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sábado, 18 de junio de 2016

UN HORIZONTE MORAL


La exaltación del espíritu de la clase media, objeto de mi anterior colaboración en esta misma página no es asunto de nostalgia, sino reivindicación de un horizonte moral que, si ahora contemplamos tendido a nuestras espaldas, también nos señala la dirección correcta, el camino a seguir hacia un futuro de restauración nacional.


Los valores de la clase media fueron responsables de muchas cosas que no solo echamos de menos, sino que aspiramos a devolver a nuestra sociedad para hacerla más moderna, más libre, más eficaz, más justa. Nada hay de añoranza anacrónica en la evocación de esta grave pérdida, nada de conmovedora reclusión en los recintos exhaustos de una mansión cultural deshabitada.

Por el contrario, enarbolar esos principios de comportamiento de la clase media, empuñar su modo de vivir y su manera de comprender la existencia, es la única forma que se me ocurre de recuperar el vigor de esta sociedad, cuya fortaleza no es energía social, sino mera inconsciencia compulsiva; la propaganda no es difusión de ideas, sino simple excitación momentánea y el hábito de convencer con argumentos no es ahora sino la costumbre de intimidar.


Que unos, en el populismo, elijan esa perspectiva esteticista en la que el gesto se confunde con el liderazgo y la mala educación quiere adquirir el rango del ejemplo. Que otros, en la derecha, asuman su silencio cómplice, sus acusaciones de ingratitud a una sociedad que está dejando de creer en ellos y hasta de votarles. Yo prefiero señalar esa pauta de orientación que no se sostiene sobre meras especulaciones, sino sobre la avanzada edad de nuestra cultura y la sobrada madurez de nuestra historia.

La forma en que se ha desguazado nuestro sistema educativo y la renuncia a defender los fundamentos elementales de lo que podía haber sido una gran tarea de recuperación cultural ya han sido comentados en esta página. La educación ha sido terreno de combate permanente y lugar donde se han expresado, como en pocas otras zonas de conflicto político, todos los complejos, toda la cobardía, todo el impulso a la humillación de nuestros valores. 



En el ámbito de la enseñanza se ha manifestado en su enormidad la torpe confusión entre el diálogo y la claudicación, especialmente en algunos temas que la izquierda considera, sin que ello nos sorprenda, incuestionables. La escuela y la universidad son aquellos espacios en los que se han dejado de librar batallas sobre materias importantes que nunca tenían que haberse confiado a negociaciones corporativas o a consensos artificiales.

Ahí debía haberse hecho presente la necesidad de ofrecer una cultura cristiana que explicara a nuestros adolescentes el fundamento y desarrollo de la civilización europea. Ahí tenía que haber aflorado la exigencia de preservar la conciencia nacional mediante la escuela, así como también la lucha por el esfuerzo y la verdadera igualdad de oportunidades.



Ahí debía haber palpitado el derecho a la promoción de los mejores, con independencia de sus recursos. Y, por supuesto, ahí tenían que haberse manifestado con claridad el rechazo al uso irresponsable del dinero público y la condena del frívolo abandono de la tradición humanista en nuestras aulas.

Pero, aunque los debates sobre el sistema educativo hayan podido mostrar tanto la importancia capital de este asunto para la salvación de nuestra cultura, como la irresponsabilidad de la derecha en la defensa de lo que en definitiva parece interesarle bien poco, el horizonte moral de la clase media apunta hacia otros aspectos de nuestra existencia social que deberíamos
reivindicar en esa discusión persistente sobre el modelo de país y la idea de España.

La clase media fue responsable de la puesta en pie de la sociedad liberal. Levantó, sobre las ruinas del Antiguo Régimen, pero también sobre la mejor sustancia de una tradición milenaria, un sistema político y un orden social basados en la libertad y la dignidad de la persona.



Esa clase media no se refirió a sus propios intereses: nunca se presentó a sí misma como portadora exclusiva de la razón ni como custodia única de los valores de la tradición. Nunca alardeó de poseer en usufructo el patriotismo ni lo convirtió en las formas más abyectas de un nacionalismo de fragmentación. Nunca quiso presentarse como vanguardia ilustrada, clase dirigente o imagen venerable ante la que la sociedad debía arrodillar su voluntad. Construyó el concepto moderno de ciudadanía.


Supo combinar el progreso con la continuidad, el cambio necesario con la indispensable permanencia. Sobre la destrucción del absolutismo, construyó sistemas constitucionales. Frente a los totalitarismos del siglo XX, defendió la decencia liberal de nuestra civilización.

A ese repertorio de méritos adquiridos en la historia
me refiero al hablar del horizonte que tenemos a nuestras espaldas, pero que alienta aún nuestra marcha, como el peso del sol tiende la forma de nuestra sombra ante nosotros.


En el desconcierto de estos primeros compases del siglo XXI, terribles en sus penalidades económicas y en el desarraigo ético de las normas de convivencia, letales en la pérdida del rigor profesional y la exigencia cívica, el horizonte al que debemos mirar es el que tiende su cuerpo ante nosotros, ante nuestro futuro por definir, en esa línea inacabable donde reposa nuestra esperanza.

La falta de liderazgo moral de nuestro tiempo es la manifestación más grave de lo que hemos perdido en décadas absurdas de despreocupación, de divertida opulencia y desprecio de lo espiritual. Hemos llegado a reducir a casi nada la propia condición del ser humano.



Porque nadie creerá que somos hoy más libres, que hoy se respeta más la dignidad que todos poseemos. Porque nadie se tomará en serio ciertas declaraciones rebeldes de nuestros días, cuando tan lejos estamos de aquellos lemas de igualdad, fraternidad y libertad con que la clase media empujó el mundo hacia su plena realización.

Conocido el diagnóstico, el esfuerzo de restauración
habrá de ser inmenso. Deberemos llamar a todos los corazones para devolverle al hombre su plena conciencia de pertenecer a una cultura en que nace y permanece libre. Deberemos pulsar todas las fibras de la razón para restituirle la seguridad en sí mismo.


Para recordarle que hubo un tiempo en que prefirió la reflexión a la consigna, el esfuerzo a la gratuidad, la fraternidad a las formas demagógicas de solidaridad. Para que plante de nuevo los cimientos de su antigua hegemonía; el mérito como verdadera realización de la igualdad de oportunidades, la prudencia como auténtica expresión de la firmeza de los principios, la defensa de la propia dignidad, nunca confundida con la insolencia grosera .

Este es el horizonte moral que la clase media supo construir en otro tiempo y cuya destrucción está en la raíz de nuestras desgracias. Es verdad que carece de la eficacia de algunas consignas con las que se azuzan las masas.



Posee, sin embargo, el inmenso valor de unos principios, en los que confiamos y con los que tal vez consigamos inculcar coraje, ímpetu sobrio, la fuerza espiritual que nos corresponde en tiempos de tribulación, como los aletazos tiernos, intransigentes, educadores, de un ángel fieramente humano en el centro mismo de nuestra conciencia.




                                                                                    FERNANDO Gª DE CORTÁZAR    Vía ABC


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