El autor denuncia el distanciamiento que se ha abierto entre los partidos y los ciudadanos, y reclama un cambio de la ley electoral para estrechar el vínculo entre representantes y representados.
De cuantas degeneraciones existen en el ámbito político, la transformación de un partido político en una facción
es, probablemente, la más nefasta. Pues la raíz de sus causas tiene una
naturaleza tan profunda que sus consecuencias no se advierten hasta que
es demasiado tarde.
Todo partido surgido en el seno de la sociedad
civil, como portador de un programa sujeto a una ideología, pretende
transformar su visión concreta de la sociedad en una cosmovisión, es
decir, dotarle de la cualidad de universal, y así ofrecer una solución global.
Cuando ese proyecto social se pervierte y transforma su finalidad
holística en beneficio de la oligarquía que como instrumento lo invoca,
el partido se convierte en facción y el daño que se provoca a la
sociedad puede ser irreparable.
Consideradas por los clásicos tan temidas como inevitables, Locke y Rousseau quisieron mitigar el efecto de las facciones colocándoles el contrapeso del pluralismo, pero fue Madison el que les asestó el golpe más letal, con el concepto moderno de representación, rescatado de Marsilio de Padua.
Si se logra establecer un vínculo indisoluble entre el votante y el
votado, el último no podrá abandonar al primero y la facción no
encontrará razón de ser.
Siglos después, esa máxima todavía no opera en
España. La idea que iluminó el mundo político hace más de dos siglos
está siendo eclipsada en el XXI por la impunidad con la que los partidos
de masas actuales dejan de actuar como elementos de una estructura
social heterogénea pero unitaria, para pasar a perseguir objetivos
particulares, subordinando no solo el interés general de la sociedad,
sino incluso el de sus propios votantes, de cuyo control se han zafado
gracias al burdo modo en que se selecciona a las élites, o, sería mejor
decir, la forma en que la mediocridad desempleada es cooptada para formar parte de la estructura de un partido, o incluso del Estado, si se quiere ser todavía más preciso.
Los partidos políticos han dejado de ser parte integrante de la sociedad civil para ocupar una parte del Estado
Se puede comprender, aunque no se comparta, la
defensa del mandato representativo frente al mandato imperativo, bien al
modo en que lo hicieron Burke y Sieyès,
o de la forma que la esgrimió Madison; los primeros argumentando que se
ha de defender a la nación como un todo, el segundo defendiendo el
carácter elitista del principio representativo para depurar el trazo
grueso del voto popular. Pero en ambas posturas subyace,
ineludiblemente, el interés general.
Si se analiza sociológicamente el fin de los partidos políticos en España, es obvio que estos están traicionando sus principios
y dejando de cumplir su función esencial: constituir la sociedad
política como instrumento que conecta la sociedad civil -a la que en su
día representaron sintetizando visiones particulares de progreso, con el
Estado, al que accedían para implementarlas, pero siempre dentro de un
sistema integral fundamentado sobre la nación y la sociedad. No hay que
ser muy perspicaz para apercibirse de que los partidos han dejado de ser
parte integrante de la sociedad civil, respecto a la que se han
blindado, para ocupar una parte del Estado. Se han convertido, por lo
tanto, en facciones.
Los acontecimientos de los últimos meses en nuestro
país, tras dos infructuosas elecciones generales, nos muestran la enorme
distancia que separa la actitud de los partidos de las preferencias de la sociedad.
Partamos de un hecho incuestionable por la cantidad de encuestas que lo
han mostrado: la inmensa mayoría de los españoles no desea un gobierno
de Sánchez con Podemos y los partidos independentistas
cuyas cúpulas acaban de ser condenadas a muchos años de prisión. ¿Por
qué se va a producir, entonces? O, ¿por qué si no se llega a producir
habrá sido exclusivamente por la negativa de los partidos
independentistas?
No es concebible, a menos que se haya separado de su
fuente de legitimidad, que el PSOE, que tantas veces se ha reclamado
acreedor del principio de igualdad, esté desempeñando el papel de cómplice en la destrucción del Estado
que la garantiza. El desmembramiento de la nación, comenzando por la
ausencia del dominio estatal en determinadas regiones, es algo que ni
desean sus votantes, como expresan a menudo, ni, mucho menos, les
beneficia.
A los primeros que habrá traicionado el PSOE si
culmina su gobierno frentepopulista habrá sido a los suyos, a quienes
hundirá en la desigualdad territorial y negará las libertades fundamentadas en la unidad política.
Con los votantes en contra y muchos antiguos dirigentes sin cargo
expresando su horror, ¿cómo es posible que no aparezca un solo diputado
mostrando su negativa al pacto?
O se articula un nuevo sistema electoral que haga depender al elegido del elector o los problemas empeorarán
La derecha tampoco está exenta de responsabilidad,
al ejercer de colaborador necesario. Tras dos elecciones abrazándose a
la bandera de España y de pedir el voto advirtiendo que un gobierno de
Sánchez con el populismo y el golpismo llevaría al país
al desastre, su negativa a proclamar públicamente una abstención sujeta
a ciertas condiciones si Ciudadanos logra otro pacto del abrazo con el
PSOE, muestra su desdén por la nación española, el interés general y sus
propios votantes, y demuestra que lo único que le importa es su lucha
electoral particular con el otro partido de la derecha.
Ambos han cambiado el patriotismo nacional por el patriotismo de partido que denunció Gramsci.
Argumentar que no se puede confiar en un traidor como Sánchez y darle
rienda suelta en un gobierno sin control, en vez de neutralizar o al
menos atenuar sus perniciosos efectos, es un insulto a la inteligencia
de los ciudadanos, especialmente a los de la derecha. ¿Es posible que,
de ciento cuarenta escaños no haya una sola voz que coincida con este
planteamiento cuando uno puede encontrar miles de apoyos en la calle?
No se trata de pedir mayores dosis de generosidad a los representantes públicos, pero sí de exigir que cumplan con su función representativa
del mandato de sus votantes al mismo tiempo que se articula un proyecto
que se enfrente parlamentariamente a otras visiones de los intereses
generales. Hay dos conclusiones que debemos extraer de todo esto: Una,
que mientras los partidos no representen a sus votantes y se vean
obligados por estos a perseguir el interés general, no debemos albergar
muchas esperanzas de que la situación pueda cambiar.
Era evidente que la nueva política no podía
solucionar un problema tan antiguo y que hunde sus raíces en la
naturaleza íntima del poder. O se articula un nuevo sistema electoral
que haga depender al elegido del elector, además de generar más igualdad en el voto de cada persona y territorio,
o los problemas que padecemos empeorarán, pues es obvio que la calidad
intelectual de los representantes ha caído en picado en las últimas dos
décadas. Antes no se les podía exigir grandeza; hoy ni si siquiera
inteligencia.
Otra, que tras años de estériles debates
partidistas sobre la reforma de la ley electoral, su inclusión en los
programas, la constitución de comisiones parlamentarias y un largo
etcétera de formalismos hipócritas con los que los partidos han
camuflado sus verdaderas intenciones reaccionarias, va siendo hora de que sean los ciudadanos quienes se unan para exigirlo.
Solo una demostración masiva de la voluntad ciudadana suscitará el
interés para llevarla a cabo. Y por supuesto, que nadie dude de que,
entonces, los partidos competirán en rapidez para subirse al carro
ganador e intentar sacar provecho. Sabiéndolo de antemano, solo queda
organizarlo.
LORENZO ABADÍA*** Vía EL ESPAÑOL
*** Lorenzo Abadía es empresario y analista político.
No hay comentarios:
Publicar un comentario