Fue una construcción política que precisó de la represión y el terror para su establecimiento y consolidación, y que se proyectó agresivamente hacia el exterior a partir de la exaltación nacionalista
/Eduardo Estrada
En un pequeño libro, Umberto Eco señalaba una serie de rasgos de lo que llamaba el “fascismo eterno”, una ideología y un modelo de régimen político que solo en apariencia habían sido borrados de la historia: “Podían regresar en algún momento bajo una apariencia inofensiva, por lo que nuestro deber consiste en desenmascararlo y poner de manifiesto cada uno de sus nuevos aspectos”.
La advertencia sigue siendo válida, aun cuando ni el fascismo clásico ni el nazismo resurjan de sus cenizas. Sí pueden darse regímenes y movimientos políticos que contienen algunas de sus características fundamentales: el aplastamiento de la democracia y de los derechos humanos, la supresión del pluralismo y de la libertad de expresión, el monopolio del poder por un líder carismático que se apoya en la noción de “pueblo”, construida desde la discriminación del otro. No son estrictamente fascistas, pero sí forman parte de la “nebulosa” heredera del fascismo (y en el caso de Putin, del totalitarismo soviético).
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El debate sigue vivo sobre la naturaleza del fascismo histórico. La literatura antifascista post-1945 elaboró una interpretación útil para la polémica, pero simplificadora. El fascismo de Mussolini habría sido un movimiento reaccionario, desprovisto de ideología, basado en el recurso a una violencia terrorista, al servicio del gran capital. Frente a ello, el revisionismo de Renzo de Felice, mediados los años setenta, propuso con gran éxito la imagen de un fascismo modernizador, propio de unas clases medias emergentes, portador de unas ideas que le causaron siempre inseguridad al tratar de ser aplicadas a la realidad italiana. Desde la tensión permanente entre “fascismo movimiento” y “fascismo régimen”, Mussolini habría intentado ejercer un poder personal, incapaz de cubrir la distancia entre las aspiraciones fascistas y su política. Fue “absolutamente distinto” del nazismo. Hablar de “fascismos” sería un error.
De Felice permitió superar un discurso histórico dualista, poner el acento en la importancia de la ideología e insistir sobre la vertiente modernizadora. El panorama resultante gana en complejidad, aunque la incorpora a costa de desembocar en una amalgama entre aspectos positivos e insuficiencias. Y absoluciones. Además, la importancia de las ideologías no debe suponer verlas en el fascismo como guías de la acción política; ya el recurso inicial a la captación de temas y símbolos de la izquierda nos dice que por encima de la lectura de Sorel o de Le Bon estaba la efectividad del manganello —la porra de hierro— y del revólver para aniquilar al adversario de clase. Conviene leer a De Felice o a Emilio Gentile, tras asistir a una proyección de Novecento o de Vincere. Y contrastar las exculpaciones con datos tales como el racismo exhibido ante Clara Petacci —“cerdos judíos, pueblo destinado a ser completamente destruido”—, o su estrategia del terror aéreo sobre poblaciones civiles (Etiopía, España). “Soy un animal”, se autodefinía Mussolini, ávido de dominio en sexo y política. De idealista, nada.
“Soy un animal”, se definía Mussolini, ávido de dominio en sexo y política. De idealista, nada
Hace ahora un siglo, el 23 de marzo de 1919, era fundado el movimiento fascista los Fascios italianos de Combate, en una asamblea celebrada en el Círculo Industrial milanés de Sansepolcro. La declaración ideológica, obra de Mussolini, revela que su matriz se encontraba en el intervencionismo de Italia en la Gran Guerra. De ahí surgen los tres causantes de la formación del fascismo: movilización ultranacionalista de clases medias, con el exsocialista Mussolini a la cabeza; intereses capitalistas en busca de beneficios extraordinarios, y complicidad del rey, avalista de la llegada y consolidación del fascismo en el poder.
Como en Alemania para el nazismo, la guerra fue el vivero de actitudes políticas subversivas y de violencia para el fascismo. En Sansepolcro, Mussolini invocó a los mártires de la guerra, el derecho de la nación italiana a la expansión territorial y la intención de eliminar a los “neutralistas”. Otros aspectos son confusos, pero el rasgo definitorio es ese ataque a los “neutralistas”, léase socialistas, los “leninistas de Italia”. De la guerra clásica a la guerra social. Semanas más tarde, el 15 de abril, el fascismo naciente descubre su verdadero rostro, al asaltar, y causar varios muertos, una manifestación socialista en Milán, incendiando su diario Avanti! Los excombatientes armados salieron del local de Il Popolo d’Italia,dirigido por Mussolini. De la policía, ninguna protección.
Escuadrismo y violencia antiobrera, amparados por las fuerzas del orden, tal fue la fórmula de ascenso al poder, hasta 1922. El liberalismo gobernante vio en el fascismo una eficaz contrarrevolución armada al servicio de la propiedad, bajo una capa de demagogia. En este marco de intereses, la “revolución” consistió en un proceso de invasión progresiva del poder por un partido-milicia. Su atractivo consistía en responder además a las frustraciones del nacionalismo tras la unificación. El alto precio pagado por la guerra —medio millón de muertos— legitimaba la aspiración de las clases medias a alcanzar un poder que les era negado por las elites liberales, a la sombra amenazadora de la revolución rusa. La cuadratura del círculo se plasmó en una “revolución conservadora”, donde el desplazamiento del poder político respetó las jerarquías previas del orden social.
Escuadrismo y violencia antiobrera, amparados por las fuerzas del orden, tal fue la fórmula de ascenso al poder
Sobre estas bases, el fascismo forjó desde la violencia una alternativa al Estado liberal. Resulta discutible el relato de Emilio Gentile, proponiendo un “cambio radical” desde el primer fascismo, supuestamente antiestatalista e individualista, al constructor de un nuevo Estado, donde el pluralismo resulta sofocado por un “totalitarismo que subordina toda acción individual al Estado y a su ideología” (Eco). Conviene tener en cuenta la capacidad de Mussolini para captar temas y símbolos enfrentados a aquello que quiere derribar: un Estado a cuya conquista y reorganización aspira, atendiendo al patrón totalitario diseñado previamente por Lenin. Una vez alcanzado el Gobierno en 1922, el Estado fascista institucionalizó al escuadrismo, bajo el omnímodo poder del Duce. Fue una construcción política que precisó de la represión y del terror para su establecimiento y consolidación, y que siendo heredera del intervencionismo se proyectó agresivamente hacia el exterior, a partir de la exaltación nacionalista.
Todo ello jugando a fondo la baza modernizadora, especialmente en la comunicación política. Consiguió así, desde el imaginario, generar un consenso, dotado incluso de una dimensión religiosa; pasivo dado el carácter militar de las relaciones políticas y activo por el recurso a una movilización permanente. Al participar en ella, cada fascista ve satisfechas sus pulsiones básicas: dominar al otro, practicar la camaradería, exhibir un machismo desenfrenado y traducir impunemente el odio en violencia. En calidad de líder carismático, Benito Mussolini garantizará la realización de tales aspiraciones generando un culto desaforado a su personalidad.
Togliatti definió el fascismo como “régimen reaccionario de masas” y es precisamente a ese líder a quien corresponde dirigir a las masas, nunca ciudadanos, para su plena integración en el Estado totalitario. Fue un objetivo inacabado en el caso italiano. Pero, más allá de las inevitables distancias, es la convergencia en esa trayectoria lo que aglutina a fascismo y nazismo bajo el denominador común de “fascismos”. Mussolini lo percibió al experimentar una auténtica fascinación cuando conoce a Hitler. Eran “dos dioses sobre las nubes”.
ANTONIO ELORZA* Vía EL PAÍS
*Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.
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