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jueves, 24 de octubre de 2019

La gran estafa romántica: por qué la UE no va a apoyar a los independentistas catalanes

Los independentistas siempre han pensado que, en algún momento, Europa se pondría del lado de las reivindicaciones nacionalistas por una profunda malinterpretación de Bruselas


Foto: Carles Puigdmeont. (Reuters)

Carles Puigdemont. (Reuters)


El pasado martes, la portavoz del Govern de la Generalitat de Cataluña afirmó que el de Cataluña es “el segundo conflicto político” más importante de la Unión Europea después del Brexit y que, cuando este se resuelva, debería pasar a ser una prioridad para las instituciones europeas.

Este pensamiento ilusorio ha regido el 'procés' desde su inicio en 2012. Siempre creyó que el Estado español era incorregible y que sus tendencias autoritarias le impedirían aceptar el establecimiento de un diálogo cuyo punto más ambicioso, por el lado independentista, era un referéndum de independencia. Pero sin duda Europa se pondría del lado de las reivindicaciones de diálogo nacionalistas, pensaba este, y eso acabaría obligando al Estado a ceder.




Esta idea se basaba, por un lado, en una convicción arraigada en el nacionalismo catalán desde sus orígenes: Cataluña es europea, está muy influida culturalmente por Francia, tiene una tradición industrial y burguesa que la asemeja a los países más avanzados del continente y su ADN -el nacionalismo catalán menciona con frecuencia el ADN- es inherentemente democrático. A su vez, España es un país dominado por su reaccionaria 'matriu castellana' y sin otras élites que las vinculadas al Estado, suelen decir, y por eso se encuentra aislada de Europa por mucho que forme parte de sus instituciones más importantes.

Intelectuales afines al 'procés'


Pero también se basaba en una comprensión profundamente errónea de las relaciones internacionales. Parece que los políticos independentistas se creyeron la retórica más superficial que la diplomacia utiliza en sus declaraciones públicas. Estaban convencidos de que otros países presionarían a España para que esta pusiera en riesgo la pervivencia de su Estado o que la amenazarían con sanciones creíbles, cuando a duras penas lo han conseguido con países como Hungría y Polonia, que están destruyendo sus instituciones liberales. O que en algún momento, si España no cedía, adquiriría el papel de paria internacional.

Sin duda, las instituciones europeas prestaron atención a la cuestión catalana tras las imágenes de las cargas policiales del 1 de octubre de 2017. Periódicos de todo el mundo publicaron con asombro lo que parecían fotografías de antidisturbios pegando a personas que se disponían, simplemente, a votar. Donald Tusk, el presidente del Consejo Europeo, instó a privilegiar el diálogo frente a la violencia policial. Y, en ese momento, partidos de toda Europa -de los nacionalistas flamencos a la Liga de Salvini o, de manera más cauta, el Partido Nacionalista Escocés- mostraron su respaldo a los independentistas. La hiperactividad de Carles Puigdemont en Bruselas hizo pensar que aquello iba a influir en la opinión internacional y en la política de las instituciones de la UE.




Lo primero sucedió. Lo segundo, no. Una parte relevante de la opinión global respaldó la versión catalana; o al menos una versión abstracta del derecho a decidir. Entre ellos, los británicos Owen Jones y Paul Mason -dos anticapitalistas cercanos a Jeremy Corbyn-, el 'whistleblower' refugiado en Rusia Edward Snowden, Julian Assange, el críptico activista refugiado entonces en la embajada de Ecuador, Yanis Varoufakis, el exministro de Finanzas griego, o la revolucionaria de los años sesenta Angela Davis.

Los mitos románticos de siempre


Es posible que muchos estuvieran perplejos por las imágenes de los policías pegando a los votantes; pero también lo es que muchos de ellos están sistemáticamente a favor de cualquier cosa que pueda tumbar la ortodoxia liberal. Lo que es indudable es que, en mayor o menor medida, comparten la imagen romántica de una Cataluña moderna atrapada en la vieja cárcel castellana. Quizá todos proyectemos mitos románticos semejantes cuando opinamos sobre países que conocemos poco.

Los políticos independentistas y su entorno propagandístico e intelectual estaban convencidos de que la sentencia del Tribunal Supremo sería una ocasión excelente no solo para renovar la motivación de los independentistas en Cataluña, sino para volver a llamar la atención de los países europeos sobre la anómala situación catalana y la lucha contra un Estado supuestamente autoritario y con prácticas judiciales propias de una democracia iliberal.

Quizá lo primero lo hayan conseguido, aunque ya veremos por cuánto tiempo, pero empieza a ser palpable que lo segundo no. Tras la publicación de la sentencia hace diez días, la Comisión Europea, a través de su portavoz Mina Andreeva, afirmó que “la Comisión Europea respeta plenamente el orden constitucional español, incluyendo las decisiones de la judicatura española… Es un asunto interno de España”, y subrayó la negativa de la institución a ejercer cualquier clase de papel mediador entre España y Cataluña.

El Parlamento Europeo, por su parte, ha prohibido a Puigdemont acceder a sus instalaciones -después de denegarle su condición de eurodiputado-, y el plenario se ha negado a debatir la cuestión de la sentencia; la Comisión y la Eurocámara han respaldado ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea la posición española de que Junqueras no goza de inmunidad porque nunca ha sido eurodiputado. Y, como contaba hace unos días Nacho Alarcón, el corresponsal de El Confidencial en Bruselas, si en 2017 las ruedas de prensa diarias de la Comisión Europea llegaron a ser monográficos sobre la cuestión catalana, tanto por las preguntas de los medios españoles como internacionales, ahora hay “falta de interés”, decía Nacho, “fatiga”. “Y la Comisión Europea les ha convencido de una idea clave: no se va a meter en ese lío”.


EC

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