Es preciso sanar las heridas de esta democracia, liberando las puertas cegadas a la representación política, contemplando nuestra sociedad abierta, sin complejos.
No es necesario realizar una profunda reseña histórica para tomar consciencia de la importancia que reviste la actual crisis del, hasta ahora, principal partido de la oposición para la salud política de nuestro país, máxime cuando esta circunstancia se produce en un momento en el que una amplia mayoría de las principales instituciones del Estado se encuentran en entredicho.
Se pueden escuchar infinidad de opiniones en referencia a las maneras de subsanar este embrollo “democrático”, pero la mayoría de ellas, por no decir la totalidad, adolecen de una ceguera que impide dar con la solución adecuada al grave problema que afronta España. Y es que una sociedad secularizada hasta el cuello no puede sanar a costa de automedicarse con sus propias recetas. De la misma manera que un análisis sólido de una obra de arte es imposible que salga de las manos de un pagano que no busque de manera comprometida la Verdad; gran parte de nuestra sociedad se encuentra impotente para detectar las fallas de nuestro sistema político. Y esto es así porque le falta la luz de Dios. Sin Dios no hay vida, ni política que articule ésta. Así pues, no sólo son necesarios los conocimientos y la sinceridad para enfrentarse con mínimas garantías al estudio y análisis del problema que nos ocupa, sino también es condición obligada la de realizar dicho análisis a la luz de Dios, la cual hoy se encuentra prácticamente agotada en nuestra clase política.
La irrupción de la postmodernidad eliminó definitivamente el concepto de la lucha de clases sociales como carácter identificativo de las derechas y de las izquierdas. Los partidos políticos, entonces, tomaron diversas banderas con las que ponerse al frente de los votantes; y éstas no fueron otras que las que se articulaban sobre los retazos artificiosos de una sociedad cristiana descompuesta, en la que a la religión se la condenaba de manera paulatina a la marginalidad, y la misma Ley natural era vista bajo sospecha. Los partidos patrios empuñaron bajo estas enseñas un rumbo que les condujo de manera rápida a profundos caladeros de votos. Fue éste un éxodo hacia la arcadia de una sociedad laica, en donde a Dios se le hacía el favor de residir únicamente en las sacristías. Sólo quedaba asistir al advenimiento definitivo de la partitocracia. Nuestros políticos acabarían por negar una de las evidencias más palmarias de la existencia: la de que Dios nunca puede ser arrancado del corazón humano.
No es de extrañar, que ante esta deriva, nos hallemos, en estos días, con un sistema de partidos posicionado en un mismo espectro ideológico. En el cual, los antisistema, curiosamente, son parte del sistema; y aquellos que consideran que existen valores pre-políticos que configuran la verdadera democracia están fuera del mismo. Un sistema en el que el poder no reside en toda la comunidad política sino solamente en las manos de determinadas organizaciones o personas.
Es preciso sanar las heridas de esta democracia, liberando las puertas cegadas a la representación política, contemplando nuestra sociedad abierta, sin complejos, en toda su diversidad, atendiendo a las diferente connotaciones políticas que puedan resultar de las dos “ciudades” que planteaba san Agustín: La Ciudad de Dios, y la Ciudad del hombre. “Dos amores fundaron estas dos ciudades –afirmaba el Doctor de la Iglesia-: el amor propio hasta el menosprecio de Dios, fundó la Ciudad terrena y, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismo, fundó la Ciudad de Dios”. De lo contrario, se perpetuará en la base de nuestra democracia una clase política sumida en la más profunda de las oscuridades.
Sin la luz de Dios, dar solución a esta parálisis institucional es una quimera imposible de alcanzar. Hoy le ha tocado a un partido saborear la hiel amarga de su fractura; mañana, por las mismas, le corresponderá el turno a cualquier otro. Todos ellos están, o estarán, a corto plazo en crisis, porque todos son un mismo partido, todos beben de una misma ideología. Se trata de una enfermedad larvada desde hace tiempo, que aflora de manera descarnada a la superficie de nuestra democracia; mostrando, sin miramientos, un Parlamento español en ruinas, ávido de auténticos debates de ideas y de proyectos. Pues, por muchos rifirrafes y disputas que allí se produzcan, todos los diputados profesan un idéntico credo y una misma doctrina; cercenando, con ello, lo que debería ser la propia esencia de la vida parlamentaria: la búsqueda del bien común y de la justicia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario