Lo que cuenta es haber podido disfrutar de esos instantes en los que nos hemos sentido inmortales
Pedro García Cuartango
Sé que he
perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones,
ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y
pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Estas
palabras no son mías sino de Jorge Luis Borges y pertenecen a «Los
conjurados», que es una especie de testamento literario del escritor
argentino.
Un
Borges ciego y próximo a la muerte concluye esta lamentación con una
frase que se me quedó grabada al leer ese libro: «No hay otros paraísos
que los paraísos perdidos». Es cierto: es imposible darse cuenta de que
uno es feliz en el presente. Sólo el tiempo nos hace tomar conciencia de
la plenitud de lo que hemos experimentado.
La
felicidad, los paraísos perdidos, los momentos dichosos están escondidos
en nuestros recuerdos y sólo afloran mediante la nostalgia. El pasado
es un país seguro y tranquilizador en el que sobrevive todo lo que no
volverá jamás.
El paraíso perdido por excelencia es la infancia, una etapa
en la que vemos el mundo con ojos asombrados y en la que la vida se nos
presenta como un libro lleno de hojas en blanco que hay que escribir.
Quizás haya
llegado a esta conclusión porque tuve una infancia feliz. Era querido
por mis padres y nunca sentí la angustia de estar en este mundo porque
me sentía protegido gradualmente cuando se van cumpliendo años.
No es cierto que la
última parte de la vida sea la mejor porque, a partir de los 50 años,
empezamos a ser conscientes de nuestra fragilidad y de que todo lo que
amamos depende de un hilo muy tenue. A los 60, ya hemos visto tomar el
camino de la tumba a la generación que nos precedió. Y eso es una amarga
lección que no podemos soslayar.
Cuando
Kane está a punto de expirar en Xanadú y murmura en su último aliento la
palabra «Rosebud» en lo que está pensando es en el trineo en el que se
deslizaba por la nieve cuando era niño. No se acordaba de su riqueza ni
de su poder. Añoraba los inviernos de su infancia.
El
tiempo es lo único que no podemos comprar y, por eso, el pasado va
adquiriendo un aura mágica en la medida que envejecemos. Los paraísos
perdidos son nuestro primer beso, una tarde de verano en el río o el
capitán Achab en busca de la ballena blanca, la primera película de la
que guardo memoria.
Vivimos
en una sociedad que ensalza el dinero, la fama y el éxito profesional,
pero esas cosas son muy poca cosa en el momento de dejar este mundo. Lo
que cuenta es haber podido disfrutar de esos instantes en los que nos
hemos sentido inmortales sin ser conscientes de la herida del tiempo.
Realmente
no sé muy bien a cuento de que vienen estas reflexiones dispersas.
Quizás porque el presente me interesa cada vez menos y estoy
retrocediendo a un pasado en el que el principio y el final se mezclan
en una borrosa película en la que emerge la figura de mi padre, muerto hace casi 30 años. Hoy tengo la misma edad que él cuando falleció.
PEDRO GARCÍA CUARTANGO Vía ABC
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