Juan Manuel de Prada
Vivimos una época paradójica. Nunca en las sociedades occidentales se
había alcanzado un grado de repulsa hacia la violencia tan
abrumadoramente mayoritario: se abomina de la guerra, se postula el
consenso como vía de entendimiento, se avanza en humanitarismo y
solidaridad… Y, sin embargo, los titulares de la prensa apenas dan
abasto para describir la avalancha de violencia social que sobresalta
nuestros días: mujeres maltratadas, abusos y agresiones sexuales, niños
abandonados a su suerte, muchachos en edad escolar que se divierten
propinando palizas a sus compañeros más inermes… por no hablar de otras
formas de violencia industrial que se silencian, desde el aborto a la
eutanasia. Y, paradójicamente, estas conductas florecen en una época que
ha alcanzado un grado de repulsa hacia la violencia mayor que cualquier otra época anterior: una época que se adhiere a las tesis
pacifistas, que postula el diálogo como vía de entendimiento entre los
pueblos; una época, en fin, hipercivilizada, en la que las condiciones
ambientales de miseria material han sido reducidas al máximo, sobre todo
si las comparamos con las condiciones que regían en épocas anteriores.
¿Qué está sucediendo, pues, para que los impulsos violentos no hagan
sino crecer? Para entender este mal cada vez más extendido deberíamos
esforzarnos por dilucidar sus orígenes. El fenómeno de la violencia cada
vez más extendida en nuestras sociedades pacifistas e hipercivilizadas
no puede entenderse plenamente si no lo englobamos en otro fenómeno más
amplio que hemos aceptado como si tal cosa y que es el auténtico huevo
de la serpiente. Este fenómeno se llama despersonalización y se manifiesta mediante la ruptura de los vínculos humanos.
La creación de vínculos genera relaciones de respeto y comprensión
mutua; la creación de vínculos nos impulsa a mirar al otro con un afecto
nuevo, pues descubrimos que en él hay algo sublime y misterioso: de
repente, descubrimos en ese otro una grandeza nueva de la que anhelamos
participar, a la vez que surge en nosotros la preocupación de ser
indignos de tanta grandeza. Los vínculos que los hombres establecen
entre sí generan comprensión; y el principio de toda comprensión reside
en que uno conceda al otro lo que es: que le reconozca autoridad, que
ame sus cualidades, que deje de considerarlo con los ojos del
utilitarismo egoísta, buscando un beneficio o provecho en su trato. Y
ese deseo de comprensión genera, a la vez, compromisos fuertes: ya no
consideramos al otro un cuerpo extraño que se usa y se tira, sino una persona con una
ordenación vital fecunda de la que deseamos participar y aprender. Y
ese deseo de conocimiento nos obliga a desprendernos del propio yo, nos
obliga a entregarnos al otro, nos obliga a participar de su dignidad, de
su libertad, de su nobleza.
Nuestra sociedad desvinculada rehúye los compromisos fuertes porque requieren sacrificio y paciencia; y, a cambio, fomenta las relaciones quebradizas y efímeras, cada vez más deshumanizadas, que sólo reconocen en el otro un medio para la obtención de un fin interesado, cuando no un obstáculo para su consecución. La violencia de nuestra época es el fruto directo de esta desvinculación, que inevitablemente se traduce en incapacidad para comprender al otro. Es la violencia paradójica de una época despersonalizada que se finge pacifista, humanista y supercivilizada, mientras incuba el huevo de la serpiente.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en XL Semanal.
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