Resulta chocante vincular la crisis del PSOE con la de la socialdemocracia europea, especialmente si viene de politólogos o analistas políticos. Los socialistas están en crisis desde que en 1997 decidió irse Felipe González y, al tiempo, eliminar la estructura guerrista del partido. Fue entonces cuando dejó la organización en manos de los barones territoriales, que apoyaron a Almunia y liquidaron luego a Josep Borrell. La división entre la dirección y la militancia se hizo patente hasta que apareció Zapatero en el año 2000. El gran éxito de ZP fue aunar el radicalismo de una militancia que hundía sus raíces en la demagogia frentista de Alfonso Guerra, y una nueva dirección. No en vano, Zapatero eliminó a la vieja guardia, como buena cuenta de ello dio Joaquín Leguina en su libro Historia de un despropósito(2014).
A partir de la elección de Zapatero en el congreso del año 2000, por una rocambolesca votación contra José Bono por parte, justamente, de los herederos del guerrismo, el PSOE desarrolló un discurso muy alejado de lo que se entiende como socialdemocracia europea. No tenía nada que ver con la que salió de Bad Godesberg en 1959, ni con la renovación que llevaron a cabo Tony Blair o Gerard Schröder ya en el siglo XXI. Zapatero y su entorno moldearon el viejo guerrismo acogiendo los lemas de la Nueva Izquierda de la década de 1960 –el ecologismo, el feminismo, el pacifismo, el tercermundismo, el antiamericanismo– con vagas ideas de la filosofía política, como el republicanismo cívico, que tradujo por “talante” y “buenismo”. Todo ello le sirvió para articular un relato guerracivilista que reinterpretaba la historia de España recuperando la idea de la superioridad moral de la izquierda y la paternidad de la democracia, y, por tanto, su derecho a gobernar ad eternum. Esto criminalizaba a la oposición del centro-derecha, a los populares, lo que suponía un grave riesgo para la estabilidad social e institucional. A esto, y hay que decirlo, contribuyeron los medios de comunicación que siempre han sido referente del “progresismo”.
El zapaterismo no se limitó al discurso, sino también se reflejó en su comportamiento político. Agitaron las calles para movilizar a la izquierda, reforzar el lado emocional de sus votantes y abrir telediarios. Porque era muy importante recrear la imagen de que el PSOE de la crisis había resucitado y se había convertido en el portavoz de la protesta social. Para ello utilizó todo tipo de acontecimientos, desde el hundimiento de un petrolero hasta la guerra de Irak. Ni aquel discurso ni esta agitación callejera, propia de la izquierda sesentayochista, tenían nada que ver con la socialdemocracia europea.
Es más; mientras el SPD entraba en una gran coalición en Alemania junto a la derecha, la CDU-CSU, aquí Zapatero firmaba el Pacto del Tinell para dejar fuera de las instituciones al PP. A esto unió aquello de que la nación española era un “concepto discutido y discutible”. Esta actitud “semileal” del socialismo español frente al sistema, porque es evidente que el partido de Aznar y Rajoy es el otro pilar partitocrático, inicia la crisis del régimen del 78. Nada de esto tiene que ver con otros partidos de la Internacional Socialista, como la socialdemocracia sueca, el socialismo francés o el italiano.
Y la gran prueba es que mientras en el resto de países europeos el populismo es nacionalista, en España es socialista. Zapatero puso las bases mentales, culturales y sociales para el surgimiento de Podemos. De hecho, Pablo Iglesias declaró al inicio de su andadura político-televisiva que su referente era ZP. Incluso José Bono y Zapatero se reunieron en semisecreto con Pablo Iglesias e Iñigo Errejón en 2014 para decirles que de jóvenes eran como ellos. El populismo socialista de los podemitas es la evolución lógica del zapaterismo: el guerracivilismo, el anticlericalismo, el odio al capitalismo, a EEUU y a Israel, el tercermundismo –como se ha visto en la huida de Carmena a Bogotá para no asistir al Día de la Hispanidad, y la puesta de la bandera “indigenista” en el balcón municipal–, el apartamiento del PP, la exaltación de la segunda República revanchista y “roja”, el antimilitarismo, el feminismo radical y el ecologismo. Todo envuelto en un evidente infantilismo emotivo, sentimental, que desde las entrañas pretende movilizar, tener razón y llegar al poder para no soltarlo jamás. No conciben la alternancia, ni la existencia del adversario, como empezó a señalar el PSOE zapaterista con su Pacto del Tinell.
¿Qué tiene que ver esto con la socialdemocracia europea? Nada. La pretensión de unir la crisis del PSOE con la de sus presuntos homólogos es una vana ilusión, un espejismo, o un intento de blanquear su discurso y comportamiento. Hay que recordar que Pedro Sánchez, que dio ayuntamientos y comunidades a Podemos para tener un “mapa rojo” de España y había pactado un “gobierno del cambio” con podemitas e independentistas, era el moderado de las primarias de 2014 frente a Madina y Pérez Tapias. Lo que está pasando en el socialismo es que hace tiempo que dejó de ser europeo, e incluso español, transformado en un puzle de barones territoriales y egoístas, con una militancia radicalizada, que ha sido devorado por su propio discurso populista y relativista.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
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