Desde su definitiva consolidación hace unos doscientos años, el Estado moderno es el gran prestidigitador que matiene boquiabierta y embobada a la humanidad entera. Repite y actualiza constantemente los mitos ramplones que lo legitiman —dioses, naciones, urnas— y, mientras saca de su chistera las baratijas que pagarán nuestros nietos, nos birla lo importante: nuestra soberanía personal. Antes incluso de afianzarse como centro de planificación y control total de nuestras sociedades, el Estado ya había comenzado a robarnos uno de los elementos fundamentales de nuestra soberanía. Ahora ya está a punto de culminar su desaparición ante nuestros ojos y entre los aplausos de las masas suicidas, que desde el graderío dedican una sonrisa imbécil a sus carceleros. Ese elemento es el dinero.
El dinero es una institución ancestral que, como el lenguaje, el arte, las modas o los códigos de conducta en sociedad, surge y se desarrolla de manera espontánea. El dinero pertenece a sus usuarios, y es la convención social la que adopta uno u otro, pudiendo coexistir varios. La sociedad busca dineros estables, confiables y objetivos, ajenos a toda manipulación política. Pero los reyes siempre han intentado adueñarse del dinero, centralizarlo, controlar la emisión y manipular el valor. Hoy ya ni siquiera podemos morder la moneda para ver si es auténtica o si el Estado emisor ha mezclado el oro con estaño para defraudar a sus súbditos, porque hace ya bastantes décadas que el Estado acabó incluso con las autoexigencias formales de respaldo tangible del dinero. Esa fue la penúltima etapa del largo proceso de vaciamiento de la institución dinero. La última ya se está desarrollando y consiste en la paulatina desaparición del dinero físico en billetes y monedas.
El pasado mes de agosto, el Wall Street Journal publicó un artículo incendiario de Kenneth Rogoff, el que fuera economista principal del siniestro Fondo Monetario Internacional. Rogoff alienta a los Estados a eliminar los billetes de más de diez dólares y limitar el uso de efectivo a las microtransacciones, aunque dice que “por ahora” no propone una sociedad sin dinero sino con “dinero limitado”. La de Rogoff es una de las voces más prominentes en la cruzada contra el dinero en efectivo, pero desde luego no es la única. Los liberticidas decididos a acabar con el dinero son muchos, desde el economista alemán Peter Bofinger —que llama a la población a “rebelarse contra los billetes y monedas, pues reducen el poder de la banca central”— hasta el economista jefe de Citicorp, Willem Buiter, que considera la abolición del dinero “un paso necesario” para garantizar que los Estados dispongan del poder necesario para controlar las economías.
La socialdemocracia trasnacional y transpartita que controla el club de los doscientos Estados soberanos y sus bancos centrales —esas fábricas de dinero falso— se queja hoy amargamente del auge del populismo. En primer lugar, hay bastantes indicios de que es ella misma la artífice de esta moda, para presentarse como mal menor. Pero en segundo lugar, un fenómeno del que se está hablando demasiado poco es la paulatina reconversión de todo el conjunto de esa socialdemocracia generalizada en un movimiento cada vez más totalitario. Hace apenas unas pocas décadas, habría sido impensable que conceptos como la tasa Tobin, la renta básica universal, el complemento estatal a los sueldos o la simple eliminación del dinero en efectivo trascendieran el ámbito marginal de la extrema izquierda neosoviética y llegaran a considerarse seriamente incluso por los partidos del llamado centroderecha. El veloz corrimiento hacia mucho más estatismo se ha generalizado en el conjunto del sistema socialdemócrata actual, y afecta a todos sus agentes convencionales —presentados siempre en sus dos sabores tradicionales de “izquierda” y “derecha”— y a los agentes nuevos —de aspecto neopopulista— generados por el propio sistema para encauzar y neutralizar el descontento, no sea que termine alimentando opciones antiestatistas, hoy todavía muy minoritarias, como el libertarismo.
Si los Estados logran acabar con el efectivo estarán eliminando una función del dinero que a mi juicio es esencial, por más que no suela incluirse entre las que componen sus definiciones habituales: la función de preservar el anonimato de las transacciones y la privacidad de quienes las realizan. No podemos permitírselo. La perspectiva de un mundo sin privacidad de los actos económicos y financieros es tan espantosa como la de un mundo sin privacidad de las comunicaciones. De hecho, ambas perspectivas son dos caras de la misma moneda: la de nuestro sometimiento a la dictadura de un Gran Hermano que hace palidecer al ideado por George Orwell.
Los cajeros automáticos que antes llenaban las ciudades desaparecen hoy a buen ritmo mientras munícipes hipermegaestatistas como Carmena pretenden ponerles tasas especiales. Algún país nordeuopeo planea ya que todos los pagos sean mediante plástico y bluetooth para que hasta el último movimiento de un céntimo pase por los servidores del fisco. La creatividad perversa de los estatistas portugueses ha llegado incluso al repugnante sorteo de coches entre quienes delaten transacciones no intervenidas por la Hacienda pública. Toda la prensa antilibertad se apresta a cantar odas al dinero virtual controlado y a afear el uso de efectivo como vicio de mafiosos y paletos, mientras los gobiernos de cualquier color imponen corralitos de apenas mil o dos mil euros a los pagos en la propia moneda que ellos emiten. Se habla incluso de que el DNI incorpore una tarjeta oficial de pagos con independencia de la entidad bancaria de cada ciudadano. Total, los bancos ya sólo son meras extensiones del Estado que viven del privilegio concedido por éste.
Este panorama debe mover a las personas de bien a oponer una resistencia total, incluso pasando a la contraeconomía clandestina si es preciso. Debemos defender un dinero anónimo, su desestatización, la competencia entre dineros y emisores, la libertad monetaria. Debemos exigir dineros debidamente respaldados y no la falsa moneda fiat de los Estados, o, sencillamente, poder emplear criptomonedas alternativas sin Estado, como Bitcoin. Urge dar un puñetazo en la mesa de los Estados para exigirles que nos devuelvan el dinero.
JUAN PINA Vía VOZ PÓPULI
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