La decisión del comité federal del PSOE de abstenerse para facilitar la investidura de Mariano Rajoy ha desencadenado una frontal resistencia en sectores de la militancia, en su base electoral, un rechazo tan intenso que sobrepasa la razón para penetrar en la esfera de la visceralidad. ¿A qué se debe este fenómeno, bastante inédito en países serios? Es cierto que Rajoy ha demostrado no ser buen gobernante; más bien un presidente con tendencia a procrastinar, a aplazar las reformas hasta el último minuto y, aun así, a acometerlas sólo de forma parcial, timorata, cambiando el mínimo indispensable para aliviar la presión de Bruselas. Y, al igual que la mayoría de los políticos, a anteponer sus ambiciones personales a los intereses generales. Pero no son estos los motivos que incitan al rechazo a esos sectores socialistas, seguramente más movidos por impulsos y emociones, por esa fingida y exagerada confrontación izquierda-derecha, pregonada durante tantos años.
Uno de los dislates políticos del presente Régimen fue fomentar una adscripción demasiado vehemente de los sujetos a los partidos, un alineamiento un tanto irracional que generaba una honda fractura izquierda-derecha. Como en otros aspectos, los intereses partidistas acabaron primando sobre los buenos propósitos, sobre esa repetida propaganda de que la Transición sellaba definitivamente la reconciliación entre españoles. Irresponsablemente, con la connivencia de los medios, los partidos impulsaron consignas simplistas, un discurso de buenos y malos, de pronunciado antagonismo, que proyectaba una falsa pero radical enemistad. Como resultado, cada formación política mantuvo una gran masa de votantes fieles, con independencia de su gestión o programa, contribuyendo a debilitar el mecanismo electoral como un control último del poder. Durante años, la victoria de un partido no se debía tanto al traspaso de votos como a la elevada abstención de los seguidores del adversario.
Una fractura izquierda-derecha más emocional que real
Naturalmente, la marcada fractura no era racional. No se debía a una profunda discrepancia de ideas pues no existían tantas diferencias políticas entre los dos grandes partidos; más bien bastantes elementos de coincidencia. Y los programas eran demasiado ambiguos para suscitar entusiasmos o adhesiones inquebrantable. Semejante conducta no surgía en el terreno de los argumentos, de la razón; brotaba de las emociones, del sentido de pertenencia a un grupo, de la búsqueda de identidad, ese peligroso camino que desembocaba en el arcaico “nosotros frente a ellos”, en esas pulsiones que se adueñan de los fanáticos seguidores de un equipo de fútbol. En realidad, muchas personas identificadas con un partido no compartían realmente sus planteamientos pues, con mucha frecuencia, ni siquiera los conocían. Así, el debate de ideas fue sustituido por las consignas, las frases hechas, la escenificación de un conflicto impostado, en el fondo inexistente.
Por fortuna, la crisis favoreció una reducción apreciable de esa adhesión irracional a los partidos, un escepticismo que permitió traspasos de votos entre los dos lados del espectro político. Pero todavía existe una proporción notable de sujetos que mantiene un arraigado alineamiento. Así, algunos militantes y votantes del PSOE continúan con ese tic, con el conflicto izquierda-derecha grabado a fuego en su mente. Una inclinación que también comparten ciertos intelectuales aparentemente moderados, que visten sus argumentos de datos pero que, tras rascar un poco, exhiben rápidamente sus prejuicios, su abundante pelo de la dehesa.
La ruta pasaría por una reforma constitucional que impulse el juego de contrapoderes y el control mutuo. Que promueva una relación directa entre representante y representado, reduciendo el poder de los partidos. Una Carta Magna que racionalice de una vez ese caos de clientelismo, caciquismo y corrupción en el que ha desembocado el Estado de las Autonomías. Y que fomente una ciudadanía siempre crítica ante las decisiones del poder, dispuesta a mantener un criterio propio alejado de la propaganda y de los prejuicios, del maniqueísmo de izquierda frente a derecha.
Ciertamente, es gratis soñar despierto. Y la esperanza es lo último que se pierde. Pero las sospechas apuntan al peor escenario, a la continuidad en esa línea de degradación que ha marcado las últimas décadas. Seguramente, la abstención del PSOE conducirá a más de lo mismo porque, durante los últimos meses, tanto los políticos como el grueso de la prensa han insistido más en el continente que en el contenido, en la forma más que en el fondo. Han proclamado la urgencia de que España tuviera gobierno, con independencia de la política que persiguiera. Nada sorprendente en un sistema básicamente clientelar, de intercambio de favores, donde muchos sectores económicos, numerosos grupos de presión, exigen saber con urgencia quien repartirá los favores, a quien hay que compensar. Necesitan que la rueda del BOE vuelva a girar a velocidad de vértigo, otorgando privilegios, excepciones, ventajas, subvenciones, contratas... esa droga a la que, desgraciadamente, buena parte de España se ha vuelto adicta.
JUAN M. BLANCO Vía VOZ PÓPULI
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