El autor reflexiona sobre la cuestión de si el PSOE se abstendrá o no en bloque en la investidura de Mariano Rajoy
Apunta que el deber de los parlamentarios socialistas es acatar las decisiones de su partido
En la segunda votación que se celebra el sábado para lograr la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno, se plantea la duda de si los diputados del PSOE se abstendrán en bloque o, por contrario, sólo lo hará un número determinado de miembros del grupo parlamentario. La cuestión no es baladí pues aunque los que se abstengan sean los suficientes para que el candidato obtenga la mayoría simple, si el número de los que voten "no" es superior a 20 se habrá producido entonces el temido sorpasso, porque Podemos pasaría a ser el grupo más extenso en el Congreso y, por tanto, Pablo Iglesias, se convertiría en el jefe de la oposición.
Si se quiere evitar esta desgracia nacional que tendría como consecuencia la desaparición a corto plazo del PSOE, uno de los pilares de nuestro régimen democrático, los recalcitrantes del grupo parlamentario socialista deben recapacitar seriamente sobre su voto y, por si les sirve de algo, voy a exponer brevemente las tres fases que ha conocido la representación política.
La primera trascurre desde la creación de los primeros Parlamentos, en Gran Bretaña, Francia o España, hasta la llegada de la Revolución francesa. En dicho periodo los representantes que eran convocados a las asambleas por el monarca, tenían una representación parecida a la que es propia del Derecho Privado y también de algunas órdenes religiosas. Esto es, representaban a los que les habían elegido, teniendo que seguir sus instrucciones al pie de la letra y, en caso de no cumplir con lo establecido, se les podía revocar.
La segunda fase comienza con las revoluciones americana y francesa, pudiéndose afirmar así que en los parlamentos que surgen en esa época, además del británico, los representantes ya no están sujetos a la voluntad de quienes los habían elegido, sino que representaban a toda la Nación. Es más: a partir de entonces los representantes no pueden estar sujetos a los dictados de la voluntad de los representados, es decir, entra en juego la prohibición del mandato imperativo. En este caso, la representación ya no tiene un carácter privado o personal, sino eminentemente público, por lo que desaparecen los rasgos clásicos de la representación tal y como se habían conocido hasta entonces.
Finalmente, la tercera fase comienza aproximadamente a mediados del siglo XIX, cuando el principio de la representación política se convierte en un factor legitimador del Estado democrático de Derecho. En otras palabras, esto sucede cuando concurren tres condiciones: cuando existen ya partidos políticos destinados a facilitar la elección de los parlamentarios; cuando hay unas elecciones periódicas y existe un pluralismo político que permite elegir entre diversas opciones; y cuando el sufragio, en fechas diferentes según los países, se convierte en universal, incluidas las mujeres. En este contexto, el concepto de representación posee un carácter doble: por una parte, seguía teniendo una significación pública, pues los elegidos representaban a la Nación. Pero, al mismo tiempo, se puede hablar también de una representación "ideológica", porque con la creación de los partidos políticos, los parlamentarios tenían que representar a los representados que los habían elegido por ser de un determinado partido o porque se identificaban con un programa electoral o ideología.
Pues bien, la crisis actual de la democracia se debe a que esta dualidad de significaciones -la representativa y la ideológica-, no ha permitido que se haya impuesto una sobre la otra. Por consiguiente, esta coexistencia pone de manifiesto que ninguna de esas dos significaciones, por sí solas, sean hoy suficientes. La primera porque la aparición de un intermediario -el partido político- desvirtúa la relación abstracta entre los representantes y los representados que constituían la Nación. Y la segunda, es decir, la que hemos llamado representación ideológica, porque los partidos políticos han entrado en crisis al ser endogámicos y oligárquicos en general, estando controlados por un escaso número de personas, sin influencia de las bases.
Por lo tanto, la crisis de la representación política se debe fundamentalmente, en mi opinión, a que el vínculo que debe unir a los representados con los representantes, esto es, el idem sentire que los unifica y que es el requisito que legitima la representación, no funciona en muchas ocasiones. No es extraño así que el Movimiento que surge en España el 15-M de 2011 adoptase como slogan fundamental el de: "No nos representan". La desafección de los ciudadanos que existe hoy respecto de la política se debe en gran parte al descrédito y a la ineficacia de los partidos políticos. Sin embargo, en las actuales sociedades de masas, la única manera -por ahora- de que los ciudadanos se sientan partícipes en la gobernación del país pasa fundamentalmente por los partidos políticos.
Sea lo que sea, el partido aparece como el único medio para conseguir los deseos de los representados. Pero para ello es necesario que se den varias condiciones: que el partido sea democrático, esto es, que los militantes y simpatizantes puedan participar en la elección de los cargos y en la definición de los objetivos que se deben perseguir; que exista en el partido una total transparencia de cómo se toman las decisiones; que los militantes participen en los debates que se susciten; que se conozcan los sueldos de los dirigentes y las formas de financiación de las actividades del partido; y, por último, que el partido tenga un determinado ideario, que en cada elección, se plasme en un programa electoral al que debe sujetarse, so pena de traicionar a su electorado, a no ser que surjan elementos graves imprevistos.
Por lo demás, nuestra Constitución se elabora en un momento en que ni se ha desterrado el principio representativo liberal-burgués, ni tampoco se ha afianzado todavía el principio ideológico en lo que se refiere a su proyección sobre la representación. Es evidente, por tanto, que se va a reflejar en ella una ambigüedad, que también será visible en la jurisprudencia constitucional. Es claro que el concepto clásico de la representación está presente en el artículo 1.2 CE que reconoce la soberanía nacional, en el 66.1 que manifiesta la idea de la representación nacional y, sobre todo, en el 67.2 que prohíbe taxativamente que los miembros de las Cortes Generales estén ligados por "mandato imperativo". De ello se deduce, en una primera lectura, que los parlamentarios representan todos al tiempo y cada uno en particular a toda la Nación, que no hay intermediarios entre ellos y el Parlamento, y que, finalmente, los representantes no están sujetos a ningún mandato ni disciplina alguna. Hasta aquí nos movemos en la más pura esencia de la teoría clásica de la representación y, por consiguiente, cada escaño pertenece al elegido, al que nadie puede revocar.
Pero, por otro lado, existen también claros indicios de que la nueva concepción de la representación, basada en los partidos, es decir, la ideológica, se ha colado también de rondón en nuestra Constitución. En efecto, el artículo 6 indica que los partidos "expresan el pluralismo político, concurren a la formación y la manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política". Se entiende, pues, que sin ellos no se puede participar en las decisiones del Estado, lo que aclara aún más el artículo 23, puesto que se señala que "los ciudadanos tienen el derecho de participar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal". Queda claro que al margen de la forma directa de participación, sólo se puede participar por medio de representantes, los cuales, como indica el artículo 6, deben pertenecer a partidos políticos.
Por consiguiente, en esta segunda perspectiva, nuestra Constitución adopta la forma moderna de la representación basada en la participación por medio de los partidos políticos. De este modo, están presentes las dos concepciones que hemos señalado, por lo que esta bipolaridad, no exenta de ambivalencia, de la Norma fundamental va a pasar también a la legislación que la desarrolla y, ciertamente, a la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
Se afirma con frecuencia que los parlamentarios son independientes porque representan, en conjunto y por separado, a la soberanía nacional y que lógicamente la nación no puede obedecer órdenes. Razonamiento que, en el caso español, es consecuencia de la posición que adoptó el Tribunal Constitucional, afirmando que el escaño pertenece al representante y no al partido por el que fue elegido. Sin embargo, en la práctica sigue existiendo el mandato imperativo si consideramos que son los aparatos de los partidos los que obligan a la obediencia. De ahí que se pueda mantener que, en España, la verdadera lucha electoral no se realiza ante las urnas, sino en las sedes de los partidos en donde se producen conspiraciones de todo tipo para situarse en las listas en puestos que puedan salir.
Por otro lado, en lo que se refiere al funcionamiento de las cámaras hay que señalar que la realidad demuestra que el artículo 67.2 CE es un absoluto eufemismo. Las cámaras únicamente pueden llevar a cabo su función mediante la organización de diversos grupos parlamentarios que, normalmente, se identifican con partidos. La distribución de los cargos de las mesas, las juntas de portavoces, las comisiones especializadas se forman escrupulosamente atendiendo al resultado de las elecciones, con el fin de respetar la relación de fuerza entre los distintos partidos políticos. Es más: según los respectivos reglamentos de las cámaras, la utilización del voto secreto sólo se permite en casos muy concretos, siendo lo normal, por el contrario, el voto público. Esto es, en las votaciones está siempre presente la exigencia de la disciplina del partido, ya que si el voto fuese siempre secreto en el proceso legislativo, es decir, atendiendo únicamente el parlamentario a su conciencia, como ocurre en el supuesto teórico del mandato representativo, las cámaras no podrían funcionar. La consecuencia de todo lo que vengo diciendo es muy sencilla: aunque el elegido es formalmente una persona, de hecho a quien se ha elegido es a un partido, el cual, necesariamente y por coherencia, se verá impelido a actuar como representante del sector social que le otorgó su confianza y no sólo como portavoz de los intereses del conjunto de la nación.
En otras palabras: estamos ante lo que hemos denominado "mandato ideológico". Esta concepción de la representación es la que debe prevalecer en la interpretación de nuestra Constitución, mejor que la tradicional del mandato representativo. La fórmula del artículo 67.2 se convierte así en una fórmula vacía que se viene arrastrando en el Derecho Constitucional mundial, incluso con independencia de los regímenes político
s en que da lugar cada constitución. Baste para comprobar esta inercia histórica y doctrinal el hecho de que la Ley de Cortes del régimen franquista incluía también en su artículo 2.II, la prohibición del mandato imperativo, precisamente en una Cámara que era totalmente corporativa. En otras palabras, si cada parlamentario no representa más que a la nación, podría cambiar de un grupo a otro, ya que en todos se representa a lo mismo, lo cual convertiría a las cámaras en auténticas jaulas de grillos.
En definitiva, los miembros del grupo parlamentario socialista no tienen esta tarde más opción que la de abstenerse, porque así lo ha decidido el partido y porque así lo exigen los estatutos del PSOE. Efectivamente, por un lado, el artículo 11.3.a señala que es deber de los militantes "acatar las resoluciones, directrices e instrucciones que en el ejercicio de su competencia dicten los órganos del partido" y, por otro, el artículo 78 expone que "en todos los casos, las personas miembros del grupo parlamentario federal están sujetas a la unidad de actuación y disciplina de voto". En consecuencia, aquí no vale ningún tipo de objeción de conciencia, o se acepta lo que han decidido los órganos del partido o se renuncia al acta, sabiendo que se está contribuyendo a la autodestrucción de su partido.
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