La clave de la perdurabilidad política es negar la evidencia. No acaba de entenderse que 90.000 militantes del PSOE voten a favor de pactos que ni siquiera se les habían pasado por la cabeza dos semanas antes
/EULOGIA MERLE
En los últimos años del franquismo se constituyó, promovida por el
PCE, una Junta Democrática que trataba de aunar al mayor número de
partidos, sindicatos y movimientos sociales antifranquistas, incluidos
algunos monárquicos y carlistas. A ella se opusieron, claro, como solía
suceder en esa clase de alianzas, otros partidos, sindicatos y
movimientos, entre ellos el Partido de los Trabajadores de España (PTE),
furioso antagonista del PCE. La campaña del PTE contra la Junta en
panfletos, periódicos y asambleas fue todo lo feroz que permitía la
clandestinidad. Recuerdo una de aquellas asambleas en las que intervino
un camarada de la Joven Guardia Roja, la organización juvenil del PTE.
Era un hombre con una oratoria increíble para su edad, con molinetes y
destellos cegadores. A su lado, Pablo Iglesias e Irene Montero pasarían
por tartamudos. Se tiró una hora poniendo a escurrir a los
“revisionistas” y a la Junta, a la que acusó de ser la quinta columna
del franquismo, como probaba la presencia en ella de donjuanistas y
carloshuguistas. Fatigó todos los argumentos, ironizó, rugió, escupió…
Al cabo de una hora, a ninguno de los presentes le quedó ni una duda: la
Junta Democrática era un crimen de lesa Revolución, el mero Mal.
Mientras
hablaba vimos llegar a un tipo gris, bastante siniestro, uno de esos
que tratan a un tiempo de pasar inadvertidos pero no tanto como para que
no se descubra que están en el ajo de las cosas. Se situó a un lado,
sin intervenir. Dejó que terminara la asamblea, esta empezó a disolverse
y él se acercó al orador. Traía un mensaje escueto del comité central:
el PTE acababa de entrar en la Junta Democrática. La expresión de
perplejidad del joven Demóstenes fue única. Se le descolgó la mandíbula,
enarcó las cejas y exclamó: “¿Pero ahora cómo les explicó yo a estos
que hemos entrado en la Junta?”. El dirigente, malhumorado, solo acertó a
decir: “Cómo se lo explicas a la gente, no; cómo te lo vas a explicar
tú, idiota”.
Ha oído uno a Rodríguez Ibarra algo parecido en una radio respecto a los pactos de su partido, el PSOE, con Unidas Podemos y acaso también con Esquerra Republicana de Catalunya: no acababa de entender cómo sus compañeros, incluido el presidente del Gobierno, se oponían a ellos hace tan solo unas semanas y hoy los aplauden “sin mover”, dijo, “las pestañas…”. De hecho, de los 100.000 militantes llamados a refrendar esos pactos, 90.000 se han mostrado de acuerdo, y el exdirigente socialista se preguntaba un tanto atónito si todos ellos ya lo pensaban así antes de las elecciones, cuando Pedro Sánchez nos ponía al tanto de su intimidad, quiero decir, de lo que le quitaba el sueño, o habían cambiado en cuanto Sánchez había vuelto a dormir a pierna suelta sabiendo que podría hacerlo en el mismo colchón que se llevó a La Moncloa.
Lo extraño viene ahora, sin embargo: aquellos que defiendan hoy lo mismo que decía Pedro Sánchez en la campaña electoral (o sea, cualquier cosa antes que un pacto con leninistas y golpistas) dejarán de ser “progresistas”, para formar parte de “las tres derechas”, si acaso no del “trifachito”.
A la mañana siguiente de la noche electoral, cuando un grupo de personas gritaba frente a la sede del PSOE: “¡Con Iglesias, sí!”, el secretario de Organización de este partido alardeó de conocer sus federaciones lo bastante como para asegurar que no se había tropezado con un solo militante que avalara ese pacto. No sé qué habrá dicho cuando quince días después más del 90% de sus compañeros suscribieron ese mismo pacto que él y su jefe Sánchez les habían negado al principio y propuesto dos días después de ganar las elecciones, que acaso ganaran porque prometieron no llevarlo a cabo nunca.
Buscar un poco de racionalidad en todos estos procesos es imposible. Hace mucho tiempo que hemos renunciado a entender nada. Cada día parece confirmarse lo que decía un amigo: dos discuten, uno lleva razón y otro no; gana siempre el que no la lleva. En un Estado democrático puede llevar la razón uno u otro, y disputar por ello, pero para eso están los árbitros, los jueces. Los jueces han condenado a los sediciosos del procès, y que estos sigan creyendo pese a todo que llevan la razón es hasta cierto punto lógico. Recuerdan un poco el consejo que le dio a cierto joven uno de sus padrinos el día de su boda, allá en el siglo XX: “Hijo, el secreto de tu matrimonio es este, no lo olvides nunca: aunque una noche vengas oliendo a colonia barata, tú niega siempre; es lo que te permitirá seguir yendo de… etcétera”. Los golpistas, por ejemplo, que siguen viviendo en el siglo XIX, niegan que nunca proclamaran la república catalana, aunque sostienen que volverán a proclamarla en cuanto puedan. Por eso no se comprende que quien ha ganado ese pleito, o sea, el Estado, le dé la razón, Gobierno mediante, a los que no la tienen, a los que han perdido, tratando, en primer lugar, de cambiar las palabras (“no es conveniente hablar de vencedores ni vencidos”), obviar a los jueces y admitir en su propio equipo a quienes, habiendo perdido, se presentan como vencedores, sea en la cárcel, en el exilio por fuga o en un sillón del Consejo de Ministros.
Durante estos últimos años ha firmado uno unos cuantos manifiestos y proclamas que no han servido para nada. En todos ellos se pedían cosas juiciosas, en mi opinión: la libertad e igualdad entre españoles, el derecho de todos ellos a decidir su futuro, que los mejores Gobiernos han sido los moderados, socialistas o populares... No obstante, hemos visto que muchos de los que los hemos firmado estamos siendo tratados de fascistas, trifachitas, reaccionarios, etcétera, por quienes se presentan como progresistas, aunque sus progresos caminan un día en una dirección y, al siguiente, en la contraria.
Se cuenta uno en el número creciente de españoles que cada vez entienden menos lo que está pasando. A mi lado, Fabrizio del Dongo, aquel muchacho que ignoró haber tomado parte en la batalla de Waterloo hasta que esta terminó, pasaría por hombre de gran sagacidad.
De los dirigentes que vienen a cambiar las consignas a última hora no espera uno gran cosa… Pero el desánimo asoma cuando observamos a 90.000 militantes adultos votando por algo que ni siquiera se les había pasado por la cabeza dos semanas antes; a 300.000 vascos convencidos de que ETA asesinó por desinterés patriótico; a más de un millón de catalanes encantados con el 3% (más intereses) que han robado en su nombre; a unos millones de españoles votando irracionalmente cualquier propuesta inyectada de anabolizantes nacionalistas y populistas, y a otros millones más secundando a quienes quince días antes les prometían que jamás harían lo que acaban de hacer, eso sí, “negando siempre”. La clave, el secreto de la perdurabilidad, es esa negación, “sin mover una sola pestaña”.
En vista de todo ello, está uno tentando cada poco de repetir aquello de JRJ, “¡qué melonar!”, y apartarse a un rincón, para no acabar esquinado. Pero comprende que alguien tiene que quedarse, y no para apagar la luz, sino para tratar de traerla y recordar que lo importante casi siempre no es explicar las cosas a otros, sino explicárnoslas a nosotros mismos.
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Ha oído uno a Rodríguez Ibarra algo parecido en una radio respecto a los pactos de su partido, el PSOE, con Unidas Podemos y acaso también con Esquerra Republicana de Catalunya: no acababa de entender cómo sus compañeros, incluido el presidente del Gobierno, se oponían a ellos hace tan solo unas semanas y hoy los aplauden “sin mover”, dijo, “las pestañas…”. De hecho, de los 100.000 militantes llamados a refrendar esos pactos, 90.000 se han mostrado de acuerdo, y el exdirigente socialista se preguntaba un tanto atónito si todos ellos ya lo pensaban así antes de las elecciones, cuando Pedro Sánchez nos ponía al tanto de su intimidad, quiero decir, de lo que le quitaba el sueño, o habían cambiado en cuanto Sánchez había vuelto a dormir a pierna suelta sabiendo que podría hacerlo en el mismo colchón que se llevó a La Moncloa.
Los golpistas niegan que proclamaran la república catalana, pero dicen que volverán a proclamarla
Lo extraño viene ahora, sin embargo: aquellos que defiendan hoy lo mismo que decía Pedro Sánchez en la campaña electoral (o sea, cualquier cosa antes que un pacto con leninistas y golpistas) dejarán de ser “progresistas”, para formar parte de “las tres derechas”, si acaso no del “trifachito”.
A la mañana siguiente de la noche electoral, cuando un grupo de personas gritaba frente a la sede del PSOE: “¡Con Iglesias, sí!”, el secretario de Organización de este partido alardeó de conocer sus federaciones lo bastante como para asegurar que no se había tropezado con un solo militante que avalara ese pacto. No sé qué habrá dicho cuando quince días después más del 90% de sus compañeros suscribieron ese mismo pacto que él y su jefe Sánchez les habían negado al principio y propuesto dos días después de ganar las elecciones, que acaso ganaran porque prometieron no llevarlo a cabo nunca.
Buscar un poco de racionalidad en todos estos procesos es imposible. Hace mucho tiempo que hemos renunciado a entender nada. Cada día parece confirmarse lo que decía un amigo: dos discuten, uno lleva razón y otro no; gana siempre el que no la lleva. En un Estado democrático puede llevar la razón uno u otro, y disputar por ello, pero para eso están los árbitros, los jueces. Los jueces han condenado a los sediciosos del procès, y que estos sigan creyendo pese a todo que llevan la razón es hasta cierto punto lógico. Recuerdan un poco el consejo que le dio a cierto joven uno de sus padrinos el día de su boda, allá en el siglo XX: “Hijo, el secreto de tu matrimonio es este, no lo olvides nunca: aunque una noche vengas oliendo a colonia barata, tú niega siempre; es lo que te permitirá seguir yendo de… etcétera”. Los golpistas, por ejemplo, que siguen viviendo en el siglo XIX, niegan que nunca proclamaran la república catalana, aunque sostienen que volverán a proclamarla en cuanto puedan. Por eso no se comprende que quien ha ganado ese pleito, o sea, el Estado, le dé la razón, Gobierno mediante, a los que no la tienen, a los que han perdido, tratando, en primer lugar, de cambiar las palabras (“no es conveniente hablar de vencedores ni vencidos”), obviar a los jueces y admitir en su propio equipo a quienes, habiendo perdido, se presentan como vencedores, sea en la cárcel, en el exilio por fuga o en un sillón del Consejo de Ministros.
El desánimo asoma cuando vemos a más de un millón de catalanes encantados con el 3% que robaron en su nombre
Durante estos últimos años ha firmado uno unos cuantos manifiestos y proclamas que no han servido para nada. En todos ellos se pedían cosas juiciosas, en mi opinión: la libertad e igualdad entre españoles, el derecho de todos ellos a decidir su futuro, que los mejores Gobiernos han sido los moderados, socialistas o populares... No obstante, hemos visto que muchos de los que los hemos firmado estamos siendo tratados de fascistas, trifachitas, reaccionarios, etcétera, por quienes se presentan como progresistas, aunque sus progresos caminan un día en una dirección y, al siguiente, en la contraria.
Se cuenta uno en el número creciente de españoles que cada vez entienden menos lo que está pasando. A mi lado, Fabrizio del Dongo, aquel muchacho que ignoró haber tomado parte en la batalla de Waterloo hasta que esta terminó, pasaría por hombre de gran sagacidad.
De los dirigentes que vienen a cambiar las consignas a última hora no espera uno gran cosa… Pero el desánimo asoma cuando observamos a 90.000 militantes adultos votando por algo que ni siquiera se les había pasado por la cabeza dos semanas antes; a 300.000 vascos convencidos de que ETA asesinó por desinterés patriótico; a más de un millón de catalanes encantados con el 3% (más intereses) que han robado en su nombre; a unos millones de españoles votando irracionalmente cualquier propuesta inyectada de anabolizantes nacionalistas y populistas, y a otros millones más secundando a quienes quince días antes les prometían que jamás harían lo que acaban de hacer, eso sí, “negando siempre”. La clave, el secreto de la perdurabilidad, es esa negación, “sin mover una sola pestaña”.
En vista de todo ello, está uno tentando cada poco de repetir aquello de JRJ, “¡qué melonar!”, y apartarse a un rincón, para no acabar esquinado. Pero comprende que alguien tiene que quedarse, y no para apagar la luz, sino para tratar de traerla y recordar que lo importante casi siempre no es explicar las cosas a otros, sino explicárnoslas a nosotros mismos.
ANDRÉS TRAPIELLO Vía EL PAÍS
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