El triunfo de la pasión identitaria sobre el diálogo ilustrado ha comenzado a hacer ya serios estragos. El populismo nacionalista constituye hoy una seria amenaza a las democracias en Europa
/EVA VÁZQUEZ
Hace más de tres años me tocó vivir en Londres la noche del referéndum
sobre el Brexit. Recuerdo todavía el entusiasmo de los partidarios del
desenganche con Europa cada vez que se anunciaba una victoria de sus
posiciones en cualquier distrito. Contrastaba con la escasa épica de
quienes apostaban por la continuidad en la Unión, incapaces de jalear o
animar a la concurrencia cuando el escrutinio les resultaba favorable.
Me vino este recuerdo al leer días pasados un artículo de Timoty Garton
Ash publicado en estas páginas, en el que animaba a los europeístas
británicos a emprender la lucha por regresar a Bruselas. Soy lector
asiduo de sus obras, comparto gran parte de sus ideas, pero su empeño
voluntarioso por que los restos del imperio regresen a la alianza con
las demediadas potencias europeas no me inspira a estas alturas sino una
gran melancolía. El proyecto de la Unión ha recibido ya una estocada
letal, y pasarán décadas antes de poder restaurar la confianza entre el
continente y los británicos.
Otras tribunas del autor
En la madrugada del pasado día 13 desperté, esta vez en Cataluña, con las noticias del triunfo de Boris Johnson en las elecciones de su país. Conocidos los resultados de las votaciones no me impresionó tanto la victoria arrolladora del partido conservador, ya esperada, como el derrumbe de la socialdemocracia, que obtuvo sus peores resultados desde hace casi un siglo. Pero el hecho para mí más relevante fue que los nacionalistas escoceses se convirtieran en el tercer partido del Parlamento de Westminster. Su líder se apresuró a salir en televisión para enhebrar un discurso no muy diferente al de los separatistas catalanes: reclamó un nuevo referéndum sobre la independencia del antiguo reino, exigió el derecho de autodeterminación y sacó músculo presumiendo de su indudable fortaleza parlamentaria. Al rato compareció el primer ministro para declarar por enésima vez que no permitirá un nuevo referéndum (necesitaría ser aprobado por los Comunes) y que trabajaría por la unión del país. Entonces pudo apreciarse por fin una sustancial diferencia del movimiento escocés con el procés catalán: en ningún momento el dirigente independentista dio a entender que le podría dar igual lo que Londres hiciera o dijera, porque él convocaría la consulta en cualquier caso, como de hecho lo hicieron a las bravas Puigdemont y sus acólitos. Esa disparidad, nada sutil, marca a mi juicio la línea roja entre un político demócrata y un delincuente político, pues no existe democracia sin respeto al imperio de la ley y la igualdad de todos ante la misma. Pero diferencias aparte —ya que hay muchas otras— entre el caso catalán y el escocés, existen también no pocas similitudes. La principal me temo que es el efecto contagio que las posiciones independentistas generan en otras comunidades y, sobre todo, el empujón emocional a los nacionalismos de signo contrario, por lo general más poderosos y concluyentes. Parece que en España hay dificultades para contestar con acierto a la insidiosa pregunta de cuántas naciones hay en nuestro plural territorio, aunque el señor Iceta ha decidido por su cuenta y riesgo que son nueve y exhibe como prueba de ello una que le parece irrefutable: las ha contado. Claro que a lo mejor hay que suspenderle en aritmética. Lo importante en cualquier caso no son las naciones, sino los nacionalismos: el recurso a la identidad cultural, lingüística, religiosa, histórica o lo que sea para reclamar el derecho a constituir un Estado a partir de ella. El Reino Unido tiene menos naciones que nosotros, quizás porque Iceta no ha ido allí a contarlas, pero por su escenario se pasean en cambio más nacionalismos. Podemos enumerar cuando menos un nacionalismo escocés, otro irlandés, uno galés, otro inglés y el más fuerte hoy de todos: el nacionalismo del Brexit, que reivindica aun sin saberlo las glorias del pasado imperio. El triunfo del partido conservador en las elecciones es también un triunfo del nacionalismo británico, y la derrota de los laboristas fruto de su ambigüedad. No es difícil encontrar paralelismos con el calentón españolista que avivan Vox y el Partido Popular y la inconsistencia del PSOE, incapaz de poner sobre la mesa un proyecto para España, y para Cataluña dentro de España, por el que trabajar gobierne quien gobierne.
El provincianismo cultural, la demonización del otro, la fractura de la convivencia,
son moneda corriente
Pasarán décadas antes de poder restaurar la confianza entre el continente y los británicos
El populismo nacionalista constituye hoy una seria amenaza al sostenimiento de las democracias en Europa. No es creíble, aunque teóricamente se muestre como posible, que Estados con la tradición unitaria del Reino Unido o España se balcanicen en un futuro, al menos próximo. Pero el triunfo de la pasión identitaria sobre el diálogo ilustrado a la hora de elegir a los gobernantes ha comenzado a hacer ya serios estragos. El provincianismo cultural, la demonización del otro, la fractura de la convivencia, comienzan a ser moneda corriente. En nombre de la libertad se vulneran las leyes que la garantizan y se desprecian las instituciones que la protegen. No es posible que un partido de la izquierda más que centenario como el PSOE se rinda ante la carcundia nacionalista y la fatuidad supuestamente heroica de quienes una y otra vez a lo largo de la historia han propiciado repetidamente la demolición de nuestro sistema de libertades. Ni tampoco que una derecha democrática y liberal capitule de nuevo ante la España profunda, reaccionaria y cavernícola que abomina de todo el que no piense igual que ella. El PP y el PSOE deberían recuperar el espíritu que hizo posible la Transición democrática y aprender a defender el interés general de lo<TB>s españoles y la Constitución de 1978 en vez de servir solo a las mezquinas aspiraciones que parecen moverles. El enemigo es el nacionalismo provinciano y radical, catalán, vasco o español. Y está a las puertas.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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