Algunos lectores me han venido interrogando estos días por el contenido de mi artículo “El expolio de la cultura en España”.
Me
sugieren que debería concretar más lo que ha sucedido en el sistema
educativo desde el inicio de la Transición, para que las dimensiones de
esta tragedia puedan ser contempladas sin metáforas compasivas ni
distanciamiento resignado.
También me apuntan con
algo de mordacidad que no culpabilice tanto a los políticos de la
hecatombe de nuestro sistema educativo y que tenga en cuenta que la
liquidación del saber humanístico es producto de un ciclo de la historia
entre cuyas consecuencias se encuentra la construcción de un nuevo
perfil del hombre civilizado de Occidente. Un ser diestro en el uso de
la técnica, bien preparado para las materias instrumentales, ajeno por
completo al valor de las disciplinas humanísticas por su carencia de
utilidad en el mercado.
Desde hace demasiados años los jóvenes han sido educados en un aberrante sistema
de incorporación a un mundo, sin principios y sin conciencia de sí mismo, en el
que la cultura es una mera opción, cuyo saber y deleite se escoge por unos
pocos adolescentes afortunados. Gracias a unos padres preocupados, a profesores
de especial abnegación, o gracias a una inclinación espontánea, algunos
estudiantes no están dispuestos a considerar que el saber humanístico es un lujo
cultural, un ornamento del currículo, una cursilada que se mantiene en los
programas escolares porque nadie se ha atrevido aún a extirparlo decretando su
definitiva extinción.
Ciertamente, los tiempos no parecen
favorables a esquinar esta visión fatalista de las cosas. Lo que tenemos ante
nosotros es el diseño de una tecnocracia que nos ha impuesto el ritmo y el
carácter de nuestra existencia. No ha caído como una fruta madurada por un
destino neutral, sino que ha vencido en una desigual batalla cultural, en la que
quienes tenían el encargo de preservar los valores fundamentales de nuestra
civilización se pasaron con las armas de la administración y el bagaje de los
medios de comunicación, al enemigo de todo lo que las personas formadas en la
cultura occidental considerábamos valioso.
Ahora padecemos las
consecuencias de una serie de decisiones, tomadas por una irresponsable
autoridad política y jaleada por una maraña de intereses que ha reunido, en
penosa connivencia a los maestros, los padres y los alumnos más aquejados de
comodidad e incumplimiento de sus obligaciones. Por ello mismo, las
circunstancias en las que vivimos deberían ser revisables. Los más descarados
impulsores del fallo multiorgánico de nuestra cultura no han dejado de asestar
su opinión iletrada cada vez que se ha emprendido el más mínimo esfuerzo de
contrarreforma educativa. Estos comentaristas pueden oponer, sin que nadie les
avergüence en un debate sereno, la autoridad en el aula a la libertad del
alumno; la transmisión de conocimientos a la creatividad del adolescente; la
calificación del mérito desigual a los derechos naturales del joven; la obligada
asimilación de nuestra historia a la opción legítima de no aprenderla; la
exigencia de conocer el sedimento literario de nuestra civilización a la
posibilidad aceptable de ignorarla.
Pero lo que más les molesta
a estos inquisidores postmodernos no es lo que podríamos debatir con provecho en
un gran foro nacional sobre los objetivos del sistema educativo. Les asusta -y
no dudan en atacar con insultos- poner en riesgo la gran empresa de liquidación
del saber en que consistió la LOGSE aprobada por el gobierno socialista sin que
nunca haya querido rectificarse.
¿Recordamos algunas de las
perlas que nos trajo aquella reforma? Pues, para empezar, nada menos que la
entrega a las Comunidades Autónomas del contenido de materias fundamentales para
el desarrollo de la conciencia nacional como la Historia y la liquidación del
prestigioso cuerpo de catedráticos de Instituto, lo que significó una pérdida
más en el sentido de Estado de la enseñanza pública.
Y naturalmente, nos acarreó
la reducción de las horas dedicadas a la formación humanística en beneficio de
las asignadas a las habilidades instrumentales. Todo ello en el marco de la
destrucción del último bachillerato que ofrecía ciertas garantías de protección
cultural a nuestros estudiantes. Nada había de clasismo en ese difunto
bachillerato.
Lo que existía, precisamente, era lo contrario: el deseo de
establecer la igualdad de oportunidades para todos, fuera cual fuese su origen
social. Y el derecho que se quitó a los alumnos fue esa selección basada en su
esfuerzo, en su avidez de aprender. Se les privó del derecho a ser evaluados, y
a promocionarse socialmente con su inteligencia y su afán de saber. Solo quienes
disfrutan de mejores condiciones económicas escaparán de este desaguisado,
pudiendo disfrutar de las opciones que el futuro les ofrece en el mundo
universitario.
¿Les parece que exagero, que veo gigantes
atroces donde, en realidad, se encuentran los molinos de viento de la
preservación de nuestra cultura y la custodia de los derechos del alumnado?
La
LOGSE fue un proyecto meditado para ajustar el sistema educativo español a las
demandas implacables de un mercado que exigía que nuestros jóvenes dispusieran
de un saber diezmado, de una inteligencia amputada y de un alma escasamente
dispuesta a percibir la complejidad del mundo y la innumerable riqueza de la
tradición cultural.
Eso sí que es inclinarse a los dictámenes de un capitalismo
sin espíritu. Eso sí que es someterse a la autoridad feroz de una época servil
a la tecnocracia que huye de nuestros valores fundacionales como comunidad
cristiana, heredera de la cultura clásica, del humanismo, de la Ilustración y de
la lucha de los últimos doscientos por la libertad y la
sabiduría.
La LOGSE trajo jubilaciones anticipadas de los
profesores más rectos, la desesperación de los alumnos ilusionados, la protesta
de los padres que tuvieron que refugiar la formación de sus hijos en ámbitos de
compensación con costes añadidos y a veces imposibles.
La LOGSE provocó el
entusiasmo de quienes preferían saber poco y enseñar menos. De quienes deseaban
incluir su currículo mediocre e indolente, en la sala común donde se codeaban
con los mejores alumnos. De los padres que confunden pagar una matrícula con
comprar un aprobado, y que no dudan en denunciar a un profesor en cuanto la
exigencia de disciplina parece inducir frustraciones y melancolía en sus retoños
indefensos.
Por ello, si lo que ha ocurrido es el fruto de una
operación de largo alcance, solo una estrategia de recomposición del sistema
educativo podría enfrentarse a ello. Una obra basada en un gran consenso social,
que permita restablecer las condiciones de autoridad, mérito, aspiración al
saber, exigencia de la preparación del profesorado y defensa de su tarea frente
a las intromisiones que padecen, no siendo la menor la que bloquea sus propias
aspiraciones de promoción profesional.
Esto debe ser, en primer lugar, el
resultado de una iniciativa ministerial valiente y sin complejos. Pero también
debería ser el producto de una intervención de esa intelectualidad cuya ausencia
o cuya rendición es la prueba más evidente de la crisis cultural que
atravesamos.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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