El testimonio del lendakari contradijo a la alcaldesa de Barcelona y tiró por tierra el relato de los que se sientan en el banquillo sobre la consulta y la declaración de independencia
Pedro García Cuartango
El 4 de
mayo de 1915 un devastador incendio destruyó el Palacio de las Salesas,
que ya albergaba el Tribunal Supremo. Las llamas se propagaron por las techumbres de madera del edificio, provocando el hundimiento del tejado. La humareda se pudo ver desde buena parte de Madrid.
Dicen las crónicas que un niño de ocho años, llamado Guillermo Valle, que estaba asomado a un balcón de la calle Bárbara de Braganza, fue el primero en avistar el incendio. «¡Fuego!», gritó.
Pese a la intensidad de las llamas, que redujeron a cenizas el edificio, sólo hubo una víctima mortal: el secretario judicial José María Armada, que falleció al darse un golpe en la cabeza cuando estaba sacando papeles de un despacho.
Alfonso XIII, que estaba cazando pichones en la Casa de Campo, se desplazó esa tarde para visitar el lugar cuando todavía los bomberos intentaban extinguir el fuego.
El Palacio de las Salesas fue reconstruido, aunque las obras se prolongaron hasta 1925. El Salón de Plenos donde se celebra el juicio contra los líderes independentistas está coronado por un fresco de Marceliano Santa María, datado en 1924, que representa a la diosa Justicia que tira de dos caballos blancos encabritados.
Lo que estamos viendo estos días en el Supremo evoca esa imagen de la Justicia que intenta mantener el equilibrio entre esos dos corceles que parecen empujar en direcciones distintas. Nuevamente, ayer la interpretación de los mismos hechos por parte de los abogados y de las acusaciones fue opuesta y contradictoria.
Era perfectamente imaginable que los testimonios de Gabriel Rufián, Albano Dante Fachín y Ada Colau iban a encajar como anillo al dedo en el discurso de deslegitimación del Estado de los inculpados. Pero lo que se salió de lo previsible y rompió todos los esquemas de sus defensores fueron las respuestas del lendakari Iñigo Urkullu, un auténtico torpedo contra la línea de flotación de la nave independentista.
Antes de la declaración de Urkullu, Gabriel Rufián había calificado de «fake news» el carácter violento del nacionalismo catalán tras afirmar que la intervención policial en la consulta del 1 de octubre fue «una salvajada».
En la misma línea, Dante Fachín presentó a los manifestantes que asediaron a la comitiva judicial el 20 de septiembre como una multitud beatífica, ejemplo de civismo y fraternidad.
Y Ada Colau, desde una falsa equidistancia, no perdió la oportunidad de lanzar un alegato para criminalizar el Estado de Derecho, culpando al Gobierno de Rajoy de haber creado «un estado de excepción» en Cataluña.
«Si por la consulta del 1 de octubre estamos hoy aquí, deberíamos estar millones de personas», subrayó tras señalar que ese día se celebró una fiesta cívica.
La declaración de la alcaldesa de Barcelona resulta muy difícil de sustentar tras el testimonio de Iñigo Urkullu, que dijo tres cosas muy relevantes que contradicen el relato del independentismo y de la propia Colau.
La primera es que tanto la consulta del 1 de octubre como la declaración unilateral de independencia eran ilegales. «Nunca defendí un referendum de autodeterminación», aseveró. Y luego precisó que dicha declaración carecía de valor jurídico porque se había producido al margen de la ley.
En segundo término, el lendakari afirmó que él no medió entre Rajoy y Puigdemont en ningún momento porque el presidente del Gobierno no aceptaba esa figura. Según su versión, se limitó a facilitar la comunicación entre las partes.
Y tercero, y no menos importante, explicó que en la madrugada del 26 de octubre Puigdemont había decidido disolver el Parlament y convocar elecciones. Horas después, rectificó debido a «las presiones populares» y las de algunos dirigentes de Junts Pel Sí.
Ello desmonta el relato épico del propio Puigdemont, que presentó la declaración unilateral como la culminación de un proceso y que siempre ha sostenido que hubo una negociación política con Rajoy. Según el testimonio de Urkullu, Puigdemont estaba dispuesto a convocar elecciones si Rajoy le garantizaba que no iba a aplicar el artículo 155, lo que no sucedió.
Estas revelaciones de Urkullu son probablemente irrelevantes en el proceso penal contra los líderes independentistas, pero demuestran que siempre supieron que el Gobierno no estaba dispuesto a negociar el derecho de autodeterminación ni a aceptar un cambalache que les eximiera de sus responsabilidades penales.
Lo más llamativo es que Urkullu acudió ayer al Supremo a petición de la defensa de Jordi Turull y que el abogado que le interrogó fue Quico Homs, mano derecha de Artur Mas. Por ello, como dice el refrán castellano, el tiro le salió por la culata.
La comparecencia de Urkullu cuestiona el tópico de que el único camino del nacionalismo es el quebrantamiento de la legalidad, como sostuvieron Junqueras, Romeva, Turull y Rull en sus declaraciones. El lendahari dejó bien claro que esas reivindicaciones sólo pueden articularse dentro del respeto a la ley y mediante un pacto con el Estado.
Esas palabras resonaron ayer en esa sala donde la diosa Justicia sigue velando por el cumplimiento de una ley que el independentismo desprecia y que vulnera bajo un pretendido «mandato democrático». Un relato que cada día que pasa pierde crédito.
PEDRO GARCÍA CUARTANGO Vía ABC
Dicen las crónicas que un niño de ocho años, llamado Guillermo Valle, que estaba asomado a un balcón de la calle Bárbara de Braganza, fue el primero en avistar el incendio. «¡Fuego!», gritó.
Pese a la intensidad de las llamas, que redujeron a cenizas el edificio, sólo hubo una víctima mortal: el secretario judicial José María Armada, que falleció al darse un golpe en la cabeza cuando estaba sacando papeles de un despacho.
Alfonso XIII, que estaba cazando pichones en la Casa de Campo, se desplazó esa tarde para visitar el lugar cuando todavía los bomberos intentaban extinguir el fuego.
El Palacio de las Salesas fue reconstruido, aunque las obras se prolongaron hasta 1925. El Salón de Plenos donde se celebra el juicio contra los líderes independentistas está coronado por un fresco de Marceliano Santa María, datado en 1924, que representa a la diosa Justicia que tira de dos caballos blancos encabritados.
Lo que estamos viendo estos días en el Supremo evoca esa imagen de la Justicia que intenta mantener el equilibrio entre esos dos corceles que parecen empujar en direcciones distintas. Nuevamente, ayer la interpretación de los mismos hechos por parte de los abogados y de las acusaciones fue opuesta y contradictoria.
Era perfectamente imaginable que los testimonios de Gabriel Rufián, Albano Dante Fachín y Ada Colau iban a encajar como anillo al dedo en el discurso de deslegitimación del Estado de los inculpados. Pero lo que se salió de lo previsible y rompió todos los esquemas de sus defensores fueron las respuestas del lendakari Iñigo Urkullu, un auténtico torpedo contra la línea de flotación de la nave independentista.
Antes de la declaración de Urkullu, Gabriel Rufián había calificado de «fake news» el carácter violento del nacionalismo catalán tras afirmar que la intervención policial en la consulta del 1 de octubre fue «una salvajada».
En la misma línea, Dante Fachín presentó a los manifestantes que asediaron a la comitiva judicial el 20 de septiembre como una multitud beatífica, ejemplo de civismo y fraternidad.
Y Ada Colau, desde una falsa equidistancia, no perdió la oportunidad de lanzar un alegato para criminalizar el Estado de Derecho, culpando al Gobierno de Rajoy de haber creado «un estado de excepción» en Cataluña.
«Si por la consulta del 1 de octubre estamos hoy aquí, deberíamos estar millones de personas», subrayó tras señalar que ese día se celebró una fiesta cívica.
La declaración de la alcaldesa de Barcelona resulta muy difícil de sustentar tras el testimonio de Iñigo Urkullu, que dijo tres cosas muy relevantes que contradicen el relato del independentismo y de la propia Colau.
La primera es que tanto la consulta del 1 de octubre como la declaración unilateral de independencia eran ilegales. «Nunca defendí un referendum de autodeterminación», aseveró. Y luego precisó que dicha declaración carecía de valor jurídico porque se había producido al margen de la ley.
En segundo término, el lendakari afirmó que él no medió entre Rajoy y Puigdemont en ningún momento porque el presidente del Gobierno no aceptaba esa figura. Según su versión, se limitó a facilitar la comunicación entre las partes.
Y tercero, y no menos importante, explicó que en la madrugada del 26 de octubre Puigdemont había decidido disolver el Parlament y convocar elecciones. Horas después, rectificó debido a «las presiones populares» y las de algunos dirigentes de Junts Pel Sí.
Ello desmonta el relato épico del propio Puigdemont, que presentó la declaración unilateral como la culminación de un proceso y que siempre ha sostenido que hubo una negociación política con Rajoy. Según el testimonio de Urkullu, Puigdemont estaba dispuesto a convocar elecciones si Rajoy le garantizaba que no iba a aplicar el artículo 155, lo que no sucedió.
Estas revelaciones de Urkullu son probablemente irrelevantes en el proceso penal contra los líderes independentistas, pero demuestran que siempre supieron que el Gobierno no estaba dispuesto a negociar el derecho de autodeterminación ni a aceptar un cambalache que les eximiera de sus responsabilidades penales.
Lo más llamativo es que Urkullu acudió ayer al Supremo a petición de la defensa de Jordi Turull y que el abogado que le interrogó fue Quico Homs, mano derecha de Artur Mas. Por ello, como dice el refrán castellano, el tiro le salió por la culata.
La comparecencia de Urkullu cuestiona el tópico de que el único camino del nacionalismo es el quebrantamiento de la legalidad, como sostuvieron Junqueras, Romeva, Turull y Rull en sus declaraciones. El lendahari dejó bien claro que esas reivindicaciones sólo pueden articularse dentro del respeto a la ley y mediante un pacto con el Estado.
Esas palabras resonaron ayer en esa sala donde la diosa Justicia sigue velando por el cumplimiento de una ley que el independentismo desprecia y que vulnera bajo un pretendido «mandato democrático». Un relato que cada día que pasa pierde crédito.
PEDRO GARCÍA CUARTANGO Vía ABC
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