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domingo, 6 de octubre de 2019

El desafío catalán a la democracia



QUIQUE GARCÍA /EFE


Para cualquier observador exterior la evolución de Cataluña a lo largo del último decenio suscita perplejidad cuando no asombro. Lo último -el apoyo de parte del Parlament de Cataluña y de alcaldes independentistas a los recientes miembros de los CDR imputados por terrorismo- acentúa la impresión de que estamos frente a una rebelión antidemocrática y antiliberal. ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Cómo reaccionará la sociedad española a las actitudes que los partidos independentistas catalanes van a fomentar en cuanto sepamos la sentencia del juicio del procés?

Desde 2012, algunos partidos y responsables políticos, apoyados en una base popular importante pero no mayoritaria, iniciaron un camino cuyo objetivo era la independencia. Sus resultados han cristalizado en un desafío a la democracia española, una crisis de la convivencia en Cataluña y una degradación de la imagen de Cataluña en España y en el mundo. Todo eso ha creado un laberinto catalán que reaviva fracturas heredadas de la historia y dañinas para el presente.

Lo importante no es glosar todos los acontecimientos que se han encadenado para llevarnos a la situación actual, sino subrayar algunas realidades estructurales que explican, más allá del comportamiento de los responsables, la dinámica actual de la democracia española.

La primera es el papel que los partidos nacionalistas tienen en el juego político autonómico y nacional. Partiendo de una premisa favorable que les otorgaron al principio de la transición una cierta plusvalía moral (habían sido las víctimas preferentes del franquismo, cosa que se podría discutir...), tanto el PNV como CiU hicieron del País Vasco y de Cataluña feudos inexpugnables. Habrá que esperar a 2003 para ver una alternancia en el gobierno de la Generalitat y a 2009 para verla en el País Vasco. Además, a partir de 1993, los diputados nacionales de CiU y del PNV se convirtieron en claves de la gobernabilidad de la nación... claves no comprometidas (lo vimos de manera escandalosamente caricaturesca en mayo y junio de 2018 cuando, en apenas dos semanas, el PNV pasó de votar los Presupuestos presentados por el Gobierno Rajoy a apoyar una moción de censura).  Los partidos nacionalistas han jugado a dos bandas para consolidar su poder en sus feudos respectivos. Estoy convencido de que si en 2011, el PP hubiera necesitado el apoyo de los diputados de CiU para completar su mayoría, la historia reciente de Cataluña hubiera sido radicalmente distinta. Artur Mas decidió en 2012 iniciar la reagrupación de los nacionalismos catalanes no para Cataluña, menos aún para España sino para sus intereses partidistas. El gran disfuncionamiento de la democracia española es la palanca excesiva de poder de la que gozan los partidos nacionalistas asentados en sus territorios, pero no comprometidos con el conjunto de la nación. Como lo propuso en su tiempo Juan Carlos Rodríguez Ibarra, una ley electoral instalando un umbral del 3% o 5% a nivel nacional podría volver a dar oxígeno a la vida política española, sin perjudicar a la variedad de las opciones ideológicas.

Segunda realidad: un partido nacionalista está condenado a subir constantemente la apuesta. ¿Quién podría presentarse a las elecciones diciendo: "he cumplido, ya no tengo nada que  hacer"? Para alimentar el sueño nacionalista, el camino obliga a ir de la autonomía a la reivindicación del derecho de autodeterminación. Peor aún, esta reivindicación que se topa con la Constitución democrática de España solo sirve para alimentar una dinámica de agravios. No es verdad que pueda servir para diseñar un proyecto de futuro. La imposibilidad jurídica de la reivindicación que atropella el principio de igualdad de los ciudadanos la descalifica. Solo sirve de trapo rojo que se agita con fines estrictamente emocionales.

Se suele decir que el movimiento independentista catalán es pacífico y no violento. De ahí el clamor de algunos contra el juicio a los responsables políticos del procés. Serían solamente políticos perseguidos por sus ideas y su único crimen hubiera sido intentar dar la voz al pueblo (es así como la propaganda de la Generalitat vende en el extranjero el asunto). Pero, ¿y la violencia contra los principios fundadores del orden democrático español, que son los mismos que los del orden democrático europeo?

Las descalificaciones de la democracia española, las acusaciones contra la calidad democrática del país -olvidando que la legitimidad de las instituciones política de Cataluña (Generalitat y Parlament) procede íntegramente del marco constitucional español-, la manipulación e instrumentalización de la historia para crear la fantasía de una Cataluña oprimida a lo largo de su historia y de su vinculación con las otras tierras españolas, el egoísmo económico que fundamenta parte del independentismo así como las expresiones detestables de una tentación  supremacista, han calentado las mentes y fomentado en todo el país una tensión que erosiona la convivencia.

En realidad, parece que ha habido una rebelión de los catalanes para importar a los acontecimientos de 2012-2017 la expresión de John Elliott tratando del episodio de 1640-1652. El historiador José Enrique Ruiz-Domènec, en su libro Informe sobre Cataluña. Historia de una rebeldía 777-2017 (Taurus, 2019), nos dice: "Tarradellas, que tenía una larga cultura política, sabía que las quejas contra el Gobierno central habían precedido siempre a un acto de rebelión, en el siglo XIII, en el siglo XV, en el siglo XVII, en el siglo XX, y que era necesario superar de una vez por todas la inclinación característica del hecho diferencial: la historia de Cataluña no es sino eterna repetición".

Como ciudadano europeo, no dejo de lamentar el retroceso que han significado los acontecimientos de los últimos años en Cataluña y no dejo de sorprenderme por la estrechez de miras y el encerramiento ideológico de los que han llevado a Cataluña al borde de la catástrofe. Pero quiero creer que la sociedad española, cuya madurez es más fuerte de lo que se puede ver si ceñimos nuestra mirada a la clase política, atesora los recursos intelectuales, políticos y morales para superar una crisis cuya resolución apela a lo mejor de las tradiciones liberales, abandonando la tentación de la exaltación, el fanatismo y el odio cainita. España ya lo ha hecho. Nada impide que no sea capaz de volver a hacerlo.


                                                                    BENOÎT PELLISTRANDI *   Vía EL MUNDO               
*Benoît Pellistrandi es historiador y autor, entre otros, de El laberinto catalán. Arqueología de un conflicto superable (Arzalia, 2019).




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