El autor pide a Sánchez un Ejecutivo apoyado por los partidos
constitucionalistas que impulse la reforma del Título VIII de la
Constitución para acabar de una vez con la crisis territorial de nuestro
país
/AJUBEL
No hay que
preocuparse. El panorama político español es muy alentador, según
mantiene alguien tan agudo como el ex presidente del Gobierno Mariano
Rajoy, quien, al acabar su segundo libro de Memorias -ambos son
como dos lagos sin peces-, afirma que su mayor orgullo es "haber dejado
una España mejor". Y, en efecto, como expone uno de nuestros mejores
analistas políticos, Alejo Vidal-Quadras, qué mejor herencia que
una ofensiva de carácter golpista, diversas fisuras en la independencia
del Poder judicial, antiguos terroristas en puestos de representación
institucional, la práctica desaparición del Estado y del
imperio de la ley en Cataluña, la colonización de la sociedad civil y de
los medios de comunicación por los partidos separatistas, el reparto de
cuotas por siglas de los órganos constitucionales y reguladores, la
entrega a los secesionistas de los instrumentos ejecutivos, financieros,
educativos, culturales y de creación de opinión para que prepararan
-ante la pasividad dolosa de los Gobiernos centrales- la liquidación de
la unidad nacional, la implantación irracional de barreras al mercado
único dentro de nuestras fronteras... y para qué seguir. Basta con este
legado de Rajoy para comprobar que nos dejó una España mejor.
En la actualidad española sucede con frecuencia que los graves problemas son falsos problemas. Por poner un ejemplo, pensemos en la lucha que existe entre los separatistas para que Cataluña sea definida como Nación. Algo que desde la Constitución de Cádiz de 1812 debía haber estado meridianamente claro;basta leer sus primeros 12 artículos. No sólo no ha sido así, sino que la reivindicación de este concepto es una de las causas del actual conflicto con Cataluña, que ahora quieren que se defina como "político", lo que no es correcto porque la naturaleza exacta de lo que sucede en esta comunidad autónoma es un conflicto claramente constitucional, sobre todo a partir del Estatuto de 2006 en el que se afirma que "Cataluña, siguiendo su Parlamento el sentimiento y la voluntad de sus ciudadanos la ha definido como Nación". El Tribunal Constitucional, que tardó cinco años en redactar una meritoria sentencia para decir que, en efecto, el agua es agua, declaró inconstitucional ciertas partes del Estatut, al mismo tiempo que realizó un ejercicio de prestidigitación con el concepto de Nación. ¿Lo ven? Pues ya no lo ven. Naturalmente, en el país en que vivimos, cuando uno obtiene algo, con mérito o sin mérito, el vecino lo quiere también. De ahí que Miquel Iceta, uno de los escasos políticos catalanes con sentido del humor, haya afirmado en una entrevista que "no renunciaremos a pedir que se reconozca a Cataluña como Nación, porque así lo demuestran los documentos del PSC desde 1978". Se toma a broma que en ocho o nueve Estatutos de las 16 Comunidades Autónomas que integran España, y que él dice haber contado con detenimiento, reconocen que son "nacionalidades o nacionalidades históricas;nación y nacionalidad son sinónimos". Parece una perogrullada y sin embargo, en el fondo, ahí se encuentra el núcleo de los problemas que afectan hoy a este país.
Pero volvamos a la cuestión de la investidura. Con la paciencia que caracteriza a nuestro Jefe del Estado, el miércoles cumplió el primer requisito que establece el artículo 99. Después de oír a 18 representantes de los grupos parlamentarios (entre ellos había un grupo de una sola persona), encargó a Pedro Sánchez la formación de Gobierno. Ahora, aunque la Constitución no impone plazo, el candidato dispone de un cierto tiempo para preparar el programa político y negociar para conseguir la investidura en la primera o segunda vuelta.
Claro que es importante presentar un proyecto para intentar resolver el llamado problema político catalán, pero, como digo, éste no es político, sino constitucional. Todo lo que ha ocurrido en los últimos 40 años no se debe exclusivamente a la incompetencia de ciertos políticos, sino también a que fue un tremendo error no escoger entre uno de los tres modelos de Estado descentralizado de nuestro entorno: el de Portugal, con dos regiones autónomas;el de Italia, con 15 regiones ordinarias y cinco extraordinarias; o el de Alemania, con todo el territorio dividido en Länder. Ciertamente, no existía el consenso necesario para que fuese aprobado uno de los tres. El italiano, reconociendo sólo la autonomía de Cataluña y el País Vasco, no habría sido fácil de que lo hubiesen aceptado el resto de regiones. Y, en sentido contrario, al modelo alemán se habría opuesto sobre todo Cataluña, contraria a un café para todos. ¿Qué se hizo? Pues nada en concreto: dejar que cada uno mojase los bizcochos que quisiera en la taza de chocolate y, lógicamente, los que más bizcochos tenían (el País Vasco y Cataluña) fueron los que más se aprovecharon, conscientes de que, cuantas más competencias fuesen arrancando a los Gobiernos de Madrid, más se irían acercando al añorado concepto de nación. El golpe de Estado del 1 de octubre de 2017 fue consecuencia de la impaciencia de los incompetentes políticos catalanes y de la pasividad de Mariano Rajoy que no quería que le molestasen con esas gansadas.
Con motivo de ese acontecimiento intolerable en una democracia, se hubiera podido paralizar los impulsos separatistas utilizando el artículo 155 de la Constitución o, incluso, el 116, que para un caso como éste es para lo que lo incluyeron los constituyentes. Sin embargo, parece que está de adorno. No se hizo casi nada y ahora nos encontramos con una complicada maquinaria que hay que armar pieza a pieza. Lo cual no sería extremadamente complicado si contásemos con un Gobierno favorable a los intereses de España, algo complejo por no decir imposible si no cambian las cosas, pero que se podría conseguir con mano izquierda y, si es necesario, con mano derecha. Es decir, todavía queda una esperanza constitucional para poder salir del agujero en que estamos inmersos.
Dicho de otra manera: España no puede seguir con esta desorganización territorial que muchos pretenden; esto es, no se trata de resolver el tema catalán aisladamente, lo que no es deseable ni posible, sino de coger el toro por los cuernos. Si Pedro Sánchez fuese un verdadero patriota redactaría un programa político y convocaría un proceso constituyente pero sólo para redactar un nuevo Título VIII de la Constitución. Suprimir el Estado de las Autonomías es un deseo que comparten muchos españoles, pero yo creo que esos mismos ciudadanos se contentarían si hubiese un Estado descentralizado más reducido, más racional, con menos Comunidades Autónomas y, por tanto y sobre todo, en el que quedaran distribuidas las competencias de forma permanente. En mi opinión, no habría más remedio que conceder un estatus especial al País Vasco y a Cataluña, si con eso nos aseguramos la paz. Hay que convencer a los españoles de que lo que se puede hacer en otros países también se puede hacer aquí, porque la solidaridad no sólo va en un sentido cuando es algo justo.
Ahora bien, este desiderátum únicamente podría hacerse con un Gobierno del PSOE, PP y Cs, junto con algunos de los grupos individuales o semiindividuales. Pedro Sánchez tiene todas las Navidades para pensar en la solución que el destino le ofrece. Porque no podemos admitir un Gobierno con los que están en contra de la Constitución; esto es, con los que quieren que se suelte a los políticos presos sin renunciar a sus reivindicaciones más extravagantes, los que quieren independizarse de España sin tener en cuenta que conseguir ese objetivo no es factible ni a través de la violencia ni por medio de negociaciones en que se ceda lo que no se puede ceder.
En definitiva, o entramos en un momento constituyente para revisar el Título VIII de nuestra Carta Magna, o la depositamos en un almacén de objetos perdidos y que Dios nos coja confesados.
JORGE DE ESTEBAN* Vía EL MUNDO
*Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.
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