El frikismo intelectual de algunos han colocado a la derecha en un terreno desconocido: porque el partido que hizo bandera de la seriedad en la gestión ahora se ha dividido en dos
El presidente del PP Pablo Casado (c), junto a la vicesecretaria de
Sectorial, Isabel García Tejerina, y los economistas Carlos
Rodríguez-Braun (i), Lorenzo Bernaldo
En materia de política económica, el PSOE ha utilizado durante años una táctica tan arriesgada
como eficaz. Cuando los socialistas estaban en la oposición, tiraban de
corazón (del ala situada más a la izquierda). Cuando llegaban al
Gobierno, tiraban de cabeza.
Así, si Alfonso Guerra metía con calzador en el programa electoral de 1982 la promesa de crear 800.000 puestos de trabajo, después Solchaga se encargaba de dejar claro que los gobiernos no crean empleos, y que por ello era absurdo prometer nada al respecto.
La ecuación funcionó con precisión matemática: una cosa era el partido y otra el Gobierno. El primero representaba las esencias de la izquierda, atizaba las emociones de los votantes y con este fin controlaba el programa electoral. El segundo se encargaba del día a día, de la acción de Gobierno. Durante las campañas, mandaba el primero. De las legislaturas, se encargaban los segundos, gestores como el propio Solchaga o más adelante Pedro Solbes.
También Pedro Sánchez, salvando las distancias, intentó repetir esta fórmula después de ganar las primarias a Susana Díaz. Al frente del área económica puso a Manuel Escudero, un heterodoxo economista que se encargó de la ponencia del "nuevo PSOE" y que defendía, entre otras cosas, que su objetivo no era "recuperar el Gobierno" sino "reinventar el capitalismo". Cuando Sánchez llegó a la Moncloa, sin embargo, puso a Nadia Calviño al frente de Economía: prefirió la ortodoxia de una funcionaria de Bruselas a los experimentos de su hasta entonces gurú económico, a quien mandó a París como embajador ante la OCDE (un lugar mucho más apropiado para las gaseosas).
La fórmula de los socialistas, eficaz al principio, se resintió con el paso del tiempo: en la actualidad son muy pocos los votantes que dicen votar al PSOE por su capacidad de gestión de la economía (son muchos más en cambio los que dicen hacerlo por sus políticas sociales, por tradición, o por su identificación como "partido de izquierdas"). Seguramente porque, como decía Lincoln, quizás se pueda engañar a algunos todo el tiempo, y a todos en algún momento, pero lo que no se puede es engañar a todo el mundo todo el tiempo. O también, otra manera de verlo, es que a fuerza de separar el corazón de la cabeza, los presidentes del Gobierno socialistas (ahora Sánchez o antes Zapatero) terminaron por pensar que la gestión de la economía se podía hacer a pachas, ora por uno (la cabeza) ora por otro (el corazón), desoyendo aquel consejo de Olof Palme que tantas veces repetía Felipe González: a un ministro de Economía no se le puede hacer caso solo la mitad de las veces, sino hay que hacerlo el 99% (el propio Felipe aclaraba que la única razón para no llegar al 100% era no subvertir el reparto de roles entre el presidente y sus ministros).
El PP siempre optó por un modelo distinto: gestores fríos, sin apenas décimas de fiebre ideológica. En algunos casos, tal vez demasiado despojados de ropaje alguno, pero al menos con un control absoluto de los asuntos económicos. Ni Aznar ni Rajoy se inmiscuyeron en las propuestas económicas tanto como lo hizo Zapatero o ahora lo hace Sánchez.
Y la fórmula (menos carga ideológica pero más control sobre el área económica) les funcionó mejor, como le había funcionado a González con Solchaga. Desde entonces los votantes suelen reconocer al PP una valoración mayor en la gestión de los asuntos económicos.
Por eso, las apuestas de PP y Vox en materia económica, suponen un giro de 180 grados sobre la tradición más reciente. Vox ha encargado su programa económico a Rubén Manso, un inspector del Banco de España que entre otras cosas propone la vuelta al patrón oro. El patrón oro fue un sistema monetario internacional que saltó por los aires en la década de 1930 (después se transformó en un patrón oro ajustado, el sistema de Bretton Woods, en el que las monedas establecían su paridad con el dólar y este a su vez tenía una convertibilidad fija en oro; también este sistema saltó por los aires en 1971).
La mayor parte de los economistas coincide en que el patrón oro, si no causante, fue al menos responsable de la severidad de la crisis económica durante la década de los treinta. A día de hoy, defender la vuelta al patrón oro es de un frikismo muy marginal: para entendernos, es tanto como defender como principal medida de política penitenciaria que los presos lleven grilletes atados a una bola de hierro negra. Para una parte (muy minoritaria), situada a la derecha del partido republicano, el patrón oro tiene un componente totémico: representa una época en la que los bancos centrales estaban atados de pies y manos, porque el patrón oro ajustaba automáticamente la masa monetaria (debido a la convertibilidad de las monedas en oro), fuera del control de las autoridades monetarias. En este sentido, el patrón oro es una especie de sueño húmedo del monetarismo de Milton Friedman, que recomendaba a los Bancos Centrales aplicar reglas automáticas para el control del dinero en circulación.
Daniel Lacalle, gurú económico de Casado y
candidato al Congreso por el PP, defiende una posición menos radical
que el patrón oro, pero bastante más que la de Friedman. Lleva años
defendiendo que la respuesta de los Bancos Centrales a la crisis
(acomodaticia en los tipos de interés y de barra libre de liquidez) va
camino de provocar una hiperinflación generalizada y
una crisis financiera aún más grave que la anterior. Tanto tiempo lleva
defendiéndolo que es posible que en algún momento, a lo largo de las
próximas décadas, termine por acertar (los ciclos económicos tienen una
naturaleza recurrente). No es su única opinión controvertida: hace unos días defendía como modelo de financiación autonómica extender el concierto vasco al resto de CCAA,
otra idea importada de la derecha norteamericana. Como en la mayoría de
ideas de Lacalle hay un gramo de razón (la falta de corresponsabilidad
fiscal de las CCAA), varios kilogramos de falacias (las enormes
diferencias en la composición del gasto público entre España y EE.UU., o
la artificial distinción entre concierto y cupo -hablar de uno sin
hacerlo del otro es como no decir nada-) y finalmente la impresión de
que se busca más la provocación que el debate intelectual.
Hace unos días, en el debate económico en la Sexta, Lacalle mostró un gráfico para justificar su propuesta de bajar impuestos que rozaba el esperpento: comparaba la evolución de la recaudación tributaria entre 2012 y 2014 (en plena recesión) y entre 2015 y 2017 (en plena fase expansiva). Según él, la mayor recaudación en la segunda etapa demostraba que "bajar impuestos funciona". Al menos Laffer garabateó unas curvas en una servilleta.
El
frikismo intelectual de algunos, y los argumentarios de plató de
televisión de otros, han colocado a la derecha en un terreno
desconocido: porque el partido que hizo bandera de la seriedad en la gestión, el que sacaba pecho por habernos puesto a dieta hasta conseguir cumplir con los criterios de Maastricht y entrar en el euro, ahora se ha dividido en dos. No es difícil entender por qué Aznar anda un poco desquiciado. Los que fueron un día sus votantes ahora pueden terminar votando la vuelta al patrón oro o
extender los conciertos económicos a todas las regiones españolas. Si
en lugar de Aznar, fuese Rajoy quien estuviese de campaña, apuesto a que
ya se le habría escapado una de sus citas favoritas, la que se atribuye
al Conde de Romanones: "Joder, qué tropa".
ISIDORO TAPIA Vía EL CONFIDENCIAL
Así, si Alfonso Guerra metía con calzador en el programa electoral de 1982 la promesa de crear 800.000 puestos de trabajo, después Solchaga se encargaba de dejar claro que los gobiernos no crean empleos, y que por ello era absurdo prometer nada al respecto.
La ecuación funcionó con precisión matemática: una cosa era el partido y otra el Gobierno. El primero representaba las esencias de la izquierda, atizaba las emociones de los votantes y con este fin controlaba el programa electoral. El segundo se encargaba del día a día, de la acción de Gobierno. Durante las campañas, mandaba el primero. De las legislaturas, se encargaban los segundos, gestores como el propio Solchaga o más adelante Pedro Solbes.
Ciudadanos, en la silla caliente de la política española
También Pedro Sánchez, salvando las distancias, intentó repetir esta fórmula después de ganar las primarias a Susana Díaz. Al frente del área económica puso a Manuel Escudero, un heterodoxo economista que se encargó de la ponencia del "nuevo PSOE" y que defendía, entre otras cosas, que su objetivo no era "recuperar el Gobierno" sino "reinventar el capitalismo". Cuando Sánchez llegó a la Moncloa, sin embargo, puso a Nadia Calviño al frente de Economía: prefirió la ortodoxia de una funcionaria de Bruselas a los experimentos de su hasta entonces gurú económico, a quien mandó a París como embajador ante la OCDE (un lugar mucho más apropiado para las gaseosas).
La fórmula de los socialistas, eficaz al principio, se resintió con el paso del tiempo: en la actualidad son muy pocos los votantes que dicen votar al PSOE por su capacidad de gestión de la economía (son muchos más en cambio los que dicen hacerlo por sus políticas sociales, por tradición, o por su identificación como "partido de izquierdas"). Seguramente porque, como decía Lincoln, quizás se pueda engañar a algunos todo el tiempo, y a todos en algún momento, pero lo que no se puede es engañar a todo el mundo todo el tiempo. O también, otra manera de verlo, es que a fuerza de separar el corazón de la cabeza, los presidentes del Gobierno socialistas (ahora Sánchez o antes Zapatero) terminaron por pensar que la gestión de la economía se podía hacer a pachas, ora por uno (la cabeza) ora por otro (el corazón), desoyendo aquel consejo de Olof Palme que tantas veces repetía Felipe González: a un ministro de Economía no se le puede hacer caso solo la mitad de las veces, sino hay que hacerlo el 99% (el propio Felipe aclaraba que la única razón para no llegar al 100% era no subvertir el reparto de roles entre el presidente y sus ministros).
El PP siempre optó por un modelo distinto: gestores fríos, sin apenas décimas de fiebre ideológica. En algunos casos, tal vez demasiado despojados de ropaje alguno, pero al menos con un control absoluto de los asuntos económicos. Ni Aznar ni Rajoy se inmiscuyeron en las propuestas económicas tanto como lo hizo Zapatero o ahora lo hace Sánchez.
El PP siempre optó por un modelo distinto: gestores fríos, sin apenas décimas de fiebre ideológica
Y la fórmula (menos carga ideológica pero más control sobre el área económica) les funcionó mejor, como le había funcionado a González con Solchaga. Desde entonces los votantes suelen reconocer al PP una valoración mayor en la gestión de los asuntos económicos.
Por eso, las apuestas de PP y Vox en materia económica, suponen un giro de 180 grados sobre la tradición más reciente. Vox ha encargado su programa económico a Rubén Manso, un inspector del Banco de España que entre otras cosas propone la vuelta al patrón oro. El patrón oro fue un sistema monetario internacional que saltó por los aires en la década de 1930 (después se transformó en un patrón oro ajustado, el sistema de Bretton Woods, en el que las monedas establecían su paridad con el dólar y este a su vez tenía una convertibilidad fija en oro; también este sistema saltó por los aires en 1971).
La mayor parte de los economistas coincide en que el patrón oro, si no causante, fue al menos responsable de la severidad de la crisis económica durante la década de los treinta. A día de hoy, defender la vuelta al patrón oro es de un frikismo muy marginal: para entendernos, es tanto como defender como principal medida de política penitenciaria que los presos lleven grilletes atados a una bola de hierro negra. Para una parte (muy minoritaria), situada a la derecha del partido republicano, el patrón oro tiene un componente totémico: representa una época en la que los bancos centrales estaban atados de pies y manos, porque el patrón oro ajustaba automáticamente la masa monetaria (debido a la convertibilidad de las monedas en oro), fuera del control de las autoridades monetarias. En este sentido, el patrón oro es una especie de sueño húmedo del monetarismo de Milton Friedman, que recomendaba a los Bancos Centrales aplicar reglas automáticas para el control del dinero en circulación.
Defender
la vuelta al patrón oro es como defender como principal medida de
política penitenciaria que los presos lleven grilletes atados a una bola
Hace unos días, en el debate económico en la Sexta, Lacalle mostró un gráfico para justificar su propuesta de bajar impuestos que rozaba el esperpento: comparaba la evolución de la recaudación tributaria entre 2012 y 2014 (en plena recesión) y entre 2015 y 2017 (en plena fase expansiva). Según él, la mayor recaudación en la segunda etapa demostraba que "bajar impuestos funciona". Al menos Laffer garabateó unas curvas en una servilleta.
El
frikismo intelectual de algunos, y los argumentarios de plató de
televisión de otros, han colocado a la derecha en un terreno desconocido
ISIDORO TAPIA Vía EL CONFIDENCIAL
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