El autor del éxito 'Inglaterra derrotada' publica ahora una novedosa forma de relatar la historia de España; un libro muy recomendable del que adelantamos aquí uno de sus capítulos
La batalla naval de Lepanto, según Andrea Vicentino (1580).
Nada bueno resulta de llorar por aquello que ya se ha perdido, y si no, que se lo digan a los turcos tras la escandalosa derrota sufrida en Lepanto
en la costa occidental de Grecia, allá por el año del Señor de 1571 en
una de las más aciagas batallas de la historia, donde el pensamiento
estratégico de los complacidos otomanos brilló por su ausencia y por el
volumen de su arrogancia y autosuficiencia.
A veces, saber demasiado puede resultar una agonía; y eso o algo parecido, fue lo que les sucedió a los anatolios, que llevaban repartiendo estopa de forma reiterada desde in illo tempore hasta que tropezaron con la horma de su zapato. En el recuerdo de todos pesaba como una lápida la trágica caída de Constantinopla un 29 de mayo del año 1453, un año fúnebre, donde probablemente se diera uno de los pasos de página más importantes por su mortífera huella en la historia conocida.
Saramago decía con su inapelable sabiduría, que jamás en ningún lugar de este atribulado planeta, cualquiera de las religiones haya servido para que la humanidad se acercara con respeto y sin temor - quizás, solo el budismo haya estado cerca de cumplir estos propósitos tan elevados como compendio de valores y coherencia con ellos-, a través de los credos, ya fueran de orden teísta o politeísta, pues solo han traído a este orfanato cósmico, horror y terror por doquier. Muchos principios de elevada composición ética y altas miras fueron interpretados por hordas de barbaros intelectuales en procesos alineados con el más puro salvajismo y así nos fue, y así nos va; que de la naturaleza de la bondad que es la esencia de cualquier filosofía que emane de la inspiración o contemplación de lo divino como un alto referente de respeto, amor y compasión por el otro; las acciones humanas de sus intérpretes han convertido la historia en un lugar de acontecimientos luctuosos y sangrientos para la humanidad. Igual que hablo de religiones, hablo de ideologías extremas, qué más da que da lo mismo.
Posiblemente, si omitiéramos la batalla de Kursk en la II Guerra Mundial, la carnicería que causó Aníbal a Roma en Cannas, o la masacre de Otumba entre otras grandes catástrofes infligidas por unos seres humanos a otros; Lepanto ha podido ser probablemente el más sangriento enfrentamiento de la historia de la humanidad, entendido como confrontación naval. Tras aquella luctuosa jornada (la más alta ocasión que vieron los siglos, Cervantes dixit), más de cuarenta mil cuerpos sin ánima se habían volatilizado de la realidad humana tras un combate de algo menos de diez horas de duración y de una intensidad dramáticamente infrecuente. El horror se había manifestado en su más radical acepción y como macabro récord, no deja de ser algo antológico por el número de bajas causado en tan breve tiempo. No se recuerda una batalla por tierra o mar, de proporciones tan apocalípticas.
La presencia turca durante mucho tiempo representó una lacerante humillación tanto en el Mediterráneo como en las tierras al este de la actual Austria. Cuando en 1570 la isla de Chipre, una tradicional posesión veneciana, fue tomada por asalto y sin previa declaración de guerra; este suceso traería como consecuencia la formación de la Liga Santa, auspiciada por el Papa, Venecia, Génova, Malta (con una presencia simbólica) y la monarquía de Felipe II. La participación española, fue determinante para la consecución de tan grandioso objetivo, pues se pudieron detraer innumerables efectivos con una altísima preparación en combate ya que la guerra de Flandes estaba en un compás de espera en ese momento.
En los prolegómenos de la idea de dar un escarmiento a la temida e indiscutible potencia que era el Imperio Otomano habría que resaltar que en los momentos previos a la crucial batalla de Lepanto, en los primeros días del gobierno de Selim II, los turcos habían dinamitado unas buenas y añejas relaciones con los conspicuos y omnipresentes mercaderes venecianos al conquistar en el año 1570-1571 la fértil isla de Chipre. La capital de Chipre, Famagusta a la sazón, no pudo resistir el brutal asedio otomano que incluía dentro de las habituales lacras de un cerco de esa magnitud, el lanzamiento diario vía catapulta de más de un centenar de cabezas de prisioneros cristianos y de esclavos de todas las latitudes bajo el control de los anatolios. Cuando ya los alimentos y el agua almacenada en previsión de un socorro que nunca llegaría se habían agotado, dentro de la ciudad se dieron actos de canibalismo sobre los muertos caídos en combate mientras se improvisaban balsas de cueros solapados para la obtención de agua de rocío en un acto de extrema supervivencia. Tras dos meses de una enconada resistencia nunca llegaría refuerzo alguno y el pulgar de la historia determinó la muerte expeditiva y fulminante de más de 30.000 inocentes en una orgia de sangre sin parangón. El resto de los vivos – unos 20.000- hubieran deseado no haber nacido. Al tercer día de saqueo, Famagusta era una gigantesca tea en medio del Mediterráneo.
Esta estrategia de erosión orientada a acabar con el "cordón veneciano", una serie de islas en el Egeo y Adriático, actuaban a modo de eslabones o bases de abastecimiento a la par que de mercados de intercambio de tejidos, especias, conocimientos, etc. Cuando ya estaba calentito el asunto, Pio V, el Papa del momento vio que las desavenencias entre venecianos y turcos abrían una posibilidad real en un momento óptimo para formar la anhelada Liga Santa.
En toda la Europa católica, se iniciaría una gigantesca recaudación en más de 400.000 parroquias y conventos quedando así financiado en parte el propósito de una "Gross Coalition" integrada por La Monarquía Hispánica, el Papado, la Orden de Malta, Génova y Venecia, el Ducado de Saboya, y otros varios ducados italianos de forma más testimonial. Francia se quedaría mirando para otro lado, recurso muy habitual de la diplomacia gala, siempre muy grandilocuente en las formas, pero sustancialmente vacía de contenido a la hora de los grandes compromisos.
El día 24 de mayo de 1571, el pontífice Pío V reúne a los representantes de Venecia y España- los pesos pesados de la coalición- que finalmente firman los acuerdos preliminares de la Liga Santa. Esta decisión es tomada ante el estupor generalizado por las noticias de la caída de Chipre y la masacre sobrevenida y por la alarma que genera la potente flota reunida por los turcos. De esta manera, quedan solapadas bajo la misma bandera, España -que aportaba la mitad del total en hombres y naves -, Malta, Génova, Venecia, el ducado de Saboya, la Toscana y los Estados Pontificios.
Ese mismo mes, había viajado a Madrid el purpurado Miguel Bonelli, cardenal de la curia vaticana para refrendar en la iglesia de Santa María una misa en honor de Juan de Austria, Generalísimo desde ese momento, de la Armada aliada. El hijo bastardo del que fue Gran Emperador de la cristiandad, Carlos I de España, es visto ya como un salvador por parte del, pueblo, líderes y soldados. Los turcos, arrecian por su parte en sus ataques a los buques católicos de todas las naciones que configuran la Liga Santa.
Tras salir de Barcelona con cerca de ochenta galeras, se dirige a Génova para integrar la armada de Andrea Doria y por las mismas, pone rumbo al sur hacia Mesina. Reunida en el puerto de Mesina, la armada combinada formaba una fuerza intimidatoria jamás reunida hasta aquel entonces en las ancianas aguas mediterráneas. Más de 200 fragatas, galeras, cocas de transporte, rapidísimos pataches de exploración y barcos de menor importancia, transportaban a la elite de la infantería de la época, los Tercios, empeñados en conjurar las atrocidades de aquella hidra sin miramientos. Diez compañías del Tercio de Nápoles de Pedro de Padilla, sumadas a otras 6 compañías del Tercio de Miguel de Moncada y 9 compañías del Tercio de Sicilia de Diego Enríquez, todas ellas armadas de espada larga y corta para el combate cuerpo a cuerpo tan previsible como desalmadamente carnicero, más sus correspondientes arcabuces para cada uno de los integrantes y todos ellos además un pistolón de bola de plomo que se cargaba siempre tras una simulada retirada táctica en forma escalonada, una técnica inventada y heredada del glorioso Gran Capitán y de una eficacia mortífera a juzgar por las enormes bajas causadas durante el combate entablado en Lepanto.
Tras ser tomada la decisión de emprender la acción de escarmiento con una potente expedición naval, la flota de los coaligados reunida en el puerto siciliano para debatir el plan de acción. Quedaba por decidir el objetivo de la campaña. Básicamente la destrucción de la flota del almirante turco Alí Bajá estaba fuera de toda duda. ¿Pero cómo plantear la batalla en cuestión? ¿A domicilio yendo a su encuentro? ¿Atrayéndolos a mar abierta?
La que prevaleció finalmente fue la de ir a por ellos. Entonces, la enorme armada cristiana de la Liga Santa abandonó Mesina con el claro objetivo de ir a por todas. Las naves otomanas fueron avistadas un siete de octubre en el golfo de Lepanto, actualmente, golfo de Corinto. La fuerza de los coaligados en defensa de los intereses de la cristiandad, más allá de los objetivos primarios de carácter religioso, ocultaban la recuperación de las vastas extensiones mediterráneas como zonas de comercio de carácter prioritario y de actuación militar preferente en sus variantes secundarias, o lo que es lo mismo, acabar con la lacra de la piratería berberisca amparada desde Estambul.
La fuerza era más que considerable por parte de aquella especie de cruzada contra los del turbante. Alrededor de 207 finas galeras de puente corrido y castillete en popa dotadas de bombardas y falconetes para repartir postas a granel, seis potentes galeazas muy artilladas y de gran porte con amuras extraordinariamente altas para la época, y 20 navíos armados con artillería menor y un elenco de fuerzas de los tercios dotados de un entrenamiento extraordinario con arcabuces y pistolones de avancarga por cada infante. El conjunto, con algunos bergantines y fragatas sueltas, definían un sumatorio de unas 1.215 piezas de artillería. En lo tocante al contingente humano, se estima que iban embarcados según estimaciones variadas y a veces contradictorias, cerca de 90.000 hombres entre las gentes de mar, galeotes e infantería naval.
Alí Bajá por su parte no tenía reservas o dudas sobre su papel. El sultán le había dado instrucciones precisas de aniquilar la flota cristiana, para ulteriormente represaliar con dureza en acciones secundarias a Europa por todos sus flancos. Su flota, superior en naves, sumaba alrededor de 221 galeras, 18 rapidísimas fustas que por lo general actuaban como naves de exploración, y una treintena de grandes galeotas, mas tenían como desventaja que portaban casi la mitad de la artillería que sus adversarios, lo que posteriormente decantaría la batalla. Los efectivos humanos rondaban los 80.000 hombres-, con muchas menos armas de fuego individual y más enfocado a los arcos, ballestas y alfanjes para el cuerpo a cuerpo. Los jenízaros sí, llevaban mosquetería, pero esta era inferior en calidad, precisión y largueza de tiro.
Se hace necesario recordar en este punto, que el occidente cristiano, llevaba años de derrotas y en retirada en todos los frentes, sometido a una forma de crueldad desconocida infligida por el extremismo más rotundo de un islam en plena expansión e inspirado en las consignas del profeta Mahoma cuyos dictados contra “el infiel” eran pasto sólido para las mayores atrocidades amparadas – y esto es clave-, por su interpretación de un Dios que era la antítesis de la magnanimidad. Este Dios, llamado Allah no difería mucho en sus punitivas acciones con respecto al Dios de los cristianos (no olvidemos las carnicerías causadas por los cruzados o las persecuciones religiosas contra las voces discrepantes de los arrianos, cátaros o protestantes), pero lo que caracterizaba sus actuaciones contra los creyentes del bando opuesto, era el salvajismo extremo en su forma de hacer la guerra.
Los método usados antes y después de la batalla de Mohacs en 1526 ante la presencia de un sol implacable en las llanuras del sur de Hungría- violaciones multitudinarias, empalamientos a cámara lenta con contrapesos para alargar la agonía de las víctimas, siembra de sal indiscriminada en las tierras de labor, tierra quemada discrecionalmente, amputaciones brutales, etc.- inauguran una nueva dimensión en las formas de hacer la guerra bajo el reinado de Suleiman el Magnífico ; eso, sin olvidar la crueldad sobre los vencidos en Chipre, Constantinopla, etc. Occidente vivía sobrecogido ante la inminencia de su desaparición como civilización.
La Europa del renacimiento quería volar con sus nuevas expresiones artísticas revolucionarias, pero tropezaba con el lastre de la falta de un mecenazgo digno de tal nombre, pues la guerra permanente contra los sarracenos, se llevaba prácticamente todos los recursos de las naciones cristianas del Mediterráneo en un permanente ejercicio de supervivencia. Los otomanos se paseaban por las desaparecidas posesiones del Imperio Romano de Oriente como Pedro por su casa.
La
situación era en líneas generales, insostenible. El flujo de mercadería
por el mar Mediterráneo estaba literalmente colapsado por el terror de
una piratería desbordada por parte de esta turbamulta desatada de
turbantes al amparo de la verde bandera con la media luna amenazante.
Para mayor abundancia, el este de Europa había sido arrasado con formas
de crueldad y esclavismo desconocidas y los éxodos de población
aterrorizada ante el avance otomano desbordaban los caminos y ciudades. Los otomanos habían llegado a tocar las aldabas de las sólidas puertas
de la imperial ciudad de Viena con la traicionera complicidad francesa y
el estupor del resto de reinos continentales.
Hacia octubre del año del Señor de 1571, La Liga Santa, una coalición cristiana formada a regañadientes por temas de protagonismos y proporciones en las cuotas que debían de aportar sus miembros coaligados, embarcaban como un demoledor ariete en su vanguardia a una infantería que apuntaba maneras desde hacía décadas–los Tercios–, que en un papel más allá de lo heroico, enfrentarían en el golfo de Lepanto a una descomunal flota otomana que venía aterrorizando todas las latitudes regadas por el Mare Nostrum sin excepción geográfica alguna. Daba igual si tenían que combatir a los tranquilos mercaderes venecianos en Chipre, invadir Sicilia, atacar a las órdenes militares o alentar a los piratas de Berbería, saquear a pisanos y genoveses, asaltar las costas del sur de España o esclavizar a decenas de miles de desgraciados arrancados de sus anodinas vidas mientras eran capturados en sus terroristas razzias costeras.
Pero hubo un momento en el que un silencio metafísico comenzó a cobrar la forma de un rumor incipiente que clamaba una respuesta a aquella minusvalía política y militar, y la parálisis dejó de ser tal.
Nadie en aquel tiempo, pensaba que era posible cambiar la historia, la resignación campaba a sus anchas y la obscenidad de la impotencia habitaba en lo más íntimo de los afectados por aquella ola de gentes con turbante que amparados en la impunidad de la religión, atropellaban sin escrúpulos ni compasión a la par que arrollaban las sencillas vidas de las gentes humildes a las que reducían a la onerosa esclavitud, demolían los sueños de doncellas en edad de merecer que acababan siendo esclavas sexuales en remotos serrallos de un oriente furibundamente machista , colapsaban el comercio marítimo sin reparo alguno, saqueaban sin reparo , y demolían naciones enteras a su paso. Parecía apuntar la inescrutable flecha de la historia hacia la permanencia de un estatus inamovible en una agonía sin fin.
Pero la blindada idea de la imbatibilidad turca, tenía un ángulo muerto.
Ali Pachá, de quién se decía que su juventud era tan desproporcionada como su colosal ego inmaduro, lideraba más allá de la veintena, un total de 274 naves (incluyendo las de avituallamiento) y más 35.000 hombres de guerra, sin sumar galeotes ni marinería. A pesar del mayor número de naves, sus galeras eran considerablemente más pequeñas y sus tropas, bisoñas, si exceptuamos a los escasos dos millares de jenízaros, guardia personal del sultán. A Ali Pacha a bordo de la Sultana, le acompañaban dos expertos marinos más enfocados a la piratería y no tan diestros cuando se trataba de plantar cara a gente armada y menos, si estos eran profesionales. Uluch Ali, era un cristiano renegado, y Amurat Dragut era un temido corsario especializado en la captura de esclavos.
Solo había un discrepante y este era Petrev, un general de infantería que argumentaba que la mayor parte de la tropa embarcada no había combatido nunca y su preparación era más que cuestionable. Lamentablemente, los furibundos capitanes cercanos al entorno del sultán clamaban la Guerra Santa contra el infiel, y ese fanatismo ciego fue su perdición.
El principio del fin de aquella forma de terrorismo amparada por la religión, se presentó cuando Juan de Austria, la emblemática figura que acabaría liderando las fuerzas europeas, un ciudadano de uniforme llamado a ocupar el más alto sitial en el olimpo de los héroes “cogió su fusil”.
Hermanastro de Felipe II compartía el mismo molde que Alejandro Magno, Aníbal o siglos más tarde, Erwin Rommel. Temerario, era la cara opuesta a la prudencia que caracterizaba a su regio hermano.
Su porte principesco y mandíbula afinada, le conferían una
aristocrática disposición. Más allá de dominar el arte militar en su más
amplia expresión, detentaba una portentosa imaginación capaz de recular
hábilmente desde la compresión de una mera escaramuza en un espacio
reducido en el campo de batalla, hasta explosionar en un alarde de
capacidades innatas que dejaban descolocados a sus adversarios. Era, en la acepción más benévola, un demonio desatado, un auténtico profesional de la milicia de dotes excepcionales.
La compleja confección y elaboración de los mimbres de la flota que enfrentaría a los turcos, estaba presidida por delicados equilibrios diplomáticos. Con sutil habilidad, Felipe II había trazado a través de su hermanastro Juan de Austria tras arduas negociaciones, la armazón de una flota combinada con los más prestigiosos almirantes de la época, de manera que antes de que comenzaran las complicadas mareas de septiembre, se hubieran cerrado pactos para evitar agravios entre los protagonistas que iban a asistir a aquel macabro escenario que se avecinaba inexorablemente. Cerrar malentendidos e impedir conflictos de protagonismo que obstaculizaran aquella compleja y magna tarea era algo imperativo antes de presentar su tarjeta de visita al arrogante Ali Pacha. Asimismo, se hubo de convencer al viejo y reticente almirante veneciano, Sebastián Veniero, de que embarcara a 4.000 soldados españoles de los tercios en sus galeras, pues estas contaban con un número de infantes de escasa preparación además, muy mermados en número y carentes de una equipación digna de tal nombre.
Otra disposición afortunada y añadida, fue la de deshacerse de los mascarones de proa y espolones de las galeras reales introduciendo en las mismas, unas letales baterías que contaban con cinco cañones alineados que antes de los preceptivos abordajes, escupían una cantidad de metralla que dejaba a las tripulaciones adversarias sumidas en profundas meditaciones metafísicas.
En 'La Eneida' de Virgilio, la imperecedera frase 'Audentis fortuna iuvat': A los que se atreven sonríe la fortuna, fue quizás el punto de inflexión a través del cual se refleja un cambio de actitud y una metamorfosis por la que se trasvasa la parálisis adherida en occidente, del miedo al valor, en una alquimia necesaria y obligada en una Europa que pasa de una actitud permanentemente defensiva por su fragmentada división y guerras intestinas, hacia un propósito conjunto de más altos vuelos y aspiraciones más elevadas. Es quizás, la primera vez en que se da una visión de conjunto, de comunidad, de colectivo con una especie de identidad común ante un adversario de proporciones gigantescas.
Una mañana temprana de un siete de octubre, en régimen de descubierta, una temeraria y rapidísima fusta turca avistaría con consternación y estupor a partes iguales la que se les avecinaba. Como en un cuadro puntillista de Seurat, la retina del sorprendido capitán otomano, quedaría impactada ante la presencia de centenares de velas que se aproximaban acompañadas bajo la rítmica cadencia de los tambores que dirigían el sudado esfuerzo de los desgraciados forzados en su rumbo hacia el golfo de Corinto. La mayoría de ellas eran galeras que al compás del chifle (un sonoro y potente silbato) tensaban bajo la terrible figura del cómitre varias hileras de remos que daban un empuje adicional a aquella gigantesca flota venida del oeste. Aquellos desgraciados que habían cometido algún delito ya fuera mayor o menor, no solo penaban en las sentinas de aquellas agiles naves, sino que además tenían que enfrentar durante la batalla, ya fuera el hundimiento de sus naves o la esclavitud ante sus nuevos amos; vamos, un dilema de calibre.
Por su parte, desde la capitana turca, la bandera verde del profeta ondeaba desafiante bajo música de címbalos y trompetas. En el otro lado, un silencio espectral y casi místico ante el momento tan crucial que se avecinaba, solo era roto por las oraciones musitadas por la tropa cristiana. Los hijos de Allah, al revés, configuraban un griterío que aturdía a distancia, pero era solo fuego fatuo como se demostraría a posteriori. Momentos antes de la gran colisión, Juan de Austria, lanza una arenga histórica a los suyos en la que pone el acento en la épica "Hijos, a morir hemos venido, a vencer, si el cielo así lo dispone. No deis ocasión a que, con arrogancia impía, os pregunte el enemigo: ¿dónde está vuestro Dios? Pelead en su santo nombre que, muertos o victoriosos, gozaréis de la inmortalidad”. Y así fue.
Cuando se depende del compás del destino, la vulnerable fragilidad humana, es incapaz de discutir su suerte, o la acepta o el tormento es mayor. La castigada chusma de galeotes no tenía ante sí una elección que fuera peor; era el clásico dilema del ajedrecista que tiene que tomar una decisión entre mala u otra peor, esto es, lo que se llama en el argot de los trebejos, el zugzwang. ¿Vivir o morir? A la postre, la muerte sólo sería una liberación ante la perspectiva de la terrible condena de estar atados a un banco corrido de madera día y noche, mes tras mes, año tras año, rodeado por chinches y ratas del tamaño de elefantes. Juan de Austria desde “La Real”, anticipándose a la trascendencia del momento tan dramático por vivir, no quería dejar perecer a aquellos condenados en aras de la ceremonia de la muerte, y por ello, tomó la decisión de liberar a los galeotes que penaban de sus lacerantes y pesadas cadenas al tiempo que repartía pan de galleta con carne macerada y abundante vino tinto en pellejos y odres entre aquellos desdichados. Además, les había prometido que serían libres en caso de victoria, como así sucedió a la postre.
En los primeros compases de las escaramuzas previas, los turcos con un viento adverso de proa, tenían que navegar en ceñida y con ese hándicap, estaban siendo empujados hacia la costa. El viento, aliado natural de una nave a vela, neutralizaba el característico principio táctico de maniobrabilidad requerido ante un combate de esa magnitud. Esta imprudencia la pagarían cara los anatolios. Álvaro de Bazán, atento al quite, había neutralizado una osada penetración en el ala comandaba por el veneciano Barbarigo, muerto más tarde heroicamente en combate. Un cronista de excepción llamado Cervantes, inmerso en unas fiebres que lo tenían doblado, aportaría una lúcida y dramática crónica de aquella terrible batalla, que quedará para la historia como herencia y descripción del horror en sus formas más extremas.
Vale más cicatriz por valiente que la piel intacta por cobarde, así pensaban Bazán, Juan de Austria, Barbarigo, Marco Antonio Colonna (almirante de la flota del Papa) o el veterano Sebastián Veniero, un sobrado marino de 75 años al mando de la flota veneciana. También, la pequeña y castigada Malta, había enviado a tres potentes galeras artilladas que a pesar de su simbólica aportación estuvieron por encima de sus posibilidades.
Las hostilidades se iniciaron muy temprano y sin tanteos previos más allá de las inevitables incursiones de las naves de exploración para calibrar opciones y obtener información. Un tiro de advertencia a la nave La Sultana declara el principio de las hostilidades. Las seis galeazas venecianas, unas naves muy adelantadas a su tiempo – precursoras de los galeones- pero muy dependientes por su enorme casco y ausencia de remos, aunque eso sí, sobradas de artillería, lanzan una terrible granizada de plomo sobre aquellas galeras enemigas que pasan cercanas a su alcance. El griterío musulmán se viene abajo tras esta tormenta de fuego.
Para desgracia de la flota cristiana, una desatinada decisión del célebre marino Barbarigo le cuesta la vida atravesado por una certera flecha que le atraviesa limpiamente el ojo derecho. Esto, rompe la baraja y genera un importante desconcierto a pesar de la resistencia que oponen los del flanco izquierdo. Mientras, en el centro donde gravitan los egos de los dos combatientes de mayor entidad, Juan de Austria y Ali Pacha, La Sultana, la nave capitana de los mahometanos embiste sobre el castillo de proa de La Real, dejándola relativamente escorada. En ese momento se desata un ataque de artillería asimétrico. La nave cristiana sin obstáculos en la proa, barre la cubierta de la nave embajadora de Ali Pacha como en un juego de bolos. Por el contrario, los del turbante lanzan por la posición de ambas naves, su artillería a las jarcias.
Los arcabuceros españoles solo disparan - a pesar de la lluvia de flechas -cuando las bordas están en situación tocante, ahí es la carnicería. Centenares de soldados de los tercios traspasan las cubiertas de las naves que acuden en apoyo de Juan de Austria y los suyos, pero La Sultana se resiste. Pero ocurre que Uluch le ha hecho una “verónica” a Doria y se ha colado entre el cuerpo central y los españoles de Bazán y el genovés, tensando la situación hasta lo insoportable. Pero Álvaro de Bazán está muy atento en todo momento y la maniobra queda abortada mientras el ridículo del muy conservador Andrea Doria queda patente. Pero la cosa no queda ahí, el prior Justiniano, un caballero armado no se rinde y toda la tripulación maltesa es pasada a cuchillo en un cuerpo a cuerpo de proporciones inenarrables.
En el flanco izquierdo, Federico Nani, un capitán de confianza del fallecido Barbarigo, se hace con la nave capitana y comienza una labor de integración de la disgregada flota. En el fragor de la batalla, Siroco, uno de los comandantes más entrenados y perspicaces de entre los otomanos, cae al agua y mientras los suyos pretenden salvarlos, los cristianos se lo quieren merendar y se entabla una feroz batalla en torno a esta singular situación. Desde una galera veneciana, consiguen rebanarle el cuello al desdichado y muerto el perro, muerta la rabia.
Conquistado el flanco izquierdo y puestas en fuga las naves turcas que comienzan a desembarcar en la costa próxima a sus marinos y soldados; queda el centro. Tras dos horas, en las dos capitanas sigue la lucha a muerte y sin concesiones. El agotamiento es patente y la sed merma facultades ante un sol de justicia. Dos veces se consigue llegar a la popa de La Sultana y las dos veces, los jenízaros rechazan el ataque de la infantería española. Los capitanes Lope Figueroa y Moncado, finalmente acaban desbaratando la defensa a ultranza en la nave otomana. Juan de Austria, lucha en todo momento tan expuesto como cualquiera de sus compañeros de armas; providencialmente, Luis de Requesens llega en su ayuda con dos galeras por la popa de la nave turca para rematar la faena. Es el fin.
Hacia las cuatro de la tarde probablemente y con un sol de justicia sobre la tropa, Ali Pacha recibiría un impacto de arcabuz certero y mortal cayendo a plomo sobre la cubierta cuando más de 200 hombres de ambos bandos combatían contra reloj sobre la galera del turco. Un galeote cristiano “muy subido” se había hecho con un alfanje y ni corto ni perezoso le había separado la cabeza del soporte motriz. En la punta de una pica española, se desangraba el muñidor de muchas de las pesadillas cristianas mientras sangraba profusamente. La cabeza del almirante turco sería entregada a Juan de Austria que en un gesto de rechazo más que patente la envolvió en su túnica y la echó a continuación al agua, el sudario de cualquier marino muerto en combate - ambos eran del gremio y esto pesaba en los códigos de las gentes del mar más allá de sus diferencias-. El pabellón de su nave sería capturado sin remisión, y mientras- no había corrido la noticia de la muerte del almirante turco-, la carnicería alcanzaba proporciones bíblicas. Ese día, Allah no había estado muy afortunado en su cobertura espiritual, ni inspirado ante las prédicas de los orantes turcos.
Más de cien galeras y 30.000 desgraciados de los 80.000 que inicialmente contaban en las filas otomanas, se habían dejado la piel en el empeño; las pérdidas de los otomanos eran literalmente escandalosas. Más comprometida había sido la implicación del Dios cristiano en su asistencia a sus protegidos pues ese día parecía haber estado más espabilado que lo habitual en él.
Eran las seis de la tarde y los orientales estaban en franca desbandada. La república de Venecia y almirante Andrea Doria al mando, habían sido desbordados por el letal Uchali, un hábil pirata de Berbería que tras capturar el prestigioso estandarte de la Orden de Malta había diezmado el ala derecha de la Santa Liga. Falto de reacción por la crudeza de la batalla y con cierta desorientación por la brutal colisión en la que había estado envuelto, Doria, una vez amplificada su visión ante aquella inmensa melé de abordajes y muerte a destajo –las cubiertas parecían mataderos regadas por las ingentes cantidades de sangre vertida en los durísimos cuerpos a cuerpo-; reaccionaría con cierto retraso para participar en la persecución del sádico Uchali, que durante la batalla aniquilaría en su integridad a todas las tripulaciones adversarias que capturó. Ya era legendaria su crueldad antes de Lepanto. Lamentablemente, este animal, se daría a la fuga viendo lo feo que se estaba poniendo el escenario.
A pesar de la enorme masa de intervinientes (se calcula que entre las partes llegaron a sumar cerca de 160.000 hombres en el emplazamiento de la batalla), una cifra asombrosa si contamos galeotes, marinos, soldados y apoyatura logística; y de la contundente derrota infligida a los otomanos, aquella batalla, la “madre de todas las batallas”, “sólo” sirvió para reportar un inmenso prestigio a España, pero a la postre, fue una batalla defensiva y no más que una advertencia al turco. Digo sólo, porque la faena no se pudo rematar, habida cuenta de que la entrada del otoño presagiaba las clásicas e inminentes tormentas que convertían el mar Mediterráneo en impredecible. La sensatez se impuso y no se pudo profundizar en la victoria aprovechando el caos y desconcierto causado a las filas adversarias.
Además, la República de Venecia cuya política mercantil presidia sus relaciones exteriores desde siempre – y esto hay que comprenderlo desde su punto de vista pues el movimiento de mercancías era su vida y esencia como estado – no estaba por la labor de la defensa de los altos valores que propiciarían aquella gesta. Sin consultar con la Liga Santa, hizo la paz por separado con el turco contraviniendo lo pactado en acta solemne un año antes.
Mientras tanto, el júbilo se había apoderado de España entera. Fueron días de una alegría exultante y de una sensación de grandeza merecida. Las gentes de todos los estratos sociales festejaban aquella victoria como si de la derrota de Satanás se tratara. En Constantinopla las cosas eran radicalmente diferentes. Se dictó un bando por el que de forma taxativa se empalaba sin preámbulos a todo el que hiciera mención a la derrota. La moraleja que se extrae de este episodio es un mensaje de rigurosa actualidad; tal que superando desencuentros y enfrentamientos añejos, Europa podía ser capaz de movilizarse al unísono frente a un enemigo común (sea este el que sea), asignatura aún pendiente.
Puestos en contexto, Lepanto siempre fue una batalla muy debatida como acontecimiento épico. Significó un punto de inflexión en el poderío naval turco. No dio lugar objetivamente hablando a ninguna conquista permanente, fue en puridad (aunque ganada) una enorme batalla de carácter defensivo y tal vez estéril en sus resultados inmediatos, fue básicamente un aviso a navegantes que apuntaba directamente la línea de flotación de los desmadrados otomanos. Chipre había caído ante el formidable impulso sostenido de las fuerzas anatolias al igual que la hermosa Creta de reminiscencias Minoicas. La Santa Liga se deshizo al poco tiempo. Los españoles nos apuntamos la victoria como nuestra, los protoitalianos como suya. Si bien gran parte de la financiación, la dirección y concepción estratégica de la batalla corrió a cargo de la Monarquía Hispánica ( el 50% de los gastos, la mitad de las naves y un tercio de los soldados) sin olvidar que lo más granado de los tercios —la infantería más potente en aquel tiempo—, fueron decisivos en una batalla solo apta para soldados extraordinariamente profesionales; aún hoy se discute el peso de España en aquella decisiva contienda que pasará a los anales de la historia militar porque los pilares de la tierra temblaron ante la perspectiva de una tiranía de colosales proporciones, algo que afortunadamente no llegó a ocurrir.
A modo de conclusión, resta decir, que la victoria tiene muchos padres y la derrota muchos huérfanos y viudas, víctimas casi siempre de la ambición de unos pocos, escasos de frente y sobrados de testosterona, que complacientes en su confortable lotería vital de suerte y mimados por la fortuna, carecen de empatía con las víctimas que sacrifican, ya sean estas propias o ajenas; y esto último, lamentablemente es literal y un ciclo que habita el infernal continuum de la humanidad desde la noche de los tiempos. Triste lugar este donde abandonados a nuestra suerte y la imbecilidad de enfermizos egos, penamos de forma permanente un absurdo indescifrable.
Lepanto fue la tumba de más de 40.000 hombres de armas (entre cristianos y musulmanes) que en diez aciagas horas en las que el infierno abrió sus fauces inmisericordes hasta atragantarse en una indigestión de sangre sin precedentes, ya empachado y ahíto, decidió con la caída del sol, acabar con aquella merienda de blancos.
A veces, saber demasiado puede resultar una agonía; y eso o algo parecido, fue lo que les sucedió a los anatolios, que llevaban repartiendo estopa de forma reiterada desde in illo tempore hasta que tropezaron con la horma de su zapato. En el recuerdo de todos pesaba como una lápida la trágica caída de Constantinopla un 29 de mayo del año 1453, un año fúnebre, donde probablemente se diera uno de los pasos de página más importantes por su mortífera huella en la historia conocida.
Saramago decía con su inapelable sabiduría, que jamás en ningún lugar de este atribulado planeta, cualquiera de las religiones haya servido para que la humanidad se acercara con respeto y sin temor - quizás, solo el budismo haya estado cerca de cumplir estos propósitos tan elevados como compendio de valores y coherencia con ellos-, a través de los credos, ya fueran de orden teísta o politeísta, pues solo han traído a este orfanato cósmico, horror y terror por doquier. Muchos principios de elevada composición ética y altas miras fueron interpretados por hordas de barbaros intelectuales en procesos alineados con el más puro salvajismo y así nos fue, y así nos va; que de la naturaleza de la bondad que es la esencia de cualquier filosofía que emane de la inspiración o contemplación de lo divino como un alto referente de respeto, amor y compasión por el otro; las acciones humanas de sus intérpretes han convertido la historia en un lugar de acontecimientos luctuosos y sangrientos para la humanidad. Igual que hablo de religiones, hablo de ideologías extremas, qué más da que da lo mismo.
Posiblemente, si omitiéramos la batalla de Kursk en la II Guerra Mundial, la carnicería que causó Aníbal a Roma en Cannas, o la masacre de Otumba entre otras grandes catástrofes infligidas por unos seres humanos a otros; Lepanto ha podido ser probablemente el más sangriento enfrentamiento de la historia de la humanidad, entendido como confrontación naval. Tras aquella luctuosa jornada (la más alta ocasión que vieron los siglos, Cervantes dixit), más de cuarenta mil cuerpos sin ánima se habían volatilizado de la realidad humana tras un combate de algo menos de diez horas de duración y de una intensidad dramáticamente infrecuente. El horror se había manifestado en su más radical acepción y como macabro récord, no deja de ser algo antológico por el número de bajas causado en tan breve tiempo. No se recuerda una batalla por tierra o mar, de proporciones tan apocalípticas.
La presencia turca durante mucho tiempo representó una lacerante humillación tanto en el Mediterráneo como en las tierras al este de la actual Austria. Cuando en 1570 la isla de Chipre, una tradicional posesión veneciana, fue tomada por asalto y sin previa declaración de guerra; este suceso traería como consecuencia la formación de la Liga Santa, auspiciada por el Papa, Venecia, Génova, Malta (con una presencia simbólica) y la monarquía de Felipe II. La participación española, fue determinante para la consecución de tan grandioso objetivo, pues se pudieron detraer innumerables efectivos con una altísima preparación en combate ya que la guerra de Flandes estaba en un compás de espera en ese momento.
Una flota intimidatoria
En los prolegómenos de la idea de dar un escarmiento a la temida e indiscutible potencia que era el Imperio Otomano habría que resaltar que en los momentos previos a la crucial batalla de Lepanto, en los primeros días del gobierno de Selim II, los turcos habían dinamitado unas buenas y añejas relaciones con los conspicuos y omnipresentes mercaderes venecianos al conquistar en el año 1570-1571 la fértil isla de Chipre. La capital de Chipre, Famagusta a la sazón, no pudo resistir el brutal asedio otomano que incluía dentro de las habituales lacras de un cerco de esa magnitud, el lanzamiento diario vía catapulta de más de un centenar de cabezas de prisioneros cristianos y de esclavos de todas las latitudes bajo el control de los anatolios. Cuando ya los alimentos y el agua almacenada en previsión de un socorro que nunca llegaría se habían agotado, dentro de la ciudad se dieron actos de canibalismo sobre los muertos caídos en combate mientras se improvisaban balsas de cueros solapados para la obtención de agua de rocío en un acto de extrema supervivencia. Tras dos meses de una enconada resistencia nunca llegaría refuerzo alguno y el pulgar de la historia determinó la muerte expeditiva y fulminante de más de 30.000 inocentes en una orgia de sangre sin parangón. El resto de los vivos – unos 20.000- hubieran deseado no haber nacido. Al tercer día de saqueo, Famagusta era una gigantesca tea en medio del Mediterráneo.
Esta estrategia de erosión orientada a acabar con el "cordón veneciano", una serie de islas en el Egeo y Adriático, actuaban a modo de eslabones o bases de abastecimiento a la par que de mercados de intercambio de tejidos, especias, conocimientos, etc. Cuando ya estaba calentito el asunto, Pio V, el Papa del momento vio que las desavenencias entre venecianos y turcos abrían una posibilidad real en un momento óptimo para formar la anhelada Liga Santa.
En toda la Europa católica, se iniciaría una gigantesca recaudación en más de 400.000 parroquias y conventos quedando así financiado en parte el propósito de una "Gross Coalition" integrada por La Monarquía Hispánica, el Papado, la Orden de Malta, Génova y Venecia, el Ducado de Saboya, y otros varios ducados italianos de forma más testimonial. Francia se quedaría mirando para otro lado, recurso muy habitual de la diplomacia gala, siempre muy grandilocuente en las formas, pero sustancialmente vacía de contenido a la hora de los grandes compromisos.
El día 24 de mayo de 1571, el pontífice Pío V reúne a los representantes de Venecia y España- los pesos pesados de la coalición- que finalmente firman los acuerdos preliminares de la Liga Santa. Esta decisión es tomada ante el estupor generalizado por las noticias de la caída de Chipre y la masacre sobrevenida y por la alarma que genera la potente flota reunida por los turcos. De esta manera, quedan solapadas bajo la misma bandera, España -que aportaba la mitad del total en hombres y naves -, Malta, Génova, Venecia, el ducado de Saboya, la Toscana y los Estados Pontificios.
Ese mismo mes, había viajado a Madrid el purpurado Miguel Bonelli, cardenal de la curia vaticana para refrendar en la iglesia de Santa María una misa en honor de Juan de Austria, Generalísimo desde ese momento, de la Armada aliada. El hijo bastardo del que fue Gran Emperador de la cristiandad, Carlos I de España, es visto ya como un salvador por parte del, pueblo, líderes y soldados. Los turcos, arrecian por su parte en sus ataques a los buques católicos de todas las naciones que configuran la Liga Santa.
Tras salir de Barcelona con cerca de ochenta galeras, se dirige a Génova para integrar la armada de Andrea Doria y por las mismas, pone rumbo al sur hacia Mesina. Reunida en el puerto de Mesina, la armada combinada formaba una fuerza intimidatoria jamás reunida hasta aquel entonces en las ancianas aguas mediterráneas. Más de 200 fragatas, galeras, cocas de transporte, rapidísimos pataches de exploración y barcos de menor importancia, transportaban a la elite de la infantería de la época, los Tercios, empeñados en conjurar las atrocidades de aquella hidra sin miramientos. Diez compañías del Tercio de Nápoles de Pedro de Padilla, sumadas a otras 6 compañías del Tercio de Miguel de Moncada y 9 compañías del Tercio de Sicilia de Diego Enríquez, todas ellas armadas de espada larga y corta para el combate cuerpo a cuerpo tan previsible como desalmadamente carnicero, más sus correspondientes arcabuces para cada uno de los integrantes y todos ellos además un pistolón de bola de plomo que se cargaba siempre tras una simulada retirada táctica en forma escalonada, una técnica inventada y heredada del glorioso Gran Capitán y de una eficacia mortífera a juzgar por las enormes bajas causadas durante el combate entablado en Lepanto.
Más de 200 fragatas transportaban a la elite de la infantería de la época, los Tercios
Tras ser tomada la decisión de emprender la acción de escarmiento con una potente expedición naval, la flota de los coaligados reunida en el puerto siciliano para debatir el plan de acción. Quedaba por decidir el objetivo de la campaña. Básicamente la destrucción de la flota del almirante turco Alí Bajá estaba fuera de toda duda. ¿Pero cómo plantear la batalla en cuestión? ¿A domicilio yendo a su encuentro? ¿Atrayéndolos a mar abierta?
La que prevaleció finalmente fue la de ir a por ellos. Entonces, la enorme armada cristiana de la Liga Santa abandonó Mesina con el claro objetivo de ir a por todas. Las naves otomanas fueron avistadas un siete de octubre en el golfo de Lepanto, actualmente, golfo de Corinto. La fuerza de los coaligados en defensa de los intereses de la cristiandad, más allá de los objetivos primarios de carácter religioso, ocultaban la recuperación de las vastas extensiones mediterráneas como zonas de comercio de carácter prioritario y de actuación militar preferente en sus variantes secundarias, o lo que es lo mismo, acabar con la lacra de la piratería berberisca amparada desde Estambul.
La fuerza era más que considerable por parte de aquella especie de cruzada contra los del turbante. Alrededor de 207 finas galeras de puente corrido y castillete en popa dotadas de bombardas y falconetes para repartir postas a granel, seis potentes galeazas muy artilladas y de gran porte con amuras extraordinariamente altas para la época, y 20 navíos armados con artillería menor y un elenco de fuerzas de los tercios dotados de un entrenamiento extraordinario con arcabuces y pistolones de avancarga por cada infante. El conjunto, con algunos bergantines y fragatas sueltas, definían un sumatorio de unas 1.215 piezas de artillería. En lo tocante al contingente humano, se estima que iban embarcados según estimaciones variadas y a veces contradictorias, cerca de 90.000 hombres entre las gentes de mar, galeotes e infantería naval.
Un Dios salvaje
Alí Bajá por su parte no tenía reservas o dudas sobre su papel. El sultán le había dado instrucciones precisas de aniquilar la flota cristiana, para ulteriormente represaliar con dureza en acciones secundarias a Europa por todos sus flancos. Su flota, superior en naves, sumaba alrededor de 221 galeras, 18 rapidísimas fustas que por lo general actuaban como naves de exploración, y una treintena de grandes galeotas, mas tenían como desventaja que portaban casi la mitad de la artillería que sus adversarios, lo que posteriormente decantaría la batalla. Los efectivos humanos rondaban los 80.000 hombres-, con muchas menos armas de fuego individual y más enfocado a los arcos, ballestas y alfanjes para el cuerpo a cuerpo. Los jenízaros sí, llevaban mosquetería, pero esta era inferior en calidad, precisión y largueza de tiro.
Se hace necesario recordar en este punto, que el occidente cristiano, llevaba años de derrotas y en retirada en todos los frentes, sometido a una forma de crueldad desconocida infligida por el extremismo más rotundo de un islam en plena expansión e inspirado en las consignas del profeta Mahoma cuyos dictados contra “el infiel” eran pasto sólido para las mayores atrocidades amparadas – y esto es clave-, por su interpretación de un Dios que era la antítesis de la magnanimidad. Este Dios, llamado Allah no difería mucho en sus punitivas acciones con respecto al Dios de los cristianos (no olvidemos las carnicerías causadas por los cruzados o las persecuciones religiosas contra las voces discrepantes de los arrianos, cátaros o protestantes), pero lo que caracterizaba sus actuaciones contra los creyentes del bando opuesto, era el salvajismo extremo en su forma de hacer la guerra.
Los método usados antes y después de la batalla de Mohacs en 1526 ante la presencia de un sol implacable en las llanuras del sur de Hungría- violaciones multitudinarias, empalamientos a cámara lenta con contrapesos para alargar la agonía de las víctimas, siembra de sal indiscriminada en las tierras de labor, tierra quemada discrecionalmente, amputaciones brutales, etc.- inauguran una nueva dimensión en las formas de hacer la guerra bajo el reinado de Suleiman el Magnífico ; eso, sin olvidar la crueldad sobre los vencidos en Chipre, Constantinopla, etc. Occidente vivía sobrecogido ante la inminencia de su desaparición como civilización.
La Europa del renacimiento quería volar con sus nuevas expresiones artísticas revolucionarias, pero tropezaba con el lastre de la falta de un mecenazgo digno de tal nombre, pues la guerra permanente contra los sarracenos, se llevaba prácticamente todos los recursos de las naciones cristianas del Mediterráneo en un permanente ejercicio de supervivencia. Los otomanos se paseaban por las desaparecidas posesiones del Imperio Romano de Oriente como Pedro por su casa.
El flujo de mercadería por el mar Mediterráneo estaba literalmente colapsado por el terror de una piratería desbordada
Hacia octubre del año del Señor de 1571, La Liga Santa, una coalición cristiana formada a regañadientes por temas de protagonismos y proporciones en las cuotas que debían de aportar sus miembros coaligados, embarcaban como un demoledor ariete en su vanguardia a una infantería que apuntaba maneras desde hacía décadas–los Tercios–, que en un papel más allá de lo heroico, enfrentarían en el golfo de Lepanto a una descomunal flota otomana que venía aterrorizando todas las latitudes regadas por el Mare Nostrum sin excepción geográfica alguna. Daba igual si tenían que combatir a los tranquilos mercaderes venecianos en Chipre, invadir Sicilia, atacar a las órdenes militares o alentar a los piratas de Berbería, saquear a pisanos y genoveses, asaltar las costas del sur de España o esclavizar a decenas de miles de desgraciados arrancados de sus anodinas vidas mientras eran capturados en sus terroristas razzias costeras.
Prolegómenos de la batalla
Pero hubo un momento en el que un silencio metafísico comenzó a cobrar la forma de un rumor incipiente que clamaba una respuesta a aquella minusvalía política y militar, y la parálisis dejó de ser tal.
Nadie en aquel tiempo, pensaba que era posible cambiar la historia, la resignación campaba a sus anchas y la obscenidad de la impotencia habitaba en lo más íntimo de los afectados por aquella ola de gentes con turbante que amparados en la impunidad de la religión, atropellaban sin escrúpulos ni compasión a la par que arrollaban las sencillas vidas de las gentes humildes a las que reducían a la onerosa esclavitud, demolían los sueños de doncellas en edad de merecer que acababan siendo esclavas sexuales en remotos serrallos de un oriente furibundamente machista , colapsaban el comercio marítimo sin reparo alguno, saqueaban sin reparo , y demolían naciones enteras a su paso. Parecía apuntar la inescrutable flecha de la historia hacia la permanencia de un estatus inamovible en una agonía sin fin.
Pero la blindada idea de la imbatibilidad turca, tenía un ángulo muerto.
Ali Pachá, de quién se decía que su juventud era tan desproporcionada como su colosal ego inmaduro, lideraba más allá de la veintena, un total de 274 naves (incluyendo las de avituallamiento) y más 35.000 hombres de guerra, sin sumar galeotes ni marinería. A pesar del mayor número de naves, sus galeras eran considerablemente más pequeñas y sus tropas, bisoñas, si exceptuamos a los escasos dos millares de jenízaros, guardia personal del sultán. A Ali Pacha a bordo de la Sultana, le acompañaban dos expertos marinos más enfocados a la piratería y no tan diestros cuando se trataba de plantar cara a gente armada y menos, si estos eran profesionales. Uluch Ali, era un cristiano renegado, y Amurat Dragut era un temido corsario especializado en la captura de esclavos.
Solo había un discrepante y este era Petrev, un general de infantería que argumentaba que la mayor parte de la tropa embarcada no había combatido nunca y su preparación era más que cuestionable. Lamentablemente, los furibundos capitanes cercanos al entorno del sultán clamaban la Guerra Santa contra el infiel, y ese fanatismo ciego fue su perdición.
El principio del fin de aquella forma de terrorismo amparada por la religión, se presentó cuando Juan de Austria, la emblemática figura que acabaría liderando las fuerzas europeas, un ciudadano de uniforme llamado a ocupar el más alto sitial en el olimpo de los héroes “cogió su fusil”.
Juan de Austria era un demonio desatado, un auténtico profesional de la milicia de dotes excepcionales
La compleja confección y elaboración de los mimbres de la flota que enfrentaría a los turcos, estaba presidida por delicados equilibrios diplomáticos. Con sutil habilidad, Felipe II había trazado a través de su hermanastro Juan de Austria tras arduas negociaciones, la armazón de una flota combinada con los más prestigiosos almirantes de la época, de manera que antes de que comenzaran las complicadas mareas de septiembre, se hubieran cerrado pactos para evitar agravios entre los protagonistas que iban a asistir a aquel macabro escenario que se avecinaba inexorablemente. Cerrar malentendidos e impedir conflictos de protagonismo que obstaculizaran aquella compleja y magna tarea era algo imperativo antes de presentar su tarjeta de visita al arrogante Ali Pacha. Asimismo, se hubo de convencer al viejo y reticente almirante veneciano, Sebastián Veniero, de que embarcara a 4.000 soldados españoles de los tercios en sus galeras, pues estas contaban con un número de infantes de escasa preparación además, muy mermados en número y carentes de una equipación digna de tal nombre.
Felipe II había trazado a través del almirante el armazón de una flota combinada con los más prestigiosos almirantes de la época
Otra disposición afortunada y añadida, fue la de deshacerse de los mascarones de proa y espolones de las galeras reales introduciendo en las mismas, unas letales baterías que contaban con cinco cañones alineados que antes de los preceptivos abordajes, escupían una cantidad de metralla que dejaba a las tripulaciones adversarias sumidas en profundas meditaciones metafísicas.
En 'La Eneida' de Virgilio, la imperecedera frase 'Audentis fortuna iuvat': A los que se atreven sonríe la fortuna, fue quizás el punto de inflexión a través del cual se refleja un cambio de actitud y una metamorfosis por la que se trasvasa la parálisis adherida en occidente, del miedo al valor, en una alquimia necesaria y obligada en una Europa que pasa de una actitud permanentemente defensiva por su fragmentada división y guerras intestinas, hacia un propósito conjunto de más altos vuelos y aspiraciones más elevadas. Es quizás, la primera vez en que se da una visión de conjunto, de comunidad, de colectivo con una especie de identidad común ante un adversario de proporciones gigantescas.
Siete de octubre
Una mañana temprana de un siete de octubre, en régimen de descubierta, una temeraria y rapidísima fusta turca avistaría con consternación y estupor a partes iguales la que se les avecinaba. Como en un cuadro puntillista de Seurat, la retina del sorprendido capitán otomano, quedaría impactada ante la presencia de centenares de velas que se aproximaban acompañadas bajo la rítmica cadencia de los tambores que dirigían el sudado esfuerzo de los desgraciados forzados en su rumbo hacia el golfo de Corinto. La mayoría de ellas eran galeras que al compás del chifle (un sonoro y potente silbato) tensaban bajo la terrible figura del cómitre varias hileras de remos que daban un empuje adicional a aquella gigantesca flota venida del oeste. Aquellos desgraciados que habían cometido algún delito ya fuera mayor o menor, no solo penaban en las sentinas de aquellas agiles naves, sino que además tenían que enfrentar durante la batalla, ya fuera el hundimiento de sus naves o la esclavitud ante sus nuevos amos; vamos, un dilema de calibre.
Por su parte, desde la capitana turca, la bandera verde del profeta ondeaba desafiante bajo música de címbalos y trompetas. En el otro lado, un silencio espectral y casi místico ante el momento tan crucial que se avecinaba, solo era roto por las oraciones musitadas por la tropa cristiana. Los hijos de Allah, al revés, configuraban un griterío que aturdía a distancia, pero era solo fuego fatuo como se demostraría a posteriori. Momentos antes de la gran colisión, Juan de Austria, lanza una arenga histórica a los suyos en la que pone el acento en la épica "Hijos, a morir hemos venido, a vencer, si el cielo así lo dispone. No deis ocasión a que, con arrogancia impía, os pregunte el enemigo: ¿dónde está vuestro Dios? Pelead en su santo nombre que, muertos o victoriosos, gozaréis de la inmortalidad”. Y así fue.
"Hijos,
a morir hemos venido, a vencer, si el cielo así lo dispone. No deis
ocasión a que os pregunte el enemigo: ¿dónde está vuestro Dios?"
Cuando se depende del compás del destino, la vulnerable fragilidad humana, es incapaz de discutir su suerte, o la acepta o el tormento es mayor. La castigada chusma de galeotes no tenía ante sí una elección que fuera peor; era el clásico dilema del ajedrecista que tiene que tomar una decisión entre mala u otra peor, esto es, lo que se llama en el argot de los trebejos, el zugzwang. ¿Vivir o morir? A la postre, la muerte sólo sería una liberación ante la perspectiva de la terrible condena de estar atados a un banco corrido de madera día y noche, mes tras mes, año tras año, rodeado por chinches y ratas del tamaño de elefantes. Juan de Austria desde “La Real”, anticipándose a la trascendencia del momento tan dramático por vivir, no quería dejar perecer a aquellos condenados en aras de la ceremonia de la muerte, y por ello, tomó la decisión de liberar a los galeotes que penaban de sus lacerantes y pesadas cadenas al tiempo que repartía pan de galleta con carne macerada y abundante vino tinto en pellejos y odres entre aquellos desdichados. Además, les había prometido que serían libres en caso de victoria, como así sucedió a la postre.
En los primeros compases de las escaramuzas previas, los turcos con un viento adverso de proa, tenían que navegar en ceñida y con ese hándicap, estaban siendo empujados hacia la costa. El viento, aliado natural de una nave a vela, neutralizaba el característico principio táctico de maniobrabilidad requerido ante un combate de esa magnitud. Esta imprudencia la pagarían cara los anatolios. Álvaro de Bazán, atento al quite, había neutralizado una osada penetración en el ala comandaba por el veneciano Barbarigo, muerto más tarde heroicamente en combate. Un cronista de excepción llamado Cervantes, inmerso en unas fiebres que lo tenían doblado, aportaría una lúcida y dramática crónica de aquella terrible batalla, que quedará para la historia como herencia y descripción del horror en sus formas más extremas.
Vale más cicatriz por valiente que la piel intacta por cobarde, así pensaban Bazán, Juan de Austria, Barbarigo, Marco Antonio Colonna (almirante de la flota del Papa) o el veterano Sebastián Veniero, un sobrado marino de 75 años al mando de la flota veneciana. También, la pequeña y castigada Malta, había enviado a tres potentes galeras artilladas que a pesar de su simbólica aportación estuvieron por encima de sus posibilidades.
Las hostilidades se iniciaron muy temprano y sin tanteos previos más allá de las inevitables incursiones de las naves de exploración para calibrar opciones y obtener información. Un tiro de advertencia a la nave La Sultana declara el principio de las hostilidades. Las seis galeazas venecianas, unas naves muy adelantadas a su tiempo – precursoras de los galeones- pero muy dependientes por su enorme casco y ausencia de remos, aunque eso sí, sobradas de artillería, lanzan una terrible granizada de plomo sobre aquellas galeras enemigas que pasan cercanas a su alcance. El griterío musulmán se viene abajo tras esta tormenta de fuego.
Choque de egos
Para desgracia de la flota cristiana, una desatinada decisión del célebre marino Barbarigo le cuesta la vida atravesado por una certera flecha que le atraviesa limpiamente el ojo derecho. Esto, rompe la baraja y genera un importante desconcierto a pesar de la resistencia que oponen los del flanco izquierdo. Mientras, en el centro donde gravitan los egos de los dos combatientes de mayor entidad, Juan de Austria y Ali Pacha, La Sultana, la nave capitana de los mahometanos embiste sobre el castillo de proa de La Real, dejándola relativamente escorada. En ese momento se desata un ataque de artillería asimétrico. La nave cristiana sin obstáculos en la proa, barre la cubierta de la nave embajadora de Ali Pacha como en un juego de bolos. Por el contrario, los del turbante lanzan por la posición de ambas naves, su artillería a las jarcias.
Los arcabuceros españoles solo disparan - a pesar de la lluvia de flechas -cuando las bordas están en situación tocante, ahí es la carnicería. Centenares de soldados de los tercios traspasan las cubiertas de las naves que acuden en apoyo de Juan de Austria y los suyos, pero La Sultana se resiste. Pero ocurre que Uluch le ha hecho una “verónica” a Doria y se ha colado entre el cuerpo central y los españoles de Bazán y el genovés, tensando la situación hasta lo insoportable. Pero Álvaro de Bazán está muy atento en todo momento y la maniobra queda abortada mientras el ridículo del muy conservador Andrea Doria queda patente. Pero la cosa no queda ahí, el prior Justiniano, un caballero armado no se rinde y toda la tripulación maltesa es pasada a cuchillo en un cuerpo a cuerpo de proporciones inenarrables.
En el flanco izquierdo, Federico Nani, un capitán de confianza del fallecido Barbarigo, se hace con la nave capitana y comienza una labor de integración de la disgregada flota. En el fragor de la batalla, Siroco, uno de los comandantes más entrenados y perspicaces de entre los otomanos, cae al agua y mientras los suyos pretenden salvarlos, los cristianos se lo quieren merendar y se entabla una feroz batalla en torno a esta singular situación. Desde una galera veneciana, consiguen rebanarle el cuello al desdichado y muerto el perro, muerta la rabia.
Conquistado el flanco izquierdo y puestas en fuga las naves turcas que comienzan a desembarcar en la costa próxima a sus marinos y soldados; queda el centro. Tras dos horas, en las dos capitanas sigue la lucha a muerte y sin concesiones. El agotamiento es patente y la sed merma facultades ante un sol de justicia. Dos veces se consigue llegar a la popa de La Sultana y las dos veces, los jenízaros rechazan el ataque de la infantería española. Los capitanes Lope Figueroa y Moncado, finalmente acaban desbaratando la defensa a ultranza en la nave otomana. Juan de Austria, lucha en todo momento tan expuesto como cualquiera de sus compañeros de armas; providencialmente, Luis de Requesens llega en su ayuda con dos galeras por la popa de la nave turca para rematar la faena. Es el fin.
A las cuatro de la tarde, Ali Pacha recibiría un impacto de arcabuz certero y mortal cayendo a plomo sobre la cubierta
Hacia las cuatro de la tarde probablemente y con un sol de justicia sobre la tropa, Ali Pacha recibiría un impacto de arcabuz certero y mortal cayendo a plomo sobre la cubierta cuando más de 200 hombres de ambos bandos combatían contra reloj sobre la galera del turco. Un galeote cristiano “muy subido” se había hecho con un alfanje y ni corto ni perezoso le había separado la cabeza del soporte motriz. En la punta de una pica española, se desangraba el muñidor de muchas de las pesadillas cristianas mientras sangraba profusamente. La cabeza del almirante turco sería entregada a Juan de Austria que en un gesto de rechazo más que patente la envolvió en su túnica y la echó a continuación al agua, el sudario de cualquier marino muerto en combate - ambos eran del gremio y esto pesaba en los códigos de las gentes del mar más allá de sus diferencias-. El pabellón de su nave sería capturado sin remisión, y mientras- no había corrido la noticia de la muerte del almirante turco-, la carnicería alcanzaba proporciones bíblicas. Ese día, Allah no había estado muy afortunado en su cobertura espiritual, ni inspirado ante las prédicas de los orantes turcos.
Más de cien galeras y 30.000 desgraciados de los 80.000 que inicialmente contaban en las filas otomanas, se habían dejado la piel en el empeño; las pérdidas de los otomanos eran literalmente escandalosas. Más comprometida había sido la implicación del Dios cristiano en su asistencia a sus protegidos pues ese día parecía haber estado más espabilado que lo habitual en él.
Eran las seis de la tarde y los orientales estaban en franca desbandada. La república de Venecia y almirante Andrea Doria al mando, habían sido desbordados por el letal Uchali, un hábil pirata de Berbería que tras capturar el prestigioso estandarte de la Orden de Malta había diezmado el ala derecha de la Santa Liga. Falto de reacción por la crudeza de la batalla y con cierta desorientación por la brutal colisión en la que había estado envuelto, Doria, una vez amplificada su visión ante aquella inmensa melé de abordajes y muerte a destajo –las cubiertas parecían mataderos regadas por las ingentes cantidades de sangre vertida en los durísimos cuerpos a cuerpo-; reaccionaría con cierto retraso para participar en la persecución del sádico Uchali, que durante la batalla aniquilaría en su integridad a todas las tripulaciones adversarias que capturó. Ya era legendaria su crueldad antes de Lepanto. Lamentablemente, este animal, se daría a la fuga viendo lo feo que se estaba poniendo el escenario.
Un trabajo a medias
A pesar de la enorme masa de intervinientes (se calcula que entre las partes llegaron a sumar cerca de 160.000 hombres en el emplazamiento de la batalla), una cifra asombrosa si contamos galeotes, marinos, soldados y apoyatura logística; y de la contundente derrota infligida a los otomanos, aquella batalla, la “madre de todas las batallas”, “sólo” sirvió para reportar un inmenso prestigio a España, pero a la postre, fue una batalla defensiva y no más que una advertencia al turco. Digo sólo, porque la faena no se pudo rematar, habida cuenta de que la entrada del otoño presagiaba las clásicas e inminentes tormentas que convertían el mar Mediterráneo en impredecible. La sensatez se impuso y no se pudo profundizar en la victoria aprovechando el caos y desconcierto causado a las filas adversarias.
Además, la República de Venecia cuya política mercantil presidia sus relaciones exteriores desde siempre – y esto hay que comprenderlo desde su punto de vista pues el movimiento de mercancías era su vida y esencia como estado – no estaba por la labor de la defensa de los altos valores que propiciarían aquella gesta. Sin consultar con la Liga Santa, hizo la paz por separado con el turco contraviniendo lo pactado en acta solemne un año antes.
En España, las gentes de todos los estratos sociales festejaban aquella victoria como si de la derrota de Satanás se tratara
Mientras tanto, el júbilo se había apoderado de España entera. Fueron días de una alegría exultante y de una sensación de grandeza merecida. Las gentes de todos los estratos sociales festejaban aquella victoria como si de la derrota de Satanás se tratara. En Constantinopla las cosas eran radicalmente diferentes. Se dictó un bando por el que de forma taxativa se empalaba sin preámbulos a todo el que hiciera mención a la derrota. La moraleja que se extrae de este episodio es un mensaje de rigurosa actualidad; tal que superando desencuentros y enfrentamientos añejos, Europa podía ser capaz de movilizarse al unísono frente a un enemigo común (sea este el que sea), asignatura aún pendiente.
Puestos en contexto, Lepanto siempre fue una batalla muy debatida como acontecimiento épico. Significó un punto de inflexión en el poderío naval turco. No dio lugar objetivamente hablando a ninguna conquista permanente, fue en puridad (aunque ganada) una enorme batalla de carácter defensivo y tal vez estéril en sus resultados inmediatos, fue básicamente un aviso a navegantes que apuntaba directamente la línea de flotación de los desmadrados otomanos. Chipre había caído ante el formidable impulso sostenido de las fuerzas anatolias al igual que la hermosa Creta de reminiscencias Minoicas. La Santa Liga se deshizo al poco tiempo. Los españoles nos apuntamos la victoria como nuestra, los protoitalianos como suya. Si bien gran parte de la financiación, la dirección y concepción estratégica de la batalla corrió a cargo de la Monarquía Hispánica ( el 50% de los gastos, la mitad de las naves y un tercio de los soldados) sin olvidar que lo más granado de los tercios —la infantería más potente en aquel tiempo—, fueron decisivos en una batalla solo apta para soldados extraordinariamente profesionales; aún hoy se discute el peso de España en aquella decisiva contienda que pasará a los anales de la historia militar porque los pilares de la tierra temblaron ante la perspectiva de una tiranía de colosales proporciones, algo que afortunadamente no llegó a ocurrir.
A modo de conclusión, resta decir, que la victoria tiene muchos padres y la derrota muchos huérfanos y viudas, víctimas casi siempre de la ambición de unos pocos, escasos de frente y sobrados de testosterona, que complacientes en su confortable lotería vital de suerte y mimados por la fortuna, carecen de empatía con las víctimas que sacrifican, ya sean estas propias o ajenas; y esto último, lamentablemente es literal y un ciclo que habita el infernal continuum de la humanidad desde la noche de los tiempos. Triste lugar este donde abandonados a nuestra suerte y la imbecilidad de enfermizos egos, penamos de forma permanente un absurdo indescifrable.
Lepanto fue la tumba de más de 40.000 hombres de armas (entre cristianos y musulmanes) que en diez aciagas horas en las que el infierno abrió sus fauces inmisericordes hasta atragantarse en una indigestión de sangre sin precedentes, ya empachado y ahíto, decidió con la caída del sol, acabar con aquella merienda de blancos.
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