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martes, 8 de octubre de 2019
Acero y gloria en el infierno de Lepanto, la batalla naval más sangrienta de la historia
El autor del éxito 'Inglaterra
derrotada' publica ahora una novedosa forma de relatar la historia de
España; un libro muy recomendable del que adelantamos aquí uno de sus
capítulos
La batalla naval de Lepanto, según Andrea Vicentino (1580).
Nada bueno resulta de llorar por aquello que ya se ha perdido, y si no, que se lo digan a los turcos tras la escandalosa derrota sufrida en Lepanto
en la costa occidental de Grecia, allá por el año del Señor de 1571 en
una de las más aciagas batallas de la historia, donde el pensamiento
estratégico de los complacidos otomanos brilló por su ausencia y por el
volumen de su arrogancia y autosuficiencia.
A veces, saber demasiado
puede resultar una agonía; y eso o algo parecido, fue lo que les sucedió
a los anatolios, que llevaban repartiendo estopa de forma reiterada
desde in illo tempore hasta que tropezaron con la horma de su zapato. En
el recuerdo de todos pesaba como una lápida la trágica caída de
Constantinopla un 29 de mayo del año 1453, un año fúnebre, donde
probablemente se diera uno de los pasos de página más importantes por su mortífera huella en la historia conocida.
Saramago
decía con su inapelable sabiduría, que jamás en ningún lugar de este
atribulado planeta, cualquiera de las religiones haya servido para que la humanidad se acercara con respeto y sin temor
- quizás, solo el budismo haya estado cerca de cumplir estos propósitos
tan elevados como compendio de valores y coherencia con ellos-, a
través de los credos, ya fueran de orden teísta o politeísta, pues solo
han traído a este orfanato cósmico, horror y terror por doquier. Muchos
principios de elevada composición ética y altas miras fueron interpretados por
hordas de barbaros intelectuales en procesos alineados con el más puro
salvajismo y así nos fue, y así nos va; que de la naturaleza de la
bondad que es la esencia de cualquier filosofía que emane de la
inspiración o contemplación de lo divino como un alto referente de
respeto, amor y compasión por el otro; las acciones humanas de sus
intérpretes han convertido la historia en un lugar de acontecimientos
luctuosos y sangrientos para la humanidad. Igual que hablo de
religiones, hablo de ideologías extremas, qué más da que da lo mismo.
Posiblemente,
si omitiéramos la batalla de Kursk en la II Guerra Mundial, la
carnicería que causó Aníbal a Roma en Cannas, o la masacre de Otumba
entre otras grandes catástrofes infligidas por unos seres humanos a
otros; Lepanto ha podido ser probablemente el más sangriento enfrentamiento de la historia de la humanidad,
entendido como confrontación naval. Tras aquella luctuosa jornada (la
más alta ocasión que vieron los siglos, Cervantes dixit), más de
cuarenta mil cuerpos sin ánima se habían volatilizado de la realidad
humana tras un combate de algo menos de diez horas de duración y de una
intensidad dramáticamente infrecuente. El horror se había manifestado en
su más radical acepción y como macabro récord, no deja de ser algo
antológico por el número de bajas causado en tan breve tiempo. No se
recuerda una batalla por tierra o mar, de proporciones tan apocalípticas.
La presencia turca durante mucho tiempo representó una lacerante humillación
tanto en el Mediterráneo como en las tierras al este de la actual
Austria. Cuando en 1570 la isla de Chipre, una tradicional posesión
veneciana, fue tomada por asalto y sin previa declaración de guerra;
este suceso traería como consecuencia la formación de la Liga Santa,
auspiciada por el Papa, Venecia, Génova, Malta (con una presencia
simbólica) y la monarquía de Felipe II. La participación española, fue
determinante para la consecución de tan grandioso objetivo, pues se
pudieron detraer innumerables efectivos con una altísima preparación en combate ya que la guerra de Flandes estaba en un compás de espera en ese momento.
Una flota intimidatoria
En los prolegómenos de la idea de dar un escarmiento a la temida e indiscutible potencia que era el Imperio Otomano
habría que resaltar que en los momentos previos a la crucial batalla de
Lepanto, en los primeros días del gobierno de Selim II, los turcos
habían dinamitado unas buenas y añejas relaciones con los conspicuos y
omnipresentes mercaderes venecianos al conquistar en el año 1570-1571 la
fértil isla de Chipre. La capital de Chipre, Famagusta a la sazón, no
pudo resistir el brutal asedio otomano que incluía dentro de las
habituales lacras de un cerco de esa magnitud, el lanzamiento diario vía
catapulta de más de un centenar de cabezas de prisioneros cristianos y de esclavos
de todas las latitudes bajo el control de los anatolios. Cuando ya los
alimentos y el agua almacenada en previsión de un socorro que nunca
llegaría se habían agotado, dentro de la ciudad se dieron actos de
canibalismo sobre los muertos caídos en combate mientras se improvisaban
balsas de cueros solapados para la obtención de agua de rocío en un
acto de extrema supervivencia. Tras dos meses de una enconada
resistencia nunca llegaría refuerzo alguno y el pulgar de la historia
determinó la muerte expeditiva y fulminante de más de 30.000 inocentes
en una orgia de sangre sin parangón. El resto de los vivos – unos 20.000- hubieran deseado no haber nacido. Al tercer día de saqueo, Famagusta era una gigantesca tea en medio del Mediterráneo.
Selim II
Esta
estrategia de erosión orientada a acabar con el "cordón veneciano", una
serie de islas en el Egeo y Adriático, actuaban a modo de eslabones o bases de abastecimiento
a la par que de mercados de intercambio de tejidos, especias,
conocimientos, etc. Cuando ya estaba calentito el asunto, Pio V, el Papa
del momento vio que las desavenencias entre venecianos y turcos abrían
una posibilidad real en un momento óptimo para formar la anhelada Liga
Santa.
En toda la Europa católica, se iniciaría una gigantesca recaudación en más de 400.000 parroquias y conventos
quedando así financiado en parte el propósito de una "Gross Coalition"
integrada por La Monarquía Hispánica, el Papado, la Orden de Malta,
Génova y Venecia, el Ducado de Saboya, y otros varios ducados italianos
de forma más testimonial. Francia se quedaría mirando para otro lado,
recurso muy habitual de la diplomacia gala, siempre muy grandilocuente
en las formas, pero sustancialmente vacía de contenido a la hora de los
grandes compromisos.
El día 24 de mayo de 1571, el pontífice Pío V
reúne a los representantes de Venecia y España- los pesos pesados de la
coalición- que finalmente firman los acuerdos preliminares de la Liga
Santa. Esta decisión es tomada ante el estupor generalizado por las
noticias de la caída de Chipre y la masacre sobrevenida y por la alarma
que genera la potente flota reunida por los turcos. De esta manera,
quedan solapadas bajo la misma bandera, España -que aportaba la mitad del total en hombres y naves -, Malta, Génova, Venecia, el ducado de Saboya, la Toscana y los Estados Pontificios.
Don Juan de Austria, inmortalizado por Juan Pantoja de la Cruz
Ese
mismo mes, había viajado a Madrid el purpurado Miguel Bonelli, cardenal
de la curia vaticana para refrendar en la iglesia de Santa María una
misa en honor de Juan de Austria, Generalísimo desde ese momento, de la
Armada aliada. El hijo bastardo del que fue Gran Emperador de la
cristiandad, Carlos I de España, es visto ya como un salvador por parte del, pueblo, líderes y soldados. Los turcos, arrecian por su parte en sus ataques a los buques católicos de todas las naciones que configuran la Liga Santa.
Tras
salir de Barcelona con cerca de ochenta galeras, se dirige a Génova
para integrar la armada de Andrea Doria y por las mismas, pone rumbo al
sur hacia Mesina. Reunida en el puerto de Mesina, la armada combinada
formaba una fuerza intimidatoria jamás reunida hasta aquel entonces
en las ancianas aguas mediterráneas. Más de 200 fragatas, galeras,
cocas de transporte, rapidísimos pataches de exploración y barcos de
menor importancia, transportaban a la elite de la infantería de la
época, los Tercios, empeñados en conjurar las atrocidades de aquella
hidra sin miramientos. Diez compañías del Tercio de Nápoles de Pedro de
Padilla, sumadas a otras 6 compañías del Tercio de Miguel de Moncada y 9
compañías del Tercio de Sicilia de Diego Enríquez, todas ellas armadas de espada larga y corta
para el combate cuerpo a cuerpo tan previsible como desalmadamente
carnicero, más sus correspondientes arcabuces para cada uno de los
integrantes y todos ellos además un pistolón de bola de plomo que se
cargaba siempre tras una simulada retirada táctica en forma escalonada,
una técnica inventada y heredada del glorioso Gran Capitán y de una
eficacia mortífera a juzgar por las enormes bajas causadas durante el combate entablado en Lepanto.
Más de 200 fragatas transportaban a la elite de la infantería de la época, los Tercios
Tras
ser tomada la decisión de emprender la acción de escarmiento con una
potente expedición naval, la flota de los coaligados reunida en el
puerto siciliano para debatir el plan de acción. Quedaba por decidir el
objetivo de la campaña. Básicamente la destrucción de la flota del
almirante turco Alí Bajá estaba fuera de toda duda. ¿Pero cómo plantear la batalla en cuestión? ¿A domicilio yendo a su encuentro? ¿Atrayéndolos a mar abierta?
La que prevaleció finalmente fue la de ir a por ellos. Entonces, la enorme armada cristiana de la Liga Santa abandonó Mesina con el claro objetivo de ir a por todas. Las
naves otomanas fueron avistadas un siete de octubre en el golfo de
Lepanto, actualmente, golfo de Corinto. La fuerza de los coaligados en
defensa de los intereses de la cristiandad, más allá de los objetivos
primarios de carácter religioso, ocultaban la recuperación de las vastas
extensiones mediterráneas como zonas de comercio de carácter
prioritario y de actuación militar preferente en sus variantes
secundarias, o lo que es lo mismo, acabar con la lacra de la piratería berberisca amparada desde Estambul.
La fuerza era más que considerable por parte de aquella especie de cruzada contra los del turbante.
Alrededor de 207 finas galeras de puente corrido y castillete en popa
dotadas de bombardas y falconetes para repartir postas a granel, seis
potentes galeazas muy artilladas y de gran porte con amuras
extraordinariamente altas para la época, y 20 navíos armados con
artillería menor y un elenco de fuerzas de los tercios dotados de un
entrenamiento extraordinario con arcabuces y pistolones de avancarga por
cada infante. El conjunto, con algunos bergantines y fragatas sueltas,
definían un sumatorio de unas 1.215 piezas de artillería. En lo tocante
al contingente humano, se estima que iban embarcados según estimaciones
variadas y a veces contradictorias, cerca de 90.000 hombres entre las gentes de mar, galeotes e infantería naval.
Un Dios salvaje
Alí Bajá por su parte no tenía reservas o dudas sobre su papel. El sultán le había dado instrucciones precisas de aniquilar la flota cristiana,
para ulteriormente represaliar con dureza en acciones secundarias a
Europa por todos sus flancos. Su flota, superior en naves, sumaba
alrededor de 221 galeras, 18 rapidísimas fustas que por lo general
actuaban como naves de exploración, y una treintena de grandes galeotas,
mas tenían como desventaja que portaban casi la mitad de la artillería
que sus adversarios, lo que posteriormente decantaría la batalla. Los efectivos humanos rondaban los 80.000 hombres-,
con muchas menos armas de fuego individual y más enfocado a los arcos,
ballestas y alfanjes para el cuerpo a cuerpo. Los jenízaros sí, llevaban
mosquetería, pero esta era inferior en calidad, precisión y largueza de
tiro.
Se hace necesario recordar en este punto, que el occidente cristiano, llevaba años de derrotas y en retirada en todos los frentes,
sometido a una forma de crueldad desconocida infligida por el
extremismo más rotundo de un islam en plena expansión e inspirado en las
consignas del profeta Mahoma cuyos dictados contra “el infiel” eran
pasto sólido para las mayores atrocidades amparadas – y esto es clave-,
por su interpretación de un Dios que era la antítesis de la
magnanimidad. Este Dios, llamado Allah no difería mucho en sus punitivas
acciones con respecto al Dios de los cristianos (no olvidemos las
carnicerías causadas por los cruzados o las persecuciones religiosas
contra las voces discrepantes de los arrianos, cátaros o protestantes),
pero lo que caracterizaba sus actuaciones contra los creyentes del bando
opuesto, era el salvajismo extremo en su forma de hacer la guerra.
'La batalla de Mohács', de Bertalan Székely (1866).
Los
método usados antes y después de la batalla de Mohacs en 1526 ante la
presencia de un sol implacable en las llanuras del sur de Hungría- violaciones multitudinarias,
empalamientos a cámara lenta con contrapesos para alargar la agonía de
las víctimas, siembra de sal indiscriminada en las tierras de labor,
tierra quemada discrecionalmente, amputaciones brutales, etc.- inauguran
una nueva dimensión en las formas de hacer la guerra bajo el reinado de
Suleiman el Magnífico ; eso, sin olvidar la crueldad sobre los vencidos
en Chipre, Constantinopla, etc. Occidente vivía sobrecogido ante la inminencia de su desaparición como civilización.
La
Europa del renacimiento quería volar con sus nuevas expresiones
artísticas revolucionarias, pero tropezaba con el lastre de la falta de
un mecenazgo digno de tal nombre, pues la guerra permanente contra los
sarracenos, se llevaba prácticamente todos los recursos de las naciones
cristianas del Mediterráneo en un permanente ejercicio de supervivencia. Los otomanos se paseaban por las desaparecidas posesiones del Imperio Romano de Oriente como Pedro por su casa.
El flujo de mercadería por el mar Mediterráneo estaba literalmente colapsado por el terror de una piratería desbordada
La
situación era en líneas generales, insostenible. El flujo de mercadería
por el mar Mediterráneo estaba literalmente colapsado por el terror de
una piratería desbordada por parte de esta turbamulta desatada de
turbantes al amparo de la verde bandera con la media luna amenazante.
Para mayor abundancia, el este de Europa había sido arrasado con formas
de crueldad y esclavismo desconocidas y los éxodos de población
aterrorizada ante el avance otomano desbordaban los caminos y ciudades. Los otomanos habían llegado a tocar las aldabas de las sólidas puertas
de la imperial ciudad de Viena con la traicionera complicidad francesa y
el estupor del resto de reinos continentales.
Hacia octubre del año del Señor de 1571, La Liga Santa, una coalición cristiana formada a regañadientes
por temas de protagonismos y proporciones en las cuotas que debían de
aportar sus miembros coaligados, embarcaban como un demoledor ariete en
su vanguardia a una infantería que apuntaba maneras desde hacía
décadas–los Tercios–, que en un papel más allá de lo heroico,
enfrentarían en el golfo de Lepanto a una descomunal flota otomana que
venía aterrorizando todas las latitudes regadas por el Mare Nostrum sin
excepción geográfica alguna. Daba igual si tenían que combatir a los
tranquilos mercaderes venecianos en Chipre, invadir Sicilia, atacar a
las órdenes militares o alentar a los piratas de Berbería, saquear a
pisanos y genoveses, asaltar las costas del sur de España o esclavizar a
decenas de miles de desgraciados arrancados de sus anodinas vidas
mientras eran capturados en sus terroristas razzias costeras.
Prolegómenos de la batalla
Pero
hubo un momento en el que un silencio metafísico comenzó a cobrar la
forma de un rumor incipiente que clamaba una respuesta a aquella
minusvalía política y militar, y la parálisis dejó de ser tal.
Nadie en aquel tiempo, pensaba que era posible cambiar la historia,
la resignación campaba a sus anchas y la obscenidad de la impotencia
habitaba en lo más íntimo de los afectados por aquella ola de gentes con
turbante que amparados en la impunidad de la religión, atropellaban sin
escrúpulos ni compasión a la par que arrollaban las sencillas vidas de
las gentes humildes a las que reducían a la onerosa esclavitud, demolían
los sueños de doncellas en edad de merecer que acababan siendo esclavas
sexuales en remotos serrallos de un oriente furibundamente machista ,
colapsaban el comercio marítimo sin reparo alguno, saqueaban sin reparo ,
y demolían naciones enteras a su paso. Parecía apuntar la inescrutable
flecha de la historia hacia la permanencia de un estatus inamovible en una agonía sin fin.
Pero la blindada idea de la imbatibilidad turca, tenía un ángulo muerto.
Batalla de Lepanto.
Ali Pachá, de quién se decía que su juventud era tan desproporcionada como su colosal ego inmaduro,
lideraba más allá de la veintena, un total de 274 naves (incluyendo las
de avituallamiento) y más 35.000 hombres de guerra, sin sumar galeotes
ni marinería. A pesar del mayor número de naves, sus galeras eran
considerablemente más pequeñas y sus tropas, bisoñas, si exceptuamos a
los escasos dos millares de jenízaros, guardia personal del sultán. A
Ali Pacha a bordo de la Sultana, le acompañaban dos expertos marinos más
enfocados a la piratería y no tan diestros cuando se trataba de plantar
cara a gente armada y menos, si estos eran profesionales. Uluch Ali,
era un cristiano renegado, y Amurat Dragut era un temido corsario especializado en la captura de esclavos.
Solo
había un discrepante y este era Petrev, un general de infantería que
argumentaba que la mayor parte de la tropa embarcada no había combatido
nunca y su preparación era más que cuestionable. Lamentablemente, los
furibundos capitanes cercanos al entorno del sultán clamaban la Guerra
Santa contra el infiel, y ese fanatismo ciego fue su perdición.
El
principio del fin de aquella forma de terrorismo amparada por la
religión, se presentó cuando Juan de Austria, la emblemática figura que
acabaría liderando las fuerzas europeas, un ciudadano de uniforme
llamado a ocupar el más alto sitial en el olimpo de los héroes “cogió su fusil”.
Juan de Austria era un demonio desatado, un auténtico profesional de la milicia de dotes excepcionales
Hermanastro de Felipe II compartía el mismo molde que Alejandro Magno, Aníbal o siglos más tarde, Erwin Rommel. Temerario, era la cara opuesta a la prudencia que caracterizaba a su regio hermano.
Su porte principesco y mandíbula afinada, le conferían una
aristocrática disposición. Más allá de dominar el arte militar en su más
amplia expresión, detentaba una portentosa imaginación capaz de recular
hábilmente desde la compresión de una mera escaramuza en un espacio
reducido en el campo de batalla, hasta explosionar en un alarde de
capacidades innatas que dejaban descolocados a sus adversarios. Era, en la acepción más benévola, un demonio desatado, un auténtico profesional de la milicia de dotes excepcionales.
La compleja confección y elaboración de los mimbres de la flota que enfrentaría a los turcos, estaba presidida por delicados equilibrios diplomáticos.
Con sutil habilidad, Felipe II había trazado a través de su hermanastro
Juan de Austria tras arduas negociaciones, la armazón de una flota
combinada con los más prestigiosos almirantes de la época, de manera que
antes de que comenzaran las complicadas mareas de septiembre, se
hubieran cerrado pactos para evitar agravios entre los protagonistas que
iban a asistir a aquel macabro escenario que se avecinaba inexorablemente. Cerrar malentendidos e impedir conflictos de protagonismo que
obstaculizaran aquella compleja y magna tarea era algo imperativo antes
de presentar su tarjeta de visita al arrogante Ali Pacha. Asimismo, se
hubo de convencer al viejo y reticente almirante veneciano, Sebastián
Veniero, de que embarcara a 4.000 soldados españoles de los tercios en
sus galeras, pues estas contaban con un número de infantes de escasa
preparación además, muy mermados en número y carentes de una equipación digna de tal nombre.
Felipe II había trazado a través del almirante el armazón de una flota combinada con los más prestigiosos almirantes de la época
Otra
disposición afortunada y añadida, fue la de deshacerse de los
mascarones de proa y espolones de las galeras reales introduciendo en
las mismas, unas letales baterías que contaban con cinco cañones
alineados que antes de los preceptivos abordajes, escupían una cantidad
de metralla que dejaba a las tripulaciones adversarias sumidas en profundas meditaciones metafísicas.
En
'La Eneida' de Virgilio, la imperecedera frase 'Audentis fortuna
iuvat': A los que se atreven sonríe la fortuna, fue quizás el punto de
inflexión a través del cual se refleja un cambio de actitud y una
metamorfosis por la que se trasvasa la parálisis adherida en occidente,
del miedo al valor, en una alquimia necesaria y obligada en una Europa
que pasa de una actitud permanentemente defensiva por su fragmentada
división y guerras intestinas, hacia un propósito conjunto de más altos
vuelos y aspiraciones más elevadas. Es quizás, la primera vez en que se
da una visión de conjunto, de comunidad, de colectivo con una especie de identidad común ante un adversario de proporciones gigantescas.
Siete de octubre
Una mañana temprana de un siete de octubre, en régimen de descubierta, una temeraria y rapidísima fusta turca avistaría con consternación y estupor a partes iguales la que se les avecinaba.
Como en un cuadro puntillista de Seurat, la retina del sorprendido
capitán otomano, quedaría impactada ante la presencia de centenares de
velas que se aproximaban acompañadas bajo la rítmica cadencia de los
tambores que dirigían el sudado esfuerzo de los desgraciados forzados en
su rumbo hacia el golfo de Corinto. La mayoría de ellas eran galeras
que al compás del chifle (un sonoro y potente silbato) tensaban bajo la
terrible figura del cómitre varias hileras de remos que daban un empuje
adicional a aquella gigantesca flota venida del oeste. Aquellos
desgraciados que habían cometido algún delito ya fuera mayor o menor, no
solo penaban en las sentinas de aquellas agiles naves, sino que además
tenían que enfrentar durante la batalla, ya fuera el hundimiento de sus naves o la esclavitud ante sus nuevos amos; vamos, un dilema de calibre.
Por
su parte, desde la capitana turca, la bandera verde del profeta ondeaba
desafiante bajo música de címbalos y trompetas. En el otro lado, un
silencio espectral y casi místico ante el momento tan crucial que se
avecinaba, solo era roto por las oraciones musitadas por la tropa
cristiana. Los hijos de Allah, al revés, configuraban un griterío que
aturdía a distancia, pero era solo fuego fatuo como se demostraría a
posteriori. Momentos antes de la gran colisión, Juan de Austria, lanza
una arenga histórica a los suyos en la que pone el acento en la épica
"Hijos, a morir hemos venido, a vencer, si el cielo así lo dispone. No
deis ocasión a que, con arrogancia impía, os pregunte el enemigo: ¿dónde
está vuestro Dios? Pelead en su santo nombre que, muertos o victoriosos, gozaréis de la inmortalidad”. Y así fue.
"Hijos,
a morir hemos venido, a vencer, si el cielo así lo dispone. No deis
ocasión a que os pregunte el enemigo: ¿dónde está vuestro Dios?"
Cuando
se depende del compás del destino, la vulnerable fragilidad humana, es
incapaz de discutir su suerte, o la acepta o el tormento es mayor. La castigada chusma de galeotes no tenía ante sí una elección que fuera peor;
era el clásico dilema del ajedrecista que tiene que tomar una decisión
entre mala u otra peor, esto es, lo que se llama en el argot de los
trebejos, el zugzwang. ¿Vivir o morir? A la postre, la muerte sólo sería
una liberación ante la perspectiva de la terrible condena de estar
atados a un banco corrido de madera día y noche, mes tras mes, año tras
año, rodeado por chinches y ratas del tamaño de elefantes. Juan de
Austria desde “La Real”, anticipándose a la trascendencia del momento
tan dramático por vivir, no quería dejar perecer a aquellos condenados
en aras de la ceremonia de la muerte, y por ello, tomó la decisión de
liberar a los galeotes que penaban de sus lacerantes y pesadas cadenas
al tiempo que repartía pan de galleta con carne macerada y abundante
vino tinto en pellejos y odres entre aquellos desdichados. Además, les había prometido que serían libres en caso de victoria, como así sucedió a la postre.
En los primeros compases de las escaramuzas previas, los turcos con un viento adverso de proa,
tenían que navegar en ceñida y con ese hándicap, estaban siendo
empujados hacia la costa. El viento, aliado natural de una nave a vela,
neutralizaba el característico principio táctico de maniobrabilidad
requerido ante un combate de esa magnitud. Esta imprudencia la pagarían
cara los anatolios. Álvaro de Bazán, atento al quite, había neutralizado
una osada penetración en el ala comandaba por el veneciano Barbarigo,
muerto más tarde heroicamente en combate. Un cronista de excepción
llamado Cervantes, inmerso en unas fiebres que lo tenían doblado,
aportaría una lúcida y dramática crónica de aquella terrible batalla,
que quedará para la historia como herencia y descripción del horror en sus formas más extremas.
Cervantes, en la batalla de Lepanto, según Augusto Ferrer-Dalmau.
Vale
más cicatriz por valiente que la piel intacta por cobarde, así pensaban
Bazán, Juan de Austria, Barbarigo, Marco Antonio Colonna (almirante de
la flota del Papa) o el veterano Sebastián Veniero, un sobrado marino de
75 años al mando de la flota veneciana. También, la pequeña y castigada
Malta, había enviado a tres potentes galeras artilladas que a pesar de
su simbólica aportación estuvieron por encima de sus posibilidades.
Las
hostilidades se iniciaron muy temprano y sin tanteos previos más allá
de las inevitables incursiones de las naves de exploración para calibrar
opciones y obtener información. Un tiro de advertencia a la nave La
Sultana declara el principio de las hostilidades. Las
seis galeazas venecianas, unas naves muy adelantadas a su tiempo –
precursoras de los galeones- pero muy dependientes por su enorme casco y
ausencia de remos, aunque eso sí, sobradas de artillería, lanzan una terrible granizada de plomo
sobre aquellas galeras enemigas que pasan cercanas a su alcance. El
griterío musulmán se viene abajo tras esta tormenta de fuego.
Choque de egos
Para desgracia de la flota cristiana, una desatinada decisión del célebre marino Barbarigo le cuesta la vida atravesado por una certera flecha que le atraviesa limpiamente el ojo derecho.
Esto, rompe la baraja y genera un importante desconcierto a pesar de la
resistencia que oponen los del flanco izquierdo. Mientras, en el centro
donde gravitan los egos de los dos combatientes de mayor entidad, Juan
de Austria y Ali Pacha, La Sultana, la nave capitana de los mahometanos
embiste sobre el castillo de proa de La Real, dejándola relativamente
escorada. En ese momento se desata un ataque de artillería asimétrico.
La nave cristiana sin obstáculos en la proa, barre la cubierta de la nave embajadora de Ali Pacha como en un juego de bolos. Por el contrario, los del turbante lanzan por la posición de ambas naves, su artillería a las jarcias.
Los arcabuceros españoles solo disparan - a pesar de la lluvia de flechas -cuando las bordas están en situación tocante, ahí es la carnicería.
Centenares de soldados de los tercios traspasan las cubiertas de las
naves que acuden en apoyo de Juan de Austria y los suyos, pero La
Sultana se resiste. Pero ocurre que Uluch le ha hecho una “verónica” a
Doria y se ha colado entre el cuerpo central y los españoles de Bazán y
el genovés, tensando la situación hasta lo insoportable. Pero Álvaro de
Bazán está muy atento en todo momento y la maniobra queda abortada
mientras el ridículo del muy conservador Andrea Doria queda patente.
Pero la cosa no queda ahí, el prior Justiniano, un caballero armado no
se rinde y toda la tripulación maltesa es pasada a cuchillo en un cuerpo a cuerpo de proporciones inenarrables.
Representación de exaltación religiosa de la batalla de Lepanto.
En
el flanco izquierdo, Federico Nani, un capitán de confianza del
fallecido Barbarigo, se hace con la nave capitana y comienza una labor
de integración de la disgregada flota. En el fragor de la batalla,
Siroco, uno de los comandantes más entrenados y perspicaces de entre los
otomanos, cae al agua y mientras los suyos pretenden salvarlos, los
cristianos se lo quieren merendar y se entabla una feroz batalla en
torno a esta singular situación. Desde una galera veneciana, consiguen
rebanarle el cuello al desdichado y muerto el perro, muerta la rabia.
Conquistado
el flanco izquierdo y puestas en fuga las naves turcas que comienzan a
desembarcar en la costa próxima a sus marinos y soldados; queda el
centro. Tras dos horas, en las dos capitanas sigue la lucha a muerte y sin concesiones.
El agotamiento es patente y la sed merma facultades ante un sol de
justicia. Dos veces se consigue llegar a la popa de La Sultana y las dos
veces, los jenízaros rechazan el ataque de la infantería española. Los
capitanes Lope Figueroa y Moncado, finalmente acaban desbaratando la
defensa a ultranza en la nave otomana. Juan de Austria, lucha en todo
momento tan expuesto como cualquiera de sus compañeros de armas;
providencialmente, Luis de Requesens llega en su ayuda con dos galeras
por la popa de la nave turca para rematar la faena. Es el fin.
A las cuatro de la tarde, Ali Pacha recibiría un impacto de arcabuz certero y mortal cayendo a plomo sobre la cubierta
Hacia
las cuatro de la tarde probablemente y con un sol de justicia sobre la
tropa, Ali Pacha recibiría un impacto de arcabuz certero y mortal
cayendo a plomo sobre la cubierta cuando más de 200 hombres de ambos bandos combatían contra reloj sobre la galera del turco.
Un galeote cristiano “muy subido” se había hecho con un alfanje y ni
corto ni perezoso le había separado la cabeza del soporte motriz. En la
punta de una pica española, se desangraba el muñidor de muchas de las
pesadillas cristianas mientras sangraba profusamente. La cabeza del
almirante turco sería entregada a Juan de Austria que en un gesto de
rechazo más que patente la envolvió en su túnica y la echó a
continuación al agua, el sudario de cualquier marino muerto en combate -
ambos eran del gremio y esto pesaba en los códigos de las gentes del
mar más allá de sus diferencias-. El pabellón de su nave sería capturado
sin remisión, y mientras- no había corrido la noticia de la muerte del
almirante turco-, la carnicería alcanzaba proporciones bíblicas. Ese
día, Allah no había estado muy afortunado en su cobertura espiritual, ni inspirado ante las prédicas de los orantes turcos.
Más
de cien galeras y 30.000 desgraciados de los 80.000 que inicialmente
contaban en las filas otomanas, se habían dejado la piel en el empeño;
las pérdidas de los otomanos eran literalmente escandalosas. Más
comprometida había sido la implicación del Dios cristiano en su
asistencia a sus protegidos pues ese día parecía haber estado más espabilado que lo habitual en él.
Eran las seis de la tarde y los orientales estaban en franca desbandada.
La república de Venecia y almirante Andrea Doria al mando, habían sido
desbordados por el letal Uchali, un hábil pirata de Berbería que tras
capturar el prestigioso estandarte de la Orden de Malta había diezmado
el ala derecha de la Santa Liga. Falto de reacción por la crudeza de la
batalla y con cierta desorientación por la brutal colisión en la que
había estado envuelto, Doria, una vez amplificada su visión ante aquella
inmensa melé de abordajes y muerte a destajo –las cubiertas parecían
mataderos regadas por las ingentes cantidades de sangre vertida en los
durísimos cuerpos a cuerpo-; reaccionaría con cierto retraso para
participar en la persecución del sádico Uchali, que durante la batalla
aniquilaría en su integridad a todas las tripulaciones adversarias que
capturó. Ya era legendaria su crueldad antes de Lepanto.
Lamentablemente, este animal, se daría a la fuga viendo lo feo que se estaba poniendo el escenario.
Un trabajo a medias
A pesar de la enorme masa de intervinientes (se calcula que entre las partes llegaron a sumar cerca de 160.000 hombres en el emplazamiento de la batalla),
una cifra asombrosa si contamos galeotes, marinos, soldados y apoyatura
logística; y de la contundente derrota infligida a los otomanos,
aquella batalla, la “madre de todas las batallas”, “sólo” sirvió para
reportar un inmenso prestigio a España, pero a la postre, fue una
batalla defensiva y no más que una advertencia al turco. Digo sólo,
porque la faena no se pudo rematar, habida cuenta de que la entrada del
otoño presagiaba las clásicas e inminentes tormentas que convertían el
mar Mediterráneo en impredecible. La sensatez se impuso y no se pudo
profundizar en la victoria aprovechando el caos y desconcierto causado a las filas adversarias.
Además,
la República de Venecia cuya política mercantil presidia sus relaciones
exteriores desde siempre – y esto hay que comprenderlo desde su punto
de vista pues el movimiento de mercancías era su vida y esencia como
estado – no estaba por la labor de la defensa de los altos valores que
propiciarían aquella gesta. Sin consultar con la Liga Santa, hizo la paz por separado con el turco contraviniendo lo pactado en acta solemne un año antes.
En España, las gentes de todos los estratos sociales festejaban aquella victoria como si de la derrota de Satanás se tratara
Mientras tanto, el júbilo se había apoderado de España entera.
Fueron días de una alegría exultante y de una sensación de grandeza
merecida. Las gentes de todos los estratos sociales festejaban aquella
victoria como si de la derrota de Satanás se tratara. En Constantinopla
las cosas eran radicalmente diferentes. Se dictó un bando por el que de
forma taxativa se empalaba sin preámbulos a todo el que hiciera mención a
la derrota. La moraleja que se extrae de este episodio es un mensaje de
rigurosa actualidad; tal que superando desencuentros y enfrentamientos
añejos, Europa podía ser capaz de movilizarse al unísono frente a un enemigo común (sea este el que sea), asignatura aún pendiente.
Puestos en contexto, Lepanto siempre fue una batalla muy debatida como acontecimiento épico. Significó un punto de inflexión en el poderío naval turco.
No dio lugar objetivamente hablando a ninguna conquista permanente, fue
en puridad (aunque ganada) una enorme batalla de carácter defensivo y
tal vez estéril en sus resultados inmediatos, fue básicamente un aviso a
navegantes que apuntaba directamente la línea de flotación de los
desmadrados otomanos. Chipre había caído ante el formidable impulso
sostenido de las fuerzas anatolias al igual que la hermosa Creta de
reminiscencias Minoicas. La Santa Liga se deshizo al poco tiempo. Los
españoles nos apuntamos la victoria como nuestra, los protoitalianos
como suya. Si bien gran parte de la financiación, la dirección y
concepción estratégica de la batalla corrió a cargo de la Monarquía
Hispánica ( el 50% de los gastos, la mitad de las naves y un tercio de
los soldados) sin olvidar que lo más granado de los tercios —la
infantería más potente en aquel tiempo—, fueron decisivos en una batalla
solo apta para soldados extraordinariamente profesionales; aún hoy se
discute el peso de España en aquella decisiva contienda que pasará a los
anales de la historia militar porque los pilares de la tierra temblaron
ante la perspectiva de una tiranía de colosales proporciones, algo que afortunadamente no llegó a ocurrir.
A modo de conclusión, resta decir, que la victoria tiene muchos padres y la derrota muchos huérfanos y viudas,
víctimas casi siempre de la ambición de unos pocos, escasos de frente y
sobrados de testosterona, que complacientes en su confortable lotería
vital de suerte y mimados por la fortuna, carecen de empatía con las
víctimas que sacrifican, ya sean estas propias o ajenas; y esto último,
lamentablemente es literal y un ciclo que habita el infernal continuum
de la humanidad desde la noche de los tiempos. Triste lugar este donde
abandonados a nuestra suerte y la imbecilidad de enfermizos egos, penamos de forma permanente un absurdo indescifrable.
Lepanto
fue la tumba de más de 40.000 hombres de armas (entre cristianos y
musulmanes) que en diez aciagas horas en las que el infierno abrió sus
fauces inmisericordes hasta atragantarse en una indigestión de sangre
sin precedentes, ya empachado y ahíto, decidió con la caída del sol, acabar con aquella merienda de blancos.
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