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jueves, 14 de marzo de 2019

ESTRATEGIA CONTRA LA DESINFORMACIÓN

La autora define la información falsa o engañosa como una amenaza real para la democracia liberal. Explica que para combatirla se debe analizar por qué nuestras sociedades son tan susceptibles de manipulación

 
/RAÚL ARIAS

Son tiempos difíciles para la democracia liberal. Allá donde miremos aparecen amenazas interrelacionadas: populismo, nacionalismo identitario, iliberalismo. Pero posiblemente ninguno de estos retos es hoy tan insidioso como la desinformación, su proliferación y efecto desestabilizador para la sociedad abierta. Impulsado por las redes sociales y manipulado por poderes extranjeros hostiles, el uso de información falsa, de información engañosa, exacerba las divisiones sociales y genera desconfianza. Combatir eficazmente la desinformación es además de táctica, cuestión de estrategia. Requiere tanto una respuesta contundente contra las fuentes externas y los transmisores, como el robustecimiento de la resiliencia interior.
Hasta ahora la respuesta de las sociedades occidentales se ha centrado en el origen, la distribución; y no ha trascendido el nivel táctico. Es la idea que se desprende de los encuentros "#DisinfoWeek Europe" organizados por el Atlantic Council -uno de los centros de reflexión punteros de Estados Unidos (EEUU)-. Se ha hecho mucho. La Unión Europea (UE) en particular, que en este terreno va por delante de nuestros aliados americanos: desde códigos de conducta para la industria tecnológica, a legislación nacional y comunicación estratégica. Este impulso anima, en el terreno concreto de la protección de procesos electorales de ciberataques y manipulaciones, la reciente propuesta del presidente francés Emmanuel Macron de crear una Agencia Europea para la Protección de las Democracias. Son iniciativas interesantes, pero en la UE cuesta concretar su desarrollo y ejecución; transformar las palabras en hechos.
La desinformación entraña un peligro estructural porque corroe los cimientos de las sociedades democráticas. La democracia se fundamenta en la toma de decisiones informadas por el electorado. Al ensombrecer la verdad, la desinformación mina este pilar esencial. Empieza por alterar el correcto funcionamiento de las instituciones, reemplazando los hechos, o la fe en los hechos, propagando rumores y supuestas conspiraciones. Y al fin, acentúa las divisiones sociales dificultando en extremo la construcción de perspectivas y planteamientos comunes, necesarios para la vertebración de la convivencia. Dicho de otro modo, la desinformación entraña una amenaza real a la democracia liberal.
La desinformación no es un fenómeno nuevo. Propaganda y rumores han formado parte del arsenal bélico desde tiempo inmemorial; fueron herramientas importantes durante la Guerra Fría. Pero su reiteración exponencial, la propagación a través de las redes, representa, como poco, una nueva fase. Occidente ha tardado en reconocer el riesgo que esta situación significa. El aldabonazo vino con la campaña presidencial estadounidense de 2016 (en menor medida, el Brexit), y puso en perspectiva el alcance de la manipulación extranjera en el ámbito doméstico. Después vinieron las interferencias en las elecciones en Francia y los desafueros cuando el referéndum ilegal de independencia de Cataluña.
Hasta el momento, los esfuerzos europeos se han concentrado en el suministro de la desinformación. En otras palabras, se han dirigido a desenmascarar las iniciativas rusas de ocultarse tras cuentas falsas, a bloquear fuentes de reputación dudosa, o a ajustar algoritmos para limitar la diseminación de noticias falsas y erróneas. En la mayoría de los casos son actuaciones técnicas. Eficaces, además de fáciles de implementar. Y merecen apoyo. Pero si no prestamos atención a los receptores, trascendemos el tacticismo cortoplacista y osamos ambición de largo recorrido, estamos abocados a una lucha interminable. Es decir, tenemos que abordar las causas por las que nuestras sociedades son tan susceptibles de manipulación. Y ello sin perder nuestras señas de identidad. Aunque la analogía dista de ser perfecta, en este punto resulta útil aprender de los avatares de la guerra contra la droga. Necesitamos una amplia estrategia que abarque tanto el suministro como la demanda.
La educación ha de ser, sin duda, parte de la respuesta. Es interesante, por ejemplo, la iniciativa curricular que el Gobierno italiano ha emprendido bajo el lema: "Las noticias falsas gotean veneno en nuestra dieta diaria de exposición a la red y nos infectan sin darnos cuenta". Se trata de formar a una generación de estudiantes, usuarios habituales de medios sociales, en el reconocimiento de noticias falsas y supuestas conspiraciones. Pero tenemos que ir mucho más allá en nuestras pretensiones, fajarnos con la responsabilidad. Y no es fácil. Porque supone la reconfiguración de la relación ciudadano-estado. Hoy, los lazos entre gobierno y gobernado no se diferencian de los que unen al proveedor con el consumidor. El ciudadano ha quedado marginado. Aun cuando su vida está cada día más mediatizada por el ejercicio, progresivamente más técnico y más complejo, de la autoridad pública; y este proceso debilita el compromiso con el sistema. El vínculo ciudadano deja de basarse en la libertad y queda definido por la ausencia de ésta. Se reduce el sentido de responsabilidad. Al tiempo, este despojo crea un ambiente propicio para quienes trafican con la desinformación. Cuando las conexiones sociales desfallecen o desaparecen es fácil abrazar realidades alternativas.
En la UE, a todo esto hemos de añadir la pérdida de una visión de futuro. Con el agotamiento de la Guerra Fría, y más recientemente con el final de las perspectivas de ampliación, el proyecto europeo ha venido a descansar únicamente sobre la prosperidad como base de su legitimidad. Con la crisis económica este planteamiento ha perdido vigencia. Combinado con la inseguridad de una población que envejece y se encoge, permea un sentido de estar a la deriva en el mar, en un océano global en el que no somos capaces de controlar nuestro destino.
Frente a estas tendencias, forjar la resistencia es tarea tan ardua como crucial. A la que no cabe enfrentarse únicamente desde planteamientos tácticos. Se necesita una visión amplia. Es urgente, no sólo porque impacta en el funcionamiento correcto de nuestras sociedades democráticas, sino porque vivimos en un mundo en mutación. Llegamos al final de un largo período, más de dos siglos, en el que las ideas de la Ilustración y la centralidad del individuo han ido en ascenso. Las últimas siete década han visto además, el florecimiento de un orden mundial basado en los ideales de la democracia liberal. Pero hoy, la democracia liberal y los propios ideales de la Ilustración van de retirada. Los modelos autoritarios e iliberales, y más fundamentalmente perspectivas sociales que privilegian la colectividad sobre el individuo, avanzan viento en popa. Para estar a la altura de este reto es preciso consolidar la resiliencia interna.
Hace setenta y dos años, el diplomático americano George Kennan publicó, con el pseudónimo "X", su seminal artículo sobre la conducta soviética que definió la gran estrategia occidental a lo largo de la Guerra Fría, y es considerado el fundamento intelectual en la política de contención. En la conclusión, sin embargo, Kennan, argumenta que más importante que la contención de la Unión Soviética era demostrar la resiliencia y vitalidad de (EEUU) la sociedad abierta.
Para Kennan era esencial "crear entre los pueblos del mundo, en general, la impresión de una nación que conoce lo que quiere, que se enfrenta con éxito a los problemas de su vida interior y a las responsabilidades de Poder Hegemónico, y que tiene la energía espiritual para enfrentarse con firmeza a las más importantes corrientes ideológicas de su tiempo". Para hacerlo, sólo, decía Kennan, necesita "estar a la altura de sus mejores tradiciones y demostrar ser capaz de mantenerse como una gran nación".
No otro es el reto al que nos enfrentamos a ambos lados del Atlántico: estar a la altura de nuestras mejores tradiciones y revitalizar nuestros ideales democráticos liberales. Si no nos fortalecemos desde el interior, no venceremos las amenazas que acechan desde el exterior. Y para ello no solo se requiere capacidades tácticas, sino principalmente visión estratégica.

                                                                   ANA PALACIO*   Vía EL MUNDO
                                                                   *Ana Palacio ha sido ministra de Asuntos Exteriores.

 

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