogido por una ternura pocas veces percibida. Quedé sumido en un profundo y largo silencio, como el que los seres humanos expresamos al lado de nuestra madre cuando enfrentamos un conjunto de dificultades. Era un silencio en el que yo le decía muchas cosas y, percibía que Ella me respondía con acogimiento maternal. No sé cuánto tiempo estuve en esa actitud.

Finalmente, lo único que atiné a decir fue: “¡Madre!, préstame tus ojos para ver con la óptica de tu misericordia a todos los seres humanos; pero, no sólo para verlos, observarlos, tal vez, compadecerme de sus necesidades sino para que actúe como si tú estuvieras actuando en su favor”. Muy pausadamente recité una vez más con la confianza de un hijo que es escuchado: “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”...


                                                         JUAN FRANCISCO DEL ROSARIO NIETO  Via CARI FILII

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