Rita Barberá y Fidel Castro murieron en la misma semana. Una prueba tremenda de madurez política a nivel nacional y a escala planetaria que degeneró rápidamente en ambos casos. Desde la orden de Pablo Iglesias a los suyos de abandonar el hemiciclo antes que verse implicados en un minuto (¡60 segundos!) de silencio mortuario hasta la hipocresía del PP metiendo rápidamente a la difunta en el partido de nuevo tras echarla unas semanas antes; «Margui, que no me has saludado», se le oyó decir apenada a Margallo en el patio del Congreso. «No está ya en el Partido Popular y no tenemos nada que comentar al respecto», fue la respuesta de Pablo Casado, después de declarar Barberá ante el Tribunal Supremo a menos de 48 horas de dejar esta vida.
A escala planetaria, tras la muerte del dictador caribeño, el mundo se sorprendió con la reacción del guaperas canadiense Trudeau, quién alabó "la tremenda dedicación y amor" que tenía "un orador legendario y revolucionario" para el pueblo cubano, y también con la reacción poco humana del tuit de Trump: «¡Fidel Castro ha muerto!». A los 140 caracteres del nuevo presidente electo les siguió un comunicado más largo pero no menos duro o más diplomático: «hoy el mundo anota el fallecimiento de un brutal dictador quien oprimió a su propio pueblo durante seis décadas. El legado de Fidel Castro es uno de pelotones de fusilamiento, sufrimiento inimaginable, pobreza y la negación de los derechos humanos fundamentales». Sin pelos en la lengua, a su estilo.
No tengo constancia de la reacción de ningún líder mundial a la muerte de Barberá pero el sábado Podemos publicó una foto de Iglesias, con el puño en alto, delante del féretro abierto de Marcos Ana, envuelto éste en una bandera comunista y en otra de la Segunda República. El día que murió Fidel. No entiendo como pretenden ganar unas elecciones en España así, pero sigamos.
Ya vivimos en el mundo de la victoria de Trump, un espacio mediático, político, tecnológico y público raro, cuyas consecuencias nadie termina de entender por ahora. Los políticos que quieren ser noticia deben hacer declaraciones potentes minutos después de un acontecimiento. Una vez emitida la sentencia pública, les es imposible desdecirse, suavizar lo dicho o añadir matices para mejor describir un mundo complejo. Quedan atrapados a nivel ideológico y retórico en los 140 caracteres que teclean segundos o minutos después del evento. Se busca que resuene el tuit o la declaración en la mente de los votantes, más o menos en tiempo real si comparamos con otros momentos históricos. Trump ha entendido cómo sacar tajada del nuevo entorno y, antes que él, Pablo Iglesias y Podemos en España, aunque de momento con menos éxito.
El problema es que ese entorno afecta al resto. En juego están el futuro ideológico de cada país, la composición y convivencia nacionales del mismo, o incluso, con The Donald y todo el poder que pronto tendrá a su alcance desde el Despacho Oval, él del planeta entero, así como el bienestar económico que se alinea con cada opción. Estos señores, por bien o mal, tendrán—ya están teniendo—un gran efecto en nuestros futuros y los de nuestros hijos.
En España no había unidad nacional alrededor de la bandera, o del himno, o del territorio, o del Rey, y ya no la hay tampoco alrededor de la muerte. Si hasta la muerte se politiza en nombre de la guerra mediática y la caza de votos, ¿qué nos queda en el espacio público? Morir no cancela los comportamientos terrenales de represión o corrupción pero, ¿en qué momento histórico no han existido seres capaces de tales cosas, o inducidos a ellas por las estructuras que habitan? Su brutalidad o sus mentiras hacia los demás también forman parte de eso que denominamos la condición humana. A unos les parece bien, a otros mal; a los suyos excelente, a sus enemigos el mal encarnado. Pero todos, al final, morimos. Estas reacciones demuestran el intento de sus oradores de quedar bien primero con ellos mismos y luego con los suyos. Lejos estamos en estos momentos de un espacio público compartido, unos valores humanos universales o unas metas internacionales comunes que van más allá de la putrefacta pelea política del día a día.
¿Cómo se sentirían Pablo Iglesias y Alberto Garzón si se muriera un diputado de Podemos y los demás partidos abandonaron el hemiciclo antes de participar en el minuto de silencio? Si ni la muerte está a salvo de los comentarios partidistas y el insulto barato, si no hay ni moralidad compartida ni nación ni decencia, la política española en 2016 va peor de lo que pensaba. Ya veremos qué tal nos va a nivel planetario en 2017 con Trump en la Casa Blanca, pero parece que le da más igual. Me quedo esta semana con la frase de Madina: «Un minuto de silencio no es un homenaje a ninguna trayectoria. Es un gesto de respeto ante la muerte de una persona».
MATTHEW BENNETT Vía VOZ PÓPULI
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