La extraordinaria libertad y audacia con que el escritor nicaragüense creó su propia tradición, liberó a la poesía en lengua española del regionalismo y la devolvió al universalismo de los clásicos
/FERNANDO VICENTE
En mis caminatas matutinas, en este otoño madrileño que parece no
despedirse nunca del verano, la memoria me devuelve de pronto largos
poemas de Rubén Darío que aprendí hace más de sesenta años. ¿Dónde
estuvieron escondidos todo este tiempo? En el inconsciente, según el
descubrimiento (o la invención) genial de Sigmund Freud. En aquella
lejana adolescencia, leí mucho al inventor del psicoanálisis, incitado
por el doctor Guerra, nuestro profesor de Psicología en San Marcos, que
ilustraba las teorías freudianas con las novelas de Dostoievski y tenía
una voz tan delgadita que apenas le oíamos, una voz que parecía el trino
de una avecilla. No volví a leer a Freud hasta los años sesenta cuando,
en Londres, la amistad con Max Hernández, que estaba haciendo su
análisis profesional en el Instituto Tavistock, me resucitó la
curiosidad por sus libros. Eran fecundos aquellos sábados londinenses
que combinaban el psicoanálisis, las librerías de viejo y la revolución
ácrata, porque Max y yo nos reuníamos todas las semanas con unos
anarquistas británicos, salidos no sé de dónde y desencantados de
Occidente, que soñaban con que la Idea de Bakunin y Kropotkin, muerta en
Europa, resucitara alguna vez allá lejos, entre el Amazonas y el
Orinoco…
Recuerdo una discusión apocalíptica, en París, con el poeta chileno Enrique Lihn, que había publicado en la revista Casa de las Américas un poema espléndido y ferozmente injusto, burlándose de las princesas y los cisnes de Rubén Darío y proponiendo que, armados de trinches y cuchillos, nos comiéramos de una vez por todas al cordero pascual…
Descubrí a Rubén Darío en un seminario que dictó Luis Alberto Sánchez cuando volvió al Perú del exilio
Querían que la poesía fuera menos decorativa y suntuaria, que expresara más íntimamente la existencia y no se dispersara y frivolizara de ese modo en la adoración de lo francés. Se equivocaban al juzgar así a Darío, que también podía ser íntimo, profundo y personal, como en Lo fatal o en ese tenebroso llamado de los últimos tiempos, el de Francisca Sánchez, acompañamé. A ésta llegué a conocerla, llevado a su casita de Las Ventas por mi profesor de la Complutense, Antonio Oliver Belmás; era una viejecita inmortal, menuda, escueta, de pañuelo en la cabeza, que jamás se permitía confianzas con el gran muerto, a quien llamaba siempre “don Rubén”. Cuando Darío partió a la loca aventura estadounidense de la que no regresaría, ella retornó a su pueblecito castellano, con todo el archivo de don Rubén, que legaría luego a España. Le pregunté cómo se llevaban Darío y José Santos Chocano. “Don Rubén le tenía mucho miedo”, me respondió. “Decía: un día es capaz de entrar a la casa y maltratarme”. Y, en efecto, la correspondencia entre ambos está llena de cartas en que el peruano exigía con matonerías al nicaragüense artículos elogiosos sobre los libros que le dedicaba.
En verdad, lo que hizo Darío fue romper el provincianismo que asfixiaba a la poesía de nuestra lengua, la que, desde los grandes tiempos clásicos con Quevedo y Góngora, se había empequeñecido y retraído a las querencias locales, y salir a enfrentar al mundo entero para apropiárselo, precisamente con aquellas mezclas y apareos que sólo un hombre de la periferia podía haber hecho, es decir, alguien que, a diferencia de un poeta francés o británico o alemán, no escribía condicionado por el peso de una tradición. La extraordinaria libertad y audacia con que Darío creó su propia tradición, en esas alianzas desaprensivas en que los dioses griegos bailan el minué con las coquetas indiscretas de los salones del Rey Sol, liberó a la poesía en lengua española del regionalismo y la devolvió al universalismo de los clásicos. Gracias a él fueron posibles, de una parte, las conmociones telúricas y épicas del Neruda del Canto General, la entrañable poesía de Vallejo, y, en el otro extremo, el internacionalismo de un Borges. Este último lo reconoció, de manera irrefutable: “Su labor no ha cesado y no cesará”, escribió; “quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos”. Por eso, Sergio Ramírez tituló el excelente ensayo que le dedicó: El Libertador.
Deslumbrado por Darío, decidí hacer mi tesis de Bachiller sobre sus cuentos. Mis dos asesores, Luis Alberto Sánchez y Augusto Tamayo Vargas, me hacían revisar las citas una y otra vez y me exigían precisiones bibliográficas. Pero sería mucho peor más tarde, en Madrid, donde el tutor de mi tesis doctoral sobre García Márquez, el maestro Alonso Zamora Vicente, me tuvo años exigiéndome nuevas correcciones y detalles, en inacabables paseos deliciosos por el Madrid de los Austrias. Eran importantes las tesis universitarias entonces; ahora, no es raro que las plagien, y los plagiarios, en vez de vergüenza y reprimendas, reciben desagravios y felicitaciones.
Rompió el provincianismo que asfixiaba a la poesía desde los grandes tiempos clásicos con Quevedo y Góngora
Luis Alberto Sánchez contaba en aquel seminario que él había comprado por unos cuantos francos, en un bouquiniste de París, el ejemplar de Prosas profanas dedicado de su puño y letra por Rubén Darío a Remy de Gourmont, a quien tanto admiraba. Y que el libro estaba sin desglosar. De modo que el polígrafo francés, tan célebre entonces y ahora sumido en el olvido, ni siquiera se había enterado del homenaje que le rendía, desde el otro lado del mundo, aquel desconocido nicaragüense con aquel libro, más importante que todos los suyos reunidos. No creo que, un siglo y medio después, Remy de Gourmont tenga muchos lectores ahora, ni siquiera que se encuentren sus libros en las librerías francesas. A su lejano admirador, en cambio, lo siguen leyendo y estudiando a ambos lados del océano y, estoy seguro, gana cada día lectores tan apasionados de sus versos como yo en el vasto mundo de la lengua española. Y me parece entonces que escucho, allá donde se encuentre, al fantasma de Darío, que, como la traviesa Eulalia, ríe, ríe, ríe…
MARIO VARGAS LLOSA Vía EL PAÍS
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