El proceso al ‘procés’ apenas tiene que ver con los hechos. Si nos
atuviéramos a lo oído resultaría que no existió ni declaración de
independencia, ni república de 8 segundos, ni órdenes, ni siquiera
Parlamento
Mariano Rajoy declarando en el Tribunal Supremo
Ni lo apruebo ni lo desapruebo, pero lo entiendo. Cuando el diputado de Ciudadanos Juan Carlos Girauta exclama en el Congreso que está harto de los independentistas y que se va a Toledo “para no verlos ni en pintura”,
le entendí. Si tienes que salir todos los días a la calle, comprar en
una tienda, ir a que te corten el pelo o entrar en un estanco, lo
primero que debes hacer es tomar la precaución de que no te reciban con
el equivalente al ¡Arriba España! de nuestra infancia, ese lacito amarillo
que se traduce en complicidad con el independentismo. Me es indiferente
que sea separatista, esperantista o masón, pero no me obligue a ser
cómplice por comprar una lechuga. Como en el viejo carlismo ahora
redivivo las creencias no tienen relevancia si son privadas; hay que
exhibirlas, como las banderas.
Un engorro cotidiano en el que me gustaría ver a más de un cándido asentado en Madrid
pontificando sobre si eso es un derecho de expresión sin mayor
trascendencia o una intimidación que coarta la vida ciudadana. Lo de los
derechos legítimos siempre me ha parecido una forma de partirte la cara
sin posibilidad de responder a la agresión. Todo lo legítimo o es una
conquista de la libertad o es el mantenimiento de la opresión, y
cualquier lector entenderá que comprarte una lechuga o unas sardinas no
pasa por una discusión sobre derechos. En el fondo te sientes como el
hereje ante el inquisidor, y la verdad es que no merece la pena el
esfuerzo. Me consta que hay ciudadanos que deben hacer más de dos
kilómetros para evitar que la compra se convierta en una penitencia. Y
esto en Barcelona. Imagino lo que será en Olot, Manresa, Berga o Vich.
Una especie de revival del sentir de un liberal decimonónico en poblaciones antaño regidas por el absolutismo carlista.
Rajoy se enteró por casualidad y Soraya, presente en el lugar, lo supo por el ruido. Unos aseguran que se trataba de una ‘performance’ y los otros que querían cerrar un chiringuito
Votar no es un delito, por
supuesto. Tampoco joder, pero ocurre que si usted lo hace forzando a la
pareja se considera una violación y si se trata de niños, pedofilia. En
eso estamos, en una mezcla de violaciones y pedofilias, porque la vida
democrática de Cataluña fue violada
reiteradamente por una supuesta clase política que aplicó sus tortuosos
deseos a una sociedad adocenada por años de corrupción y xenofobia.
Pocos gestos tan patéticos como los del independentismo en el Tribunal
aduciendo sus amores españoles y su sangre agarena, que decía la copla.
Todos los arios afirmaron después de 1945 que habían protegido a una
familia judía, todos los franquistas ayudaron a un pariente rojo. De tan
manido resulta grotesco eso de la madre murciana, o extremeña, y el
padre manchego.
Por
eso el proceso al 'procés' tiene mucho de enredo filológico sobre un
fondo de realidades paralelas. Se discute sobre si hubo violencia o fue
una manifestación pacífica que solo violentaba a quienes se negaban a
consentirla. ¿Por qué no han llamado de testigo a aquella dama descocada
que narró cómo la Guardia Civil le fue
rompiendo los dedos de la mano, uno a uno, para luego tratar de
violarla? ¿Acaso no fue ella la prueba más fehaciente de la violencia
represiva del Estado y como tal apareció en todos los medios de Cataluña
pasmados ante tal tropelía? La prueba de que era un testigo de
excepción la dio al manifestar que todo se lo había inventado. ¿Dónde
está ahora? ¿Qué hacen nuestros ubicuos medios de la alcachofa que no
van a entrevistarla?
El proceso al 'procés' apenas
tiene que ver con los hechos; se suministran recursos que avalen las
mentiras. Si nos atuviéramos a lo que hemos oído resultaría que no
existió ni declaración de independencia, ni república de 8 segundos, ni
órdenes, ni siquiera parlamento; incluso Rajoy se enteró por casualidad, y Soraya Sáenz de Santamaría,
presente en el lugar de la catástrofe, lo supo por el ruido. Unos
aseguran que se trataba de una performance y los otros que querían
cerrar un chiringuito. Salvo que se trataba de un chiringuito, en lo
demás todos ensayan ejercicios filológicos, eso que en esta época de
mensajes para lectores fatigados se denomina “relatos”.
La desvergüenza de Artur Mas, primer capitán del barco que llevaba a Ítaca, alcanzó cotas que únicamente un discípulo atento del maestro Pujol sería capaz de igualar
Sin embargo, sí da para hacer retratos literarios sobre
lo que son y lo que quisieran ser. Todos, acusados y testigos. En la
mayoría de los casos serán sus últimos minutos de gloria, los que
redundarán en una carrera política futura o en el ostracismo. El gesto
de Rufiándesdeñando el saludo a Santi Vila
por traidor a la causa es la elocuente manifestación del pacifismo
musculado; estamos en tiempo de rufianes. La desvergüenza de Artur Mas,
primer capitán del barco que llevaba a Ítaca, alcanzó cotas que
únicamente un discípulo atento del maestro Pujol sería capaz de igualar;
desarbolada la nave, engañada la tripulación, ahora resulta que él
estaba en el muelle tratando de que la chalupa no zarpara.
Pero se han sublimado dos figuras. El inefable Junqueras
en su mejor papel de Papa Clemente, que bajo su liturgia de hábil
consumidor de sermones y misas diarias, desparramó ante la grey -que
viene de rebaño- esa letanía del amor fraterno y de la paz de las almas,
rota de manera inmisericorde, como un acto fallido freudiano, por su
comparación con Mandela. ¡Qué querencia
tiene el independentismo catalán con el viejo Nelson! Ignoran que se
trataba de un político bragado, máximo dirigente y promotor de la lucha
armada contra el apartheid, que descubrió que solo se podía ganar si
dominaba la hegemonía política, reñida con la violencia, lo que le costó
un considerable esfuerzo entre los suyos, a los que supo convencer por
su coherencia. No es el caso.
La otra figura que se ha apuntado al liderazgo es Jordi Cuixart,
un empresario del ramo metalúrgico que pasó de los comunistas catalanes
del PSUC a Ómniun Cultural, una entidad financiada por el catalanismo
reaccionario desde 1961. Tras años de vivir en laico, acaba de casarse
“por la iglesia” en la cárcel, con un ceremonial que incluía tres
sacerdotes, tres, por patriotismo. Se ha desdicho de sus exculpatorios
testimonios anteriores ante el juez porque ahora desea asumir el
martirologio y a buen seguro la beatificación en vida. Ya tiene
periodista para la hagiografía, aquella imborrable Gemma Nierga que despidió el cadáver de Ernest Lluch asegurando que él hubiera dialogado con sus asesinos pero que no le dio tiempo.
Ni héroes ni villanos, solo fantasmas. Como de Valle Inclán pero en el siglo XXI.
GREGORIO MORÁN Vía VOZ PÓPULI
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