En política no existen cesiones testimoniales porque el diablo se esconde en los detalles. Negociar contrapartidas «simbólicas» con el separatismo significa alimentar su imaginario de mitos, avalar su desafío y en última instancia otorgar al delito de sedición un indulto político
Ignacio Camacho
La integridad de la nación no es un capricho absolutista ni una
herencia desfasada del liberalismo romántico. La unidad territorial es
el concepto esencial sobre el que se fundamentan los Estados, que desde
hace siglos se constituyen a partir de la delimitación segura de su
espacio. Pero además, y sobre todo, esa cohesión jurisdiccional tiene en
las constituciones modernas un correlato que es el principio de
indivisibilidad del sujeto soberano. Si ese sujeto, el pueblo -el «we,
the people» de Filadelfia-, la fuente de poder, se fragmenta o se
descompone en pedazos, de modo automático quedan troceados también los
derechos de los ciudadanos y rota la premisa cardinal del orden
igualitario. Por eso cuando hablamos de constitucionalismo no estamos
invocando un término abstracto sino el núcleo, la noción decisiva del
pensamiento político contemporáneo. Muchas naciones reconocen y encauzan
su pluralidad interna a través de un autogobierno más o menos
descentralizado, pero la soberanía plena no admite sucedáneos ni se
puede desarmar como si fuese un mecano sin destruir consensos sociales
básicos.
En España, sin embargo, administraciones de distinto signo han cometido el error de tratar de aplacar las reivindicaciones nacionalistas y/o separatistas con privilegios sucesivos que han ido agotando el marco legal hasta reducir la estructura del Estado a un esqueleto competencial mínimo. Consumido el margen a partir del cual el modelo vigente quedaría en la práctica abolido, Pedro Sánchez trata de alquilar los apoyos a su reelección mediante el precio de unas concesiones de apariencia simbólica que según su argumento no dañarían la arquitectura institucional con un impacto efectivo. Suponiendo que eso sea cierto -y es mucho suponer en un dirigente con un sentido de la verdad tan tornadizo- continúa representando un planteamiento equívoco porque el nacionalismo es una creencia que se alimenta de símbolos, de representaciones figurativas con las que desarrollar su imaginario de mitos. Y esas «inocentes» contrapartidas testimoniales que el Gobierno presenta como meras psicoterapias huecas de contenido constituyen para los irredentos de la secesión un salvoconducto de legitimidad que avala su designio.
Así, por ejemplo, cuando el Gobierno admite la existencia de un «conflicto» otorga una coartada al desafío de independencia, que no vendría a ser más que una respuesta, si acaso desproporcionada, a esa presunta tensión dialéctica. En realidad, la propia negociación con ERC entraña una despenalización política de su flagrante ataque al sistema, una suerte de amnistía moral que anula de hecho la condena judicial y prefigura los argumentos de la defensa de los líderes convictos ante la Corte europea. Eso tiene poco de simbólico: representa una enmienda a la sentencia, o en el mejor de los casos una minimización del delito -sedición, nada menos- a través del borrón y cuenta nueva. Es fácil concluir que la consecuencia lógica de esa actitud indulgente o benévola derivará, más pronto que tarde, en medidas penitenciarias tendentes a mitigar el cumplimiento de las condenas. Si tal cosa ocurre -o más bien, cuando ocurra-, será inevitable que una buena parte de los ciudadanos cuya soberanía fue asaltada en la revuelta interprete los beneficios penales como una ofensa.
Pero más allá de eso está la cuestión de los principios primordiales. Negociar la estabilidad de las instituciones con los adversarios de la Carta Magna es algo mucho más grave que una simple demostración de buen talante. Sobre todo después de que se haya producido una insurrección contra las bases constitucionales y de que sus autores hayan proclamado, con reiteración inquietante, su voluntad de volver a llevar cabo el sabotaje. Cuando el recién reelegido dirigente del PSC, Miquel Iceta, se refiere a Cataluña como una «nación no independiente» está planteando un proyecto de tintes confederales que simplemente no caben en el ordenamiento jurídico actual por mucha generosidad con que pueda interpretarse. Lo que los socialistas están poniendo sobre la mesa, en su afán de amarrar la investidura de Sánchez, es un modelo de relación bilateral inaceptable incluso en el plano teórico porque si hay algo que el separatismo sabe es explotar cualquier resquicio mejor que nadie. Y el diablo de la política se esconde siempre en los detalles.
El empeño frentepopulista del presidente implica por ende la ruptura del bloque constitucional y un claro alejamiento de la moderación y del centro que ha reabierto en el PSOE un significativo debate interno. Pero el malestar de los dirigentes críticos no irá muy lejos: el acuerdo con los independentistas está casi cerrado, a la espera de que se concreten algunos flecos -públicos o secretos- y de que Junqueras elija el momento adecuado para darle el visto bueno. La vaselina que García Page teme recibir como regalo de Reyes no se demorará demasiado porque el partido no tiene ya capacidad de establecer contrapesos orgánicos. Y la forma en que Sánchez ha forzado a la Corona a entregarle un cheque en blanco demuestra su nulo compromiso con la responsabilidad de Estado. Si no le importa embarcar al Rey en un proceso de investidura completamente opaco no existe ninguna razón para pensar que vaya a frenarse en el último tramo. Esa huida hacia adelante tal vez no produzca estragos inmediatos pero a medio plazo es la garantía certificada de un colapso.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
En España, sin embargo, administraciones de distinto signo han cometido el error de tratar de aplacar las reivindicaciones nacionalistas y/o separatistas con privilegios sucesivos que han ido agotando el marco legal hasta reducir la estructura del Estado a un esqueleto competencial mínimo. Consumido el margen a partir del cual el modelo vigente quedaría en la práctica abolido, Pedro Sánchez trata de alquilar los apoyos a su reelección mediante el precio de unas concesiones de apariencia simbólica que según su argumento no dañarían la arquitectura institucional con un impacto efectivo. Suponiendo que eso sea cierto -y es mucho suponer en un dirigente con un sentido de la verdad tan tornadizo- continúa representando un planteamiento equívoco porque el nacionalismo es una creencia que se alimenta de símbolos, de representaciones figurativas con las que desarrollar su imaginario de mitos. Y esas «inocentes» contrapartidas testimoniales que el Gobierno presenta como meras psicoterapias huecas de contenido constituyen para los irredentos de la secesión un salvoconducto de legitimidad que avala su designio.
Así, por ejemplo, cuando el Gobierno admite la existencia de un «conflicto» otorga una coartada al desafío de independencia, que no vendría a ser más que una respuesta, si acaso desproporcionada, a esa presunta tensión dialéctica. En realidad, la propia negociación con ERC entraña una despenalización política de su flagrante ataque al sistema, una suerte de amnistía moral que anula de hecho la condena judicial y prefigura los argumentos de la defensa de los líderes convictos ante la Corte europea. Eso tiene poco de simbólico: representa una enmienda a la sentencia, o en el mejor de los casos una minimización del delito -sedición, nada menos- a través del borrón y cuenta nueva. Es fácil concluir que la consecuencia lógica de esa actitud indulgente o benévola derivará, más pronto que tarde, en medidas penitenciarias tendentes a mitigar el cumplimiento de las condenas. Si tal cosa ocurre -o más bien, cuando ocurra-, será inevitable que una buena parte de los ciudadanos cuya soberanía fue asaltada en la revuelta interprete los beneficios penales como una ofensa.
Pero más allá de eso está la cuestión de los principios primordiales. Negociar la estabilidad de las instituciones con los adversarios de la Carta Magna es algo mucho más grave que una simple demostración de buen talante. Sobre todo después de que se haya producido una insurrección contra las bases constitucionales y de que sus autores hayan proclamado, con reiteración inquietante, su voluntad de volver a llevar cabo el sabotaje. Cuando el recién reelegido dirigente del PSC, Miquel Iceta, se refiere a Cataluña como una «nación no independiente» está planteando un proyecto de tintes confederales que simplemente no caben en el ordenamiento jurídico actual por mucha generosidad con que pueda interpretarse. Lo que los socialistas están poniendo sobre la mesa, en su afán de amarrar la investidura de Sánchez, es un modelo de relación bilateral inaceptable incluso en el plano teórico porque si hay algo que el separatismo sabe es explotar cualquier resquicio mejor que nadie. Y el diablo de la política se esconde siempre en los detalles.
El empeño frentepopulista del presidente implica por ende la ruptura del bloque constitucional y un claro alejamiento de la moderación y del centro que ha reabierto en el PSOE un significativo debate interno. Pero el malestar de los dirigentes críticos no irá muy lejos: el acuerdo con los independentistas está casi cerrado, a la espera de que se concreten algunos flecos -públicos o secretos- y de que Junqueras elija el momento adecuado para darle el visto bueno. La vaselina que García Page teme recibir como regalo de Reyes no se demorará demasiado porque el partido no tiene ya capacidad de establecer contrapesos orgánicos. Y la forma en que Sánchez ha forzado a la Corona a entregarle un cheque en blanco demuestra su nulo compromiso con la responsabilidad de Estado. Si no le importa embarcar al Rey en un proceso de investidura completamente opaco no existe ninguna razón para pensar que vaya a frenarse en el último tramo. Esa huida hacia adelante tal vez no produzca estragos inmediatos pero a medio plazo es la garantía certificada de un colapso.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
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