El deshacerse de Dios de la sociedad Occidental, que significa la
voluntad deliberada de asumir una concepción parcial de la realidad, es
el cimiento de la cultura de la desvinculación, porque si existe, aunque
sea como trasfondo imperfecto, el desarrollo de la sociedad
desvinculada no es posible.
La desvinculación presentada como
libertad en términos de liberación de los deseos es incompatible con
toda sociedad, y todavía más con el modelo europeo, que tiene sus
cimientos en el
élan cristiano.
Desvinculación
significa que la autorrealización solo es posible a través de la
satisfacción del deseo individual. Esto ya no es un componente de las
dimensiones humanas guiadas por la conciencia construida en el
raciocinio, sino el hiperbien al que aspirar, y al que la sociedad debe
servir. El resultado es que el bien radica en ser libre de todo vínculo
permanente, de todo compromiso personal y colectivo, creencia, tradición
e historia. Todo lo que lo contraríe tiene que ser transformado o
eliminado sin tener en cuenta sus consecuencias. El deseo es visto como
la manifestación de la autenticidad humana y por lo tanto debe ser
estrictamente respetado, porque de lo contrario la libertad personal
resulta limitada.
Pero ¿
cómo construir una sociedad basada en el impulso del deseo llevado por el yo y la subjetividad? Es imposible. Y la guerra de identidades personales que vive nuestra sociedad es una de sus consecuencias.
Pero
es que este era precisamente el fin de tal concepción cuando surgió. Lo
que hoy los poderes establecidos y las élites asumen como cultura
dominante fue pensado para su destrucción, aunque también cabe la
posibilidad de que en sus manos sea transformado en atomización de la
colectividad, y así desmochar su capacidad reivindicativa. Está por ver
hacia donde se inclinará la balanza.
Hagamos memoria y para ello acudamos a uno de los padres que
concibieron el deseo como herramienta política. Jean-François Lyotard,
uno de los autores de más influencia en este campo. Su trabajo sobre la
economía libidinal
[1], tomada en buena parte de Freud es una referencia básica. Lo que planteaba esta teorización era que
ninguna
sociedad puede soportar una posición del deseo sin que sus estructuras
de explotación, de servidumbre y de jerarquía no se vean comprometidas.
De este modo, la importancia de la pulsión sexual y su utilización
política es vista en el marco de una interpretación marxista como una
vía de lucha contra el sistema capitalista y sus estructuras de
dominación. Se trataba de complementar la lucha de clases, o incluso de
suplirla, destruyendo el ordenamiento burgués basado en la economía de
mercado, la propiedad privada y su transmisión, y la transmisión del
sistema de valores a través de las estructuras familiares y religiosas.
El orden dominante quedaba desmenuzado en la medida que se introducía la
pulsión del deseo, y más concretamente del deseo sexual en medio de
aquellos instrumentos e instituciones. La bajada del sistema, su crisis,
hacía posible su sustitución por el nuevo orden socialista.
Poco
queda de esta concepción. La satisfacción del deseo mediante políticas
específicas ya no es vista como un instrumento al servicio de la lucha
contra el capitalismo, sino como un fin en sí misma, instalada
perfectamente en el
stablisment, hasta cierto punto podríamos
decir que forma parte de él. La política oficial pasa precisamente por
la afirmación rotunda de que se pueden alterar radicalmente los
supuestos de las instituciones como el matrimonio o la paternidad y
maternidad al servicio del deseo, situándose en un plano secundario lo
que se consideraban sus exigencias básicas sin que las estructuras
sociales y económicas se alteren.
Se afirma así todo lo contrario
de lo que argumentaban los teóricos al inicio: el sexo como instrumento
de modificación radical de la sociedad y el sistema económico. La
cuestión es si la teorización inicial estaba tan radicalmente
equivocada. Esta tenía a su favor una reflexión sistemática, mientras
que el discurso actual que es tan evidente en la frase tópica “¿a quién
perjudica que los homosexuales se casen?”, solo lo sustenta la
trivialidad. No tiene a su favor ni una sola teorización sólida y mucho
menos ninguna verificación empírica. Ambas precisamente señalan en
sentido contrario.
Y esta cuestión ya fue puesta de relieve por uno de los padres históricos de la criatura, Freud en
“El Malestar de la Cultura”[2],
en la que defendía la enseñanza de unos estándares de moral altos a los
niños, así como la exigencia de que la sociedad estuviera capacitada
para hacerlos cumplir. La razón era garantizar su control, ya que de lo
contrario, consideraba que la búsqueda de la satisfacción del placer
acaba desembocando necesariamente en violencia incontrolada: es una
buena prospectiva de la realidad.
La cuestión de fondo es si una vez desvelado el mecanismo del deseo y la
cupiditas, este acabará destruyendo no ya el sistema económico, sino la sociedad en su conjunto.
La cultura de la desvinculación se desarrolla en un marco de referencia en el que destacan cuatro componentes:
Uno es la cultura de la transgresión que expresa la ausencia de límites a los deseos humanos y en su manifestación. En palabras de
Leszek Kolakoswki,
“Una
de las más peligrosas ilusiones de nuestra civilización es la idea de
que no hay límites a los cambios que podemos emprender, que la sociedad
es algo infinitamente flexible. La cuestión moderna que daría al hombre
libertad total de la tradición, lejos de abrir ante sí la perspectiva de
la autocreación divina, lo sitúa en la oscuridad, donde todas las cosas
se contemplan con la misma indiferencia. Ser totalmente libre de la
herencia religiosa o de la tradición histórica es situarse en el vacío y
por tanto desintegrarse”.
La transgresión significa, en el ámbito de la creación artística, que el canon
deja de existir para convertir toda manifestación en ruptura que
compone una pretendida vanguardia. Pero esta solo es posible si parte de
un modelo canónico que le sirva de referencia. Las vanguardias
culturales hoy no señalan ningún camino, precisamente por esta razón,
porque sin tener un canon al que superar, difícilmente pueden construir
un sentido. En este caso la vanguardia surge como finalidad
predeterminada y no como fruto de la experiencia artística, no funciona
tanto por una voluntad de profundizar, sino simplemente de escandalizar,
y siempre enmarcadas por la valoración del mercado. Es la supeditación
del arte al poder mediático que necesita de la anomalía para cubrir sus
necesidades de consumo cotidiano. La evolución última de la transgresión
como consecuencia de su lógica interna es la llamada
“cultura basura”
que ocupa un papel tan importante en la TV, pero también está vinculada
a la expansión de la pornografía en todas sus variantes.
Un segundo componente es el cientificismo
que tiene la pretensión de que la ciencia ocupe el lugar de la
religión, la moral y la filosofía, esto es, deje de ser ciencia. Este
modo de operar transforma el pensar sobre los medios en un fin en sí
misma. El cientificismo está muy relacionado a la desvinculación en el
eje de renunciar al esfuerzo personal.
No hay necesidad de discernimiento sobre lo que es bueno hacer, sino que es bueno todo lo que la ciencia puede hacer.
En este camino, la valoración ética de los medios es secundaria. Ya no
es generalizable el principio de que la bondad de los fines no justifica
los medios y cada vez más el razonamiento se desplaza en sentido
contrario. La biología es uno de los campos más marcados por esta
dinámica. El cientificismo practica una metodología contraria a la
concepción científica: extrapola concepciones globales a partir de
conocimientos específicos sobre campos determinados con la pretensión de
explicar el sentido -o el sin sentido- de la vida, del ser humano. La
biología, la neurofisiología, la cosmología y paleontología, son ámbitos
en los que con mayor frecuencia se da esta práctica. El cientificismo
incorpora un poderoso germen totalitario: toda explicación humana, toda
razón quedaría reducidas, atrapadas en versiones simplificadas
irrefutables por su pretensión científica, que a partir de teorías sobre
el cómo -esto es en último término la ciencia- serían aplicadas a los
fines. Una preocupación especial del cientificismo es expulsar toda idea
de Dios dado que su presencia es incompatible con la pretensión de
explicarlo todo en un sistema autorreferenciado.
El cientificismo
también inspira una determinada concepción cada vez más extendida de
suprimir toda cultura del esfuerzo y su sustitución por la ingesta de
una píldora. La ciencia al servicio del mercado actúa así como un
catalizador del deseo. La persona ya no reconocerá ningún tipo de
limitación natural, la edad por ejemplo, ni es necesario que se plantee
superarlas por mecanismos basados en el esfuerzo, sino que espera
resolverlo con química: la del día después, por una noche loca, el
prozak para encubrir las causas de nuestro estado depresivo, que no enfermedad, la
viagra,
para recuperar las condiciones sino de los 20 al menos del 40 años.
Todo ello a la espera de los nuevos fármacos que nos permitan sentirnos
buenos y justos, sin esfuerzo ni sacrificio. La ciencia, el científico,
como toda otra actividad humana, se puede degradar cuando pierde
conciencia de cuál es su sentido y de cuáles son sus límites. Esta es la
razón última que cada vez más, la nuestra es una sociedad drogada.
En justa correspondencia el cientificismo encuentra una corriente popular favorable en el
materialismo práctico
que abjura de todo sentido de trascendencia, pero no por ningún proceso
de la razón, sino por una actitud vital que considera que no hay
necesidad de reflexión sobre los fines del hombre. Ambos conceptos
conectan por una parte con una versión simplificada del utilitarismo y
por otra con el
hiperconsumismo, que constituye una
característica de la sociedad desvinculada: la sustitución de vínculos
por sucedáneos débiles. El consumo llevado a sus últimas consecuencias
constituye para el sujeto un tipo de vínculo no comprometido. Como el
ser humano necesita de la vinculación para vivir, construye sucedáneos,
vínculos basados en un compromiso escaso o nulo; el vínculo guiado por
el impulso del placer, al menos inicialmente. El hiperconsumismo genera
una derivada interesante como es la pasión por la marca, una forma de
vínculo y significación, que precisamente encuentra en los jóvenes los
más claros seguidores. También es una forma de vínculo sustitutivo el
neotribalismo desde las bandas urbanas, los “
tifossi” del
fútbol. También la formación de un poderoso y a la vez etéreo
neocorporativismo: las personas se reúnen para defender un interés muy
concreto, con intensidad pero sin continuidad y generalmente de
naturaleza negativa.
Todo ello conduce a grandes crisis que se
acumulan y enlazan en un creciente enmarañamiento que va ahogando a la
sociedad y a las instituciones políticas.
Se trata de las crisis generadas
por la ruptura con la antropología moral, el
aborto y su coste social literalmente ocultado y su conexión, también cultural, con el invierno demográfico, la
eutanasia
y sentimentalismo desvinculado, el instrumento que el sistema
generaliza para reducir los costes del sistema público de bienestar
entre la gente mayor. La abolición del hombre y de la paternidad, que se
lleva la maternidad por delante, que propaga
la ideología de género, en sus dos doctrinas contrapuestas, la del feminismo de género y la de las identidades GLBTI+.
La biotecnología de la mano de la genética que, sin un sólido confinamiento moral va a destruir lo humano y consagrar la mayor desigualdad de todas, la biológica.
La destrucción de la familia
en su modelo generador de funciones económicas y sociales socialmente
valiosas e imprescindibles, ignorando que no es el nombre el que hace la
cosa, sino las funciones que estas desempeñan. El impacto de este
deterioro sobre la economía y el sistema de bienestar es perceptible,
pero queda por ver en toda su magnitud.
La histórica
ruptura de la solidaridad generacional, que tiene en la
emergencia ambiental las elevadas tasas de
endeudamiento público, y en la creciente porción de población que renuncia a tener hijos, tres manifestaciones de un poder destructivo histórico.
La destrucción del sentido del trabajo
como realización humana, y su regresión a aquella condición que
históricamente parecía superada, del valor y significado de esta
dimensión humana no ya reducida a mercancía, sino en muchos casos a
subproducto, los precarios. Creando así, como advierte el papa
Francisco, una sociedad de descartados, en la que paupérrimas ayudas
sociales y dependencias basadas en cosas como la pornografía gratuita,
la droga fácil y la hiperconexión a tabletas y móviles, mantendría
alienada.
La incapacidad creciente de educar, la
formación de un ciberproletariado faltado de recursos expresivos,
memoria y conocimientos para una masa de población que va más allá de
los nini y los que han abandonado antes de tiempo la secundaria.
L
a desigualdad social manifiesta y creciente, que tiene su extensión en la globalización, la financiación de la economía,
la robotización y la IA
en la empresa, sin una planificación que atenué su impacto negativo
sobre las rentas del trabajo. Todo esto no encuentra otra respuesta que
la de repartir las migajas de las rentas de supervivencia, una especie
de respiración asistida social que sería una buena ayuda, si fuera la
puerta a una vía de normalización laboral y social, y una trampa cuando
se conciben como un fin en sí mismas.
La desvinculación de la política y los políticos, y de una buena parte de las
élites
sociales -no todas, por fortuna- de la gente, de sus necesidades y
bienes comunes, conlleva una seria crisis de la democracia liberal.
Todo esto está asentado, se desarrolla y crea sinergias. Pero ¿cuál es la respuesta política?
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía FORUM LIBERTAS
[1] Lyotard, Jean François,
ECONOMÍA LIBIDINAL. FCE. MÉXICO, 1990.
[2] Sigmund Freud, El Malestar de la Cultura y Otros ensayos. Alianza Editorial. Madrid, 1999.