Las políticas europeas sobre Washington han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes
/NICOLÁS AZNÁREZ
En 1991 llegué a Detroit para realizar mi primera visita a Estados
Unidos. Mis anfitriones, de la ya extinta Agencia de Información de
EE UU, estaban decididos a mostrarme a mí y a los demás búlgaros del
grupo no solo el sueño americano, sino sus puntos débiles. Antes de
recorrer la ciudad, nos dieron instrucciones sobre cómo conducirnos en
lugares supuestamente peligrosos. Nuestros anfitriones dejaron claro
que, si no queríamos convertirnos en víctimas, no debíamos actuar como
tales. Caminar por en medio de la calle y mirar nerviosamente a nuestro
alrededor con la esperanza de encontrar un policía solo aumentaría la
probabilidad de un atraco. Insistían en que no había que olvidarse del
terreno que uno pisaba.
Desde la llegada a la presidencia de Trump en 2016, los europeos nos hemos atenido al mismo consejo en materia de política exterior. Nos empeñamos en no parecer víctimas, con la esperanza de evitar así que nos atraquen en un mundo abandonado por el sheriff en el que antes confiábamos.
Mientras Trump insultaba a las instituciones internacionales y abandonaba a sus aliados en lugares como Siria o la península de Corea, los políticos de esta orilla del Atlántico se veían caminando por la cuerda floja: por una parte, quieren protegerse de Washington, que da la espalda a Europa; por otra, no quieren que esa protección aleje todavía más a la Administración de Trump.
En consecuencia, las políticas europeas respecto a Estados Unidos han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes. Véase, por ejemplo, cuando el presidente francés Emmanuel Macron proclamó hace poco que la OTAN estaba en situación de “muerte cerebral” y cuando la canciller alemana Angela Merkel no tardó en responder, insistiendo en que la “Alianza sigue siendo vital para nuestra seguridad”.
Durante la reunión de los líderes de la OTAN esta semana en Londres,
gran parte de la atención se habrá centrado en los desacuerdos entre
Macron y Merkel. Sin embargo, bajo la superficie está surgiendo un nuevo
consenso europeo sobre las relaciones transatlánticas que representa un
enorme desafío. Hasta hace poco, gran parte de las esperanzas de los
líderes europeos iba ligada al resultado de las elecciones
presidenciales estadounidenses. Si Trump perdía en 2020, creían, el
mundo prácticamente volvería a la normalidad.
Todo eso ha cambiado. Aunque Gobiernos europeos afines a Trump como los de Polonia y Hungría siguen pendientes de las encuestas y cruzan los dedos para que Trump se mantenga cuatro años más en la presidencia, los progresistas europeos están perdiendo la esperanza. No es que ya no les apasione la política estadounidense. Al contrario, siguen con fervor las sesiones del impeachment en el Congreso y rezan por la derrota de Trump. Sin embargo, por fin han comenzado a comprender que una política exterior europea digna de tal nombre no puede basarse en quién ocupe la Casa Blanca.
¿Qué explica este cambio? Puede que a los progresistas europeos no les convenza la concepción de la política exterior de los aspirantes demócratas y que también detecten en su partido tendencias aislacionistas. A los europeos les sigue costando comprender cómo es posible que Barack Obama —quizá el presidente estadounidense más proeuropeo y uno de los más queridos en el Viejo Continente— también fuera el que menos interés tuviera en Europa. (Por lo menos hasta que llegó Trump.)
A los europeos también les da miedo que pueda producirse una confrontación, como las de la Guerra Fría, entre Estados Unidos y China. Según una encuesta reciente del European Council on Foreign Relations, en los conflictos entre EE UU y China, la mayoría de los votantes europeos prefiere mantenerse neutral, sin optar por ninguna de las dos superpotencias. Hay una buena razón: parece que Washington no acaba de apreciar los vínculos económicos entre Europa y China, algo que ha dejado patente el reciente rifirrafe por los planes que tiene el gigante chino de las telecomunicaciones Huawei de construir redes de 5G en el continente europeo.
Sin embargo, dejando a un lado este asunto, yo creo que hay un cambio
todavía más fundamental: los progresistas europeos han llegado a la
conclusión de que la democracia estadounidense ya no genera consensos de
los que emane una política exterior predecible. El cambio de presidente
no solo conlleva la presencia de alguien nuevo en la Casa Blanca, sino
que, en realidad, también supone la llegada de un nuevo régimen. Si los
demócratas triunfaran en 2020 y el timón fuera a parar a un presidente
proeuropeo, no hay ninguna garantía de que en 2024 los estadounidenses
no eligieran a otro que, como Trump, vea en la Unión Europea un enemigo y
que se empeñe en desestabilizar las relaciones con Europa.
La autodestrucción del consenso estadounidense en materia de política exterior ha quedado enormemente de relieve, no solo durante las últimas sesiones relativas al proceso de destitución de Trump, donde se ha asistido a la politización de la política respecto a Ucrania, sino al comprobarse que el espectro de la subversión rusa no provocaba una reacción alérgica en los dos partidos estadounidenses. Cuando a los votantes de Trump se les dijo que el presidente ruso Putin era partidario de su candidato, en lugar de abandonar a Trump comenzaron a admirar a Putin.
Durante los últimos 70 años, los europeos estaban seguros de que, independientemente de quien ocupara la Casa Blanca, la política exterior y las prioridades estratégicas de EE UU serían consecuentes. Hoy en día, puede pasar de todo. Aunque a la mayoría de los líderes europeos les horrorizaron los despectivos comentarios de Macron sobre la OTAN y Estados Unidos, muchos coinciden con él en que Europa necesita una política exterior más independiente. Quieren que el continente desarrolle sus propias potencialidades tecnológicas y su capacidad para realizar operaciones militares al margen de la OTAN.
¿Es posible que la cumbre de la OTAN cambie la actitud de Europa respeto al futuro de las relaciones transatlánticas? En este caso, es más fácil esperar que así ocurra que apostar por el cambio. Inmediatamente después de la Guerra Fría, el vicepresidente estadounidense Dan Quayle prometió a los europeos: “Mañana habrá un futuro mejor”. Se equivocaba. Y los líderes europeos ya están comprendiendo que, en realidad, el futuro era mejor ayer.
IVAN KRASTEV* Vía EL PAÍS
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Desde la llegada a la presidencia de Trump en 2016, los europeos nos hemos atenido al mismo consejo en materia de política exterior. Nos empeñamos en no parecer víctimas, con la esperanza de evitar así que nos atraquen en un mundo abandonado por el sheriff en el que antes confiábamos.
Mientras Trump insultaba a las instituciones internacionales y abandonaba a sus aliados en lugares como Siria o la península de Corea, los políticos de esta orilla del Atlántico se veían caminando por la cuerda floja: por una parte, quieren protegerse de Washington, que da la espalda a Europa; por otra, no quieren que esa protección aleje todavía más a la Administración de Trump.
En consecuencia, las políticas europeas respecto a Estados Unidos han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes. Véase, por ejemplo, cuando el presidente francés Emmanuel Macron proclamó hace poco que la OTAN estaba en situación de “muerte cerebral” y cuando la canciller alemana Angela Merkel no tardó en responder, insistiendo en que la “Alianza sigue siendo vital para nuestra seguridad”.
Los progresistas europeos consideran que la democracia estadounidense no genera una política exterior predecible
Todo eso ha cambiado. Aunque Gobiernos europeos afines a Trump como los de Polonia y Hungría siguen pendientes de las encuestas y cruzan los dedos para que Trump se mantenga cuatro años más en la presidencia, los progresistas europeos están perdiendo la esperanza. No es que ya no les apasione la política estadounidense. Al contrario, siguen con fervor las sesiones del impeachment en el Congreso y rezan por la derrota de Trump. Sin embargo, por fin han comenzado a comprender que una política exterior europea digna de tal nombre no puede basarse en quién ocupe la Casa Blanca.
¿Qué explica este cambio? Puede que a los progresistas europeos no les convenza la concepción de la política exterior de los aspirantes demócratas y que también detecten en su partido tendencias aislacionistas. A los europeos les sigue costando comprender cómo es posible que Barack Obama —quizá el presidente estadounidense más proeuropeo y uno de los más queridos en el Viejo Continente— también fuera el que menos interés tuviera en Europa. (Por lo menos hasta que llegó Trump.)
A los europeos también les da miedo que pueda producirse una confrontación, como las de la Guerra Fría, entre Estados Unidos y China. Según una encuesta reciente del European Council on Foreign Relations, en los conflictos entre EE UU y China, la mayoría de los votantes europeos prefiere mantenerse neutral, sin optar por ninguna de las dos superpotencias. Hay una buena razón: parece que Washington no acaba de apreciar los vínculos económicos entre Europa y China, algo que ha dejado patente el reciente rifirrafe por los planes que tiene el gigante chino de las telecomunicaciones Huawei de construir redes de 5G en el continente europeo.
Los líderes quieren que el Viejo Continente desarrolle su propia capacidad militar al margen de la OTAN
La autodestrucción del consenso estadounidense en materia de política exterior ha quedado enormemente de relieve, no solo durante las últimas sesiones relativas al proceso de destitución de Trump, donde se ha asistido a la politización de la política respecto a Ucrania, sino al comprobarse que el espectro de la subversión rusa no provocaba una reacción alérgica en los dos partidos estadounidenses. Cuando a los votantes de Trump se les dijo que el presidente ruso Putin era partidario de su candidato, en lugar de abandonar a Trump comenzaron a admirar a Putin.
Durante los últimos 70 años, los europeos estaban seguros de que, independientemente de quien ocupara la Casa Blanca, la política exterior y las prioridades estratégicas de EE UU serían consecuentes. Hoy en día, puede pasar de todo. Aunque a la mayoría de los líderes europeos les horrorizaron los despectivos comentarios de Macron sobre la OTAN y Estados Unidos, muchos coinciden con él en que Europa necesita una política exterior más independiente. Quieren que el continente desarrolle sus propias potencialidades tecnológicas y su capacidad para realizar operaciones militares al margen de la OTAN.
¿Es posible que la cumbre de la OTAN cambie la actitud de Europa respeto al futuro de las relaciones transatlánticas? En este caso, es más fácil esperar que así ocurra que apostar por el cambio. Inmediatamente después de la Guerra Fría, el vicepresidente estadounidense Dan Quayle prometió a los europeos: “Mañana habrá un futuro mejor”. Se equivocaba. Y los líderes europeos ya están comprendiendo que, en realidad, el futuro era mejor ayer.
IVAN KRASTEV* Vía EL PAÍS
*Ivan Krastev es columnista de opinión, presidente del Center for Liberal Strategies, investigador permanente en el Instituto de Ciencias Humanas Sciences de Viena y autor, entre otros libros, de After Europe.
Por Ivan Krastev © 2019 The New York Times Company
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
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