Nos produce un revoltijo de repugnancia y lástima vivir en esta época, que queriendo construir un paraíso en la tierra (por cancelar aquel «valle de lágrimas» que era como una premonición del purgatorio) no ha hecho sino infernar nuestros días terrenales, hasta convertirlos en algo muy similar a los padecimientos de los réprobos.
Al tragón en el Averno le hacen comer hasta que estalla, para luego obligarlo a vomitar; y así una y otra vez, una y otra vez, para convertir su placer en una condena. Pues así es nuestra vida en esta época maldita: un fin de semana montamos el Black Friday; y al fin de semana siguiente la Cumbre del Clima.
A una bacanal de
glotonería sucede un aquelarre de (falsa) penitencia, con procesiones
votivas en las que sacamos en palanquín o silla gestatoria (cualquier
medio de transporte que no contamine) a esa marioneta monstruosa, la
niña Greta, para que la Pachamama perdone nuestros excesos (que, por
supuesto, repetiremos de inmediato, en un nuevo acceso de glotonería,
para también repetir de inmediato nuestras pamemas plañideras, y así
sucesivamente).
¡Época sórdida e hipócrita! Para detener la degradación del planeta (que no es sino el espejo que nos devuelve nuestra propia degradación) no existe otro remedio sino renegar de una forma de vida que ensancha ilimitadamente nuestras necesidades; o, dicho más exactamente, que convierte todos nuestros caprichos (también nuestros caprichos ecologistas) en necesidades.
¡Época sórdida e hipócrita! Para detener la degradación del planeta (que no es sino el espejo que nos devuelve nuestra propia degradación) no existe otro remedio sino renegar de una forma de vida que ensancha ilimitadamente nuestras necesidades; o, dicho más exactamente, que convierte todos nuestros caprichos (también nuestros caprichos ecologistas) en necesidades.
Nuestra época no está
dispuesta a la única conversión que podría detener la degradación del
planeta, que es la conversión que detiene la degradación de las almas; y
entonces tiene que inventarse un hormiguero de conversiones sucedáneas
que distraigan nuestra atención: se inventa la conversión del coche de
gasolina en coche eléctrico, la conversión de la energía nuclear en
energía eólica, la conversión del plástico en residuo orgánico, la
conversión de una dieta carnívora en una dieta vegana… y, por supuesto,
la conversión del amor fecundo en un zurriburri estéril con mucho
rifirrafe de género, jaleo penevulvar y juerga poliamorosa. Pues el fin
último de toda falsa religión, detrás de todas sus tramoyas y disfraces,
es siempre el odio a la procreación: «Pongo eterna enemistad entre ti y
la mujer, entre tu descendencia y la suya».
El hipocritón activismo ecolojeta celebra sus aquelarres, como la glotonería consumista celebra los suyos; y son el anverso y el reverso de la misma moneda.
El hipocritón activismo ecolojeta celebra sus aquelarres, como la glotonería consumista celebra los suyos; y son el anverso y el reverso de la misma moneda.
La Cumbre del Clima es
el natural corolario del Black Friday, como la vomitona forzada es el
corolario natural de la bulimia. Uno y otro aquelarre tienen en el fondo
la misma misión, que es lograr que las masas cretinizadas no reparen en
la única actividad que podría salvarlas; y salvándolas, les enseñaría a
salvar el planeta.
Pues sólo una conversión
de índole espiritual puede inaugurar una forma de vida virtuosa que, de
repente, no necesite coche (ni siquiera eléctrico) para viajar,
bastándole con el viaje místico que nos lleva, con tan sólo invocarlo,
hasta nuestro dulce amado centro.
Y esta conversión, que
acabaría de un plumazo con el plástico, con las emisiones contaminantes y
el efecto invernadero, que dejaría de ver «bienes» en las obras de la
Creación (para devolverles aquella cualidad originaria de «buenas» que
les asignó la mirada de su Creador), es la conversión que a toda costa
se pretende evitar.
Pues es la única
conversión que nos despojaría de un plumazo de todas las falsas
necesidades; la única conversión que enseñaría que la pobreza puede no
ser solamente una lacra, sino también una virtud que el mismo Dios
abrazó e hizo suya, mientras anduvo aquel «valle de lágrimas» que hoy se
ha convertido en un infierno donde brujas y demonios celebran sus
aquelarres de fin de semana.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en ABC
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