De estas medidas, más bien demandas, dos de ellas
son de difícil asimilación: la primera (“Reconocimiento de la identidad
nacional de Cataluña”) y la segunda, que es la que recomienda la cesión
a Cataluña de “competencias identitarias (lengua, enseñanza y cultura) exclusivas”.
Hay
que agradecer a López Burniol que siempre haya cogido el toro por los
cuernos, sin eludir la confrontación argumental desde el corazón del
problema. Defendiendo, por ejemplo, como expone en el libro, que el
Gobierno [de la nación] debe ir “más allá de una oferta de diálogo
incolora, indolora e insípida”, y sin esconder que sus propuestas exigen
“una reforma constitucional de cuajo”.
Sucede, sin embargo, que cuando López Burniol
escribió el capítulo que le encargó la Editorial Península, y que
casualmente tituló “El problema español”, ni Carles Puigdemont y Oriol Junqueras habían organizado un golpe en toda regla contra el orden constitucional, ni ese incalificable sujeto llamado Quim Torra
había promovido y amparado las jornadas de extrema violencia a las que
hemos asistido -y aún asistimos- en las calles de Cataluña.
Cada adoquín lanzado a los antidisturbios en Vía Layetana
contenía altas dosis de adoctrinamiento académico, propaganda mediática y
falsificación histórica
Quizá cuando López Burniol entregó su texto, en
el verano de 2017, todavía existía una remota posibilidad de que un
Gobierno, aquel superado por los acontecimientos o el siguiente, hubiera
aceptado abrir la compuerta de una eventual exclusividad competencial
de lengua, cultura y educación a cambio de iniciar un proceso de
descompresión que finalizase en un más amplio y duradero pacto de no
agresión. Pero no hubo tiempo. La aprobación tiránica en el Parlament de
las leyes de desconexión en septiembre de ese año, y el posterior referéndum ilegal
del 1 de Octubre, frustraron cualquier posibilidad de tregua. Es más:
supusieron una declaración formal de guerra por parte del secesionismo.
Hoy,
dos años después de aquellas infaustas jornadas, y a la vista de los
actos de concienzuda barbarie protagonizados por un significativo sector
de educandos catalanes, nuestro admirado notario tendría muchas
dificultades para defender la cesión exclusiva de las citadas
competencias “identitarias”. Y es que los sucesos de estas últimas
semanas han puesto en evidencia, de forma ya indisimulable, que es en la
gestión que el pujolismo hizo de la educación,
de la cultura y de la lengua donde está la raíz del problema. Que son
las aulas de institutos y universidades los lugares desde los que se
extiende imparable la metástasis de la secesión.
Nada
de lo que ha ocurrido tiene explicación si no incorporamos al análisis
las tres décadas largas de proselitismo nacionalista, de
adoctrinamiento académico,
de falsificación histórica y de propaganda mediática. Cada adoquín
lanzado a los antidisturbios en Vía Layetana contenía una dosis elevada
de estas aberraciones. En cada insulto de los “chiquillos” del grupo “te
quiero ver en casa a las diez” -y también en el más cavernoso “hijos de
puta” dirigido a la policía por los niñatos de papá con pase pernocta-
se condensaban todas las falacias de un sistema educativo perverso y,
para más inri,
autodestructivo.
Un sistema educativo que, ya desde la más tierna edad, enseña a odiar la bandera de España,
expulsadelasaulasalosnoindependentistas
y llama en sus circulares a manifestarse contra una ficticia “represión
franquista”. Un sistema educativo que asume, sin que sus responsables
se sonrojen, el cierre indefinido de sus universidades y parece
dispuesto a
respaldarel “parodepaís” con un
aprobado general.
El sistema educativo ‘pujolista’
El fundador de la Institución Libre de Enseñanza,
Francisco Giner de los Ríos,
fue uno de los grandes intérpretes del mensaje krausista, que en
materia educativa defendía el rigor científico, el espíritu de
tolerancia, la solidez ética y la integridad moral; educar en libertad y
para la libertad: “La educación será neutral en lo religioso, en lo
filosófico y en lo político”. Todo parecido con el
método pujolista, que desde el primer momento impuso un estricto control ideológico en la selección del profesorado, es pura coincidencia.
La
educaciónenCataluña
hace tiempo que dejó de estar prioritariamente al servicio de la
tolerancia, la ética y la verdad. No faltará quien diga que esta
afirmación es exagerada. Me da igual. La verdad, o es completa o no es
verdad. Y si a estas alturas hay algo que ya no admite duda, es la
íntima conexión que existe entre la metodología educativa diseñada hace
más de treinta años por la Generalitat y el desastre al que, en términos económicos, de credibilidad exterior y de
convivencia entre catalanes y entre catalanes y resto de españoles, nos
ha empujado el independentismo.
Si Cataluña es hoy el problema más grave de España y es en la
educación donde se encuentra la raíz del mal, ¿nadie va a hablar de
esto en la campaña electoral?
Ya sé que a Miquel Iceta
no le gustará la idea, pero este debiera ser uno de los asuntos
centrales de la campaña electoral. Si, a juicio de todos los partidos
políticos con representación parlamentaria, Cataluña es hoy el problema
más grave de España, y casi nadie cuestiona que es en la educación que
reciben los estudiantes catalanes donde en gran medida radica la génesis
de la enfermedad, yo quiero saber qué proponen esos mismos partidos
políticos para reconducir el problema. Y es bastante probable que lo que
cada cual proponga al respecto tenga un peso grande en el sentido de mi
voto.
Porque si aún existe la menor
posibilidad de que algún día Cataluña recupere todas las virtudes que la
adornaron en un pasado no muy lejano -tolerancia, pluralidad, respeto
al adversario, racionalidad-, las mismas que no se ha sabido ni querido
transmitir a las generaciones de la post-Transición, el primer paso es
exigir, y a continuación garantizar, la neutralidad en las aulas,
empleando, salvo renuncia irresponsable, todas las herramientas legales
que el Estado tiene a su alcance. De otro modo, habremos de prepararnos
para asumir que, más pronto que tarde, llegará el día en el que la
distancia sea insalvable y el proceso de ruptura irreconducible.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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