El oportunismo ha triunfado sobre la
sensatez política. Sánchez sabía que la respuesta a la sentencia iba a
ser contundente. Pero prefirió que Cataluña condicionara el voto el 10-N
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE)
Solo a alguien con tan escaso interés por mirar más allá de lo inmediato, como Pedro Sánchez, se le podía ocurrir convocar elecciones a menos de un mes de una sentencia transcendental llamada, necesariamente, a poner patas arriba el sistema político. Tanto si hubiera habido absolución, que era improbable, como condena.
Se dirá que los tiempos están constitucionalmente tasados, el célebre artículo 99, pero con solo haber adelantado un mes el debate de investidura del 22-23 de julio (que se hubiera celebrado casi dos meses después del 28-0, tiempo más que suficiente para negociar) no se hubiera producido una coincidencia absurda que condicionará de forma intensa los resultados. Es más. El Gobierno conocía mejor que nadie que la sentencia se debía dictar a mediados de octubre, so pena de que los jueces hubieran tenido que prorrogar la prisión provisional de los 'Jordis' tras haber pasado dos años en esa situación, lo que hubiera podido provocar problemas en Estrasburgo.
Se dirá que los tiempos están constitucionalmente tasados, el célebre artículo 99, pero con solo haber adelantado un mes el debate de investidura del 22-23 de julio (que se hubiera celebrado casi dos meses después del 28-0, tiempo más que suficiente para negociar) no se hubiera producido una coincidencia absurda que condicionará de forma intensa los resultados. Es más. El Gobierno conocía mejor que nadie que la sentencia se debía dictar a mediados de octubre, so pena de que los jueces hubieran tenido que prorrogar la prisión provisional de los 'Jordis' tras haber pasado dos años en esa situación, lo que hubiera podido provocar problemas en Estrasburgo.
El tribunal concluye que la independencia siempre fue una quimera: "Era un señuelo"
Beatriz Parera
El resultado de esa estrategia no deja lugar a dudas. Hay razones para pensar que lo que sucede estos días en Cataluña
tendrá una influencia relevante en los comicios, como, por cierto, ya
le sucedió al PSOE en Andalucía. La mayoría de las encuestas, ya lo
reflejan.
Pero por razones puramente tácticas y/o de oportunismo electoral, pensando que así podría capitalizar la dureza del Estado con los independentistas en su viaje hacia el centro político, a lo que hay que sumar la exhumación del dictador a dos semanas de las elecciones, el presidente en funciones ha provocado un inmenso daño a este país. Y, muy probablemente, a su propio partido, estancado hoy en las encuestas. Sin olvidar un tercer objetivo: demostrar que el pacto con Unidas Podemos era inviable por la posición del partido de Iglesias en la cuestión catalana.
Aunque el PSOE fuera el principal beneficiario de los hechos de Cataluña, el daño ya está hecho. La democracia española votará el 10-N, pero no por las propuestas sobre pensiones o por la política fiscal o por las recetas para acabar con la precariedad laboral o por la política educativa y de ciencia, sino en función de la acción fascista de unos 4.500-5.000 radicales (cifra que ha estimado la policía) que han escupido sobre las calles de Cataluña sus actos vandálicos. Y que, en el fondo, son el residuo amargo de un proceso político que se les ha ido a todos las manos. En particular, a los independentistas, que han comprobado en primera persona un viejo principio: todas las revoluciones acaban devorando a sus hijos.
Es obvio que votar en medio del caos y de los adoquines convertidos en proyectiles es un castigo que España no se merece, pero la irresponsabilidad de Sánchez la va a pagar el conjunto de la nación. Entre otras cosas, porque esa estrategia egoísta y partidista incorpora una herencia con un elevado coste político a largo plazo: el auge de los radicalismos.
Ya se sabe que la peor enfermedad de un político es no ser capaz de reconocer la realidad histórica de una nación, y ya Paul Valéry sostenía que el ejercicio del liderazgo no consiste en dar sin más a la gente lo que pide, sino, por el contrario, interrogar a la ciudadanía sobre lo que necesita. En concreto, sobre lo que realmente explica el conflicto social. Y que el político Marcelino Domingo resumió en una entrevista con Chaves Nogales: "En una democracia, el problema fundamental es el de la capacidad de la democracia para gobernarse".
Sin embargo, el líder del PSOE, como hizo Mitterrand en los años 80 con el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, ha optado por resucitar el rancio españolismo que entiende que un país es lo mismo que una bandera, y no los derechos y obligaciones de sus ciudadanos. Exactamente igual que los independentistas, obsesionados con sacar lo peor del nacionalismo español para demostrar que este país no es una democracia. El resultado, como ha explicado en este periódico Estefanía Molina, es que Vox, que era un partido a la baja, crece hoy en las encuestas —como la CUP en Cataluña— compitiendo directamente con Ciudadanos, que ha caído en su propia trampa tacticista. Los votantes, como se sabe, prefieren la versión original a la doblada.
Lo peor, con todo, es que no se trata de un fenómeno pasajero. En la medida que el conflicto catalán se enquiste, y nada indica que esté en vías de solución, la política española seguirá contaminada por lo que allí suceda, lo cual añade gravedad al absurdo calendario político ideado por los 'cerebros' que pululan por Moncloa, y que entienden la política como una partida electoral.
Con los 'Jordis' ya en tercer grado a partir de Reyes, y con el rosario de pactos que mantiene el PSOE en Navarra y Cataluña con la izquierda nacionalista, como le ha recordado Casado, no hay razones para creer que hay espacio para las políticas de Estado. El Partido Popular, a lo sumo, podría permitir que siga Sánchez con una mayoría tan precaria que en realidad sería lo mismo que el actual Gobierno en funciones. Y si es Ciudadanos quien extiende la mano, su liquidación está más cerca.
De esta manera, el problema catalán, que comenzó siendo un asunto simbólico y económico (reconocimiento de Cataluña como nación y un Concierto similar al vasco o navarro) se ha convertido en una tragedia política —visto cada noche por TV a modo de un 'reality'— para el conjunto del país, aunque sin la grandeza ni la elocuencia de Shakespeare. En la que aparecen agravios y presuntos ultrajes en nombre del territorio; y los agravios, como se sabe, no se reparan solo con dinero, sino que necesitan mucho tiempo. Probablemente, varias generaciones.
En definitiva, una tragedia alimentada, a su vez, por medios de comunicación que cavan trincheras como si fueran un remedo de aquella horrible radio de las mil colinas, sembrando el odio y la división. Lanzando consignas que no ayudan a la cohesión social. En definitiva, un clima irrespirable que es el mejor caldo de cultivo para otra legislatura fallida. Y que Dionisio Ridruejo, en su época ya abiertamente antifranquista, denominó 'macizo de la raza'. Esa España que "respira apoliticismo, apego a los hábitos tradicionales, temor a la mudanza, confianza en las autoridades fuertes, y superstición del orden público y la estabilidad".
Esos vientos son los que, probablemente, se llevarán por delante la estabilidad política. Sin duda, porque Sánchez ha caído en la trampa de Casado y Rivera —Abascal no es más que la representación de la política zafia y rudimentaria— y, en lugar de plantear una estrategia a largo plazo, sin duda porque quería evitar el coste electoral que ello supondría, ha asumido la absurda idea de que lo que pasa en Cataluña es un asunto "entre catalanes".
Como si el Estado español no tuviera intereses en una región que forma parte indeleble del país. Algo que, en el fondo, les da la razón a los independentistas cuando reclaman el derecho a decidir, negando ridículamente que la soberanía popular reside en el conjunto de la nación, y no solo en una parte, aunque se haga mucho ruido.
Si como dice la sentencia del Supremo, el 'procés' nunca llegó a poner en riesgo al Estado, ¿por qué ese empecinamiento en no buscar salidas a un conflicto que ha abierto heridas que tardarán en cicatrizar varias generaciones? ¿Por qué esa apelación constante a la calidad de la democracia española, como si se intentara demostrar que lo es? España es una democracia que, como todas, tiene sus imperfecciones, pero esa obsesión por hacer visible lo obvio, lo que refleja, en realidad, es un problema de autoestima como país. Como si los propios dirigentes políticos no se creyeran sus palabras. ¿Alguien se imagina a Trump o a Merkel, dos políticos completamente distintos, decir a todas horas que EEUU y Alemania son una democracia?
Ese comportamiento, probablemente, tenga que
ver con un cierto achatarramiento del Estado en Cataluña. Es curioso, en
ese sentido, que cuando se dice que con la sentencia ha triunfado el Estado de derecho
o que el 155 o la Ley de Seguridad Ciudadana (que no nació para
resolver problemas internos, ahí está la intervención parcial la
autonomía) son los instrumentos necesarios para garantizar la vigencia
de la Constitución y del sistema de libertades, se olvida que también es
el Estado el que tiene la obligación de resolver los problemas de
convivencia. O, al menos de encauzarlos.
En caso contrario, salvando las distancias, y como decía el periodista Gaziel antes del golpe de Primo de Rivera, habrá un día en que el ejército, que "asiste pacientemente a las vesanias ajenas", será llamado "en contra de aquellas locuras para salvar a la Patria". Hoy, ese ejército ya no existe, pero sí la inmensa mayoría de ciudadanos que quieren una solución, ya. Sin depender de tacticismos electorales con un elevado coste de oportunidad para todos.
El Estado hace mucho que ha desparecido de Cataluña por la incuria de unos y por la dejadez de otros. Entre otras cosas, como sucede ahora, por razones que tienen que ver con la construcción de mayorías parlamentarias. Y es dramático, en este sentido, que los dos referentes del constitucionalismo en los últimos años en Cataluña, Inés Arrimadas (que ganó las elecciones) y Josep Borrell, estén ahora fuera de la política catalana. Una, en Madrid y el otro en Bruselas, lo que da idea del grado de desistimiento de parte del sistema político respecto a lo que sucede allí.
En su lugar, se ha tendido a confundir el problema de Cataluña con el futuro penal de Torra, un personaje de ópera bufa que no es más que una anécdota (por trágico que parezca).
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
Pero por razones puramente tácticas y/o de oportunismo electoral, pensando que así podría capitalizar la dureza del Estado con los independentistas en su viaje hacia el centro político, a lo que hay que sumar la exhumación del dictador a dos semanas de las elecciones, el presidente en funciones ha provocado un inmenso daño a este país. Y, muy probablemente, a su propio partido, estancado hoy en las encuestas. Sin olvidar un tercer objetivo: demostrar que el pacto con Unidas Podemos era inviable por la posición del partido de Iglesias en la cuestión catalana.
Las revoluciones devoran a sus hijos
Aunque el PSOE fuera el principal beneficiario de los hechos de Cataluña, el daño ya está hecho. La democracia española votará el 10-N, pero no por las propuestas sobre pensiones o por la política fiscal o por las recetas para acabar con la precariedad laboral o por la política educativa y de ciencia, sino en función de la acción fascista de unos 4.500-5.000 radicales (cifra que ha estimado la policía) que han escupido sobre las calles de Cataluña sus actos vandálicos. Y que, en el fondo, son el residuo amargo de un proceso político que se les ha ido a todos las manos. En particular, a los independentistas, que han comprobado en primera persona un viejo principio: todas las revoluciones acaban devorando a sus hijos.
Votar en medio del caos y de los adoquines convertidos en proyectiles es un castigo que España no se merece
Es obvio que votar en medio del caos y de los adoquines convertidos en proyectiles es un castigo que España no se merece, pero la irresponsabilidad de Sánchez la va a pagar el conjunto de la nación. Entre otras cosas, porque esa estrategia egoísta y partidista incorpora una herencia con un elevado coste político a largo plazo: el auge de los radicalismos.
Ya se sabe que la peor enfermedad de un político es no ser capaz de reconocer la realidad histórica de una nación, y ya Paul Valéry sostenía que el ejercicio del liderazgo no consiste en dar sin más a la gente lo que pide, sino, por el contrario, interrogar a la ciudadanía sobre lo que necesita. En concreto, sobre lo que realmente explica el conflicto social. Y que el político Marcelino Domingo resumió en una entrevista con Chaves Nogales: "En una democracia, el problema fundamental es el de la capacidad de la democracia para gobernarse".
Sin embargo, el líder del PSOE, como hizo Mitterrand en los años 80 con el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, ha optado por resucitar el rancio españolismo que entiende que un país es lo mismo que una bandera, y no los derechos y obligaciones de sus ciudadanos. Exactamente igual que los independentistas, obsesionados con sacar lo peor del nacionalismo español para demostrar que este país no es una democracia. El resultado, como ha explicado en este periódico Estefanía Molina, es que Vox, que era un partido a la baja, crece hoy en las encuestas —como la CUP en Cataluña— compitiendo directamente con Ciudadanos, que ha caído en su propia trampa tacticista. Los votantes, como se sabe, prefieren la versión original a la doblada.
Calendario político
Lo peor, con todo, es que no se trata de un fenómeno pasajero. En la medida que el conflicto catalán se enquiste, y nada indica que esté en vías de solución, la política española seguirá contaminada por lo que allí suceda, lo cual añade gravedad al absurdo calendario político ideado por los 'cerebros' que pululan por Moncloa, y que entienden la política como una partida electoral.
El PSOE teme que un enquistamiento de la tensión en Cataluña dañe a Sánchez el 10-N
Juanma Romero
En
los territorios, pero también algunos dirigentes en Ferraz, crece la
inquietud por los episodios de violencia, porque si se prolongan pueden
perjudicar al candidato. Pero antes, creen, él actuará
Con los 'Jordis' ya en tercer grado a partir de Reyes, y con el rosario de pactos que mantiene el PSOE en Navarra y Cataluña con la izquierda nacionalista, como le ha recordado Casado, no hay razones para creer que hay espacio para las políticas de Estado. El Partido Popular, a lo sumo, podría permitir que siga Sánchez con una mayoría tan precaria que en realidad sería lo mismo que el actual Gobierno en funciones. Y si es Ciudadanos quien extiende la mano, su liquidación está más cerca.
De esta manera, el problema catalán, que comenzó siendo un asunto simbólico y económico (reconocimiento de Cataluña como nación y un Concierto similar al vasco o navarro) se ha convertido en una tragedia política —visto cada noche por TV a modo de un 'reality'— para el conjunto del país, aunque sin la grandeza ni la elocuencia de Shakespeare. En la que aparecen agravios y presuntos ultrajes en nombre del territorio; y los agravios, como se sabe, no se reparan solo con dinero, sino que necesitan mucho tiempo. Probablemente, varias generaciones.
En definitiva, una tragedia alimentada, a su vez, por medios de comunicación que cavan trincheras como si fueran un remedo de aquella horrible radio de las mil colinas, sembrando el odio y la división. Lanzando consignas que no ayudan a la cohesión social. En definitiva, un clima irrespirable que es el mejor caldo de cultivo para otra legislatura fallida. Y que Dionisio Ridruejo, en su época ya abiertamente antifranquista, denominó 'macizo de la raza'. Esa España que "respira apoliticismo, apego a los hábitos tradicionales, temor a la mudanza, confianza en las autoridades fuertes, y superstición del orden público y la estabilidad".
Esos vientos son los que, probablemente, se llevarán por delante la estabilidad política. Sin duda, porque Sánchez ha caído en la trampa de Casado y Rivera —Abascal no es más que la representación de la política zafia y rudimentaria— y, en lugar de plantear una estrategia a largo plazo, sin duda porque quería evitar el coste electoral que ello supondría, ha asumido la absurda idea de que lo que pasa en Cataluña es un asunto "entre catalanes".
Como si el Estado español no tuviera intereses en una región que forma parte indeleble del país. Algo que, en el fondo, les da la razón a los independentistas cuando reclaman el derecho a decidir, negando ridículamente que la soberanía popular reside en el conjunto de la nación, y no solo en una parte, aunque se haga mucho ruido.
España, una democracia
Si como dice la sentencia del Supremo, el 'procés' nunca llegó a poner en riesgo al Estado, ¿por qué ese empecinamiento en no buscar salidas a un conflicto que ha abierto heridas que tardarán en cicatrizar varias generaciones? ¿Por qué esa apelación constante a la calidad de la democracia española, como si se intentara demostrar que lo es? España es una democracia que, como todas, tiene sus imperfecciones, pero esa obsesión por hacer visible lo obvio, lo que refleja, en realidad, es un problema de autoestima como país. Como si los propios dirigentes políticos no se creyeran sus palabras. ¿Alguien se imagina a Trump o a Merkel, dos políticos completamente distintos, decir a todas horas que EEUU y Alemania son una democracia?
El
'procés' no puso en riesgo al Estado, ¿por qué ese empecinamiento en no
buscar salidas a un conflicto que tardará en cicatrizar varias
generaciones?
En caso contrario, salvando las distancias, y como decía el periodista Gaziel antes del golpe de Primo de Rivera, habrá un día en que el ejército, que "asiste pacientemente a las vesanias ajenas", será llamado "en contra de aquellas locuras para salvar a la Patria". Hoy, ese ejército ya no existe, pero sí la inmensa mayoría de ciudadanos que quieren una solución, ya. Sin depender de tacticismos electorales con un elevado coste de oportunidad para todos.
El Estado hace mucho que ha desparecido de Cataluña por la incuria de unos y por la dejadez de otros. Entre otras cosas, como sucede ahora, por razones que tienen que ver con la construcción de mayorías parlamentarias. Y es dramático, en este sentido, que los dos referentes del constitucionalismo en los últimos años en Cataluña, Inés Arrimadas (que ganó las elecciones) y Josep Borrell, estén ahora fuera de la política catalana. Una, en Madrid y el otro en Bruselas, lo que da idea del grado de desistimiento de parte del sistema político respecto a lo que sucede allí.
En su lugar, se ha tendido a confundir el problema de Cataluña con el futuro penal de Torra, un personaje de ópera bufa que no es más que una anécdota (por trágico que parezca).
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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